VIAJEROS
En 2016 Ernestina y Diego compraron un paisaje a Tailandia y desde entonces se dedican a recorrer el mundo: desde el Sudeste Asiático hasta África.
Lo que queda, tras recorrer el mundo por seis años, son historias. Como esa en la que estaban haciendo dedo en una ruta de Borneo que era 300 kilómetros de árboles hacia un lado y selva hacia el otro. Alguien paró, los llevó por un rato y los bajó allí, en el medio de la nada, porque tenía que desviarse. Era de noche y Ernestina Uribe y Diego González —35 y 37 años, pareja— decidieron armar la carpa con la que siempre viajaban. Cuando estaban preparando la cena pasó una camioneta, frenó y les dijo que se subieran, que pasaran la noche en su casa. Fueron. Era el hogar de una familia musulmana y al otro día se casaba uno de sus hijos. Cuando se levantaron, los vistieron con ropas acorde y fueron invitados de honor a la boda.
Lo que queda son las historias. Como cuando en Camboya los levantó un pastor coreano y terminaron durmiendo en su casa y yendo a la misa que celebraba al día siguiente y les contó, el pastor, que había sido parte de una guerra y que por eso quería remediar el daño: tenía una escuela y una iglesia y creía que haberlos encontrado a ellos era un milagro.
Ernestina y Diego son uruguayos. En 2016 compraron un pasaje a Tailandia sin fecha de regreso y, desde entonces, se han dedicado a recorrer el mundo. “El viaje nos ha enseñado a mirar las cosas de otra manera. A ver que el mundo es diverso. Todo lo que nosotros conocíamos antes de salir como única verdad ya no existe. Que hay muchas formas de vivir, de creer, de rezar, de comer, de trabajar, de criar a los niñes, de jugar. Nos ha enseñado a que el mundo es mucho menos peligroso de lo que creíamos antes de salir”, cuentan.

Hablan, ahora, desde un camping en Uganda, África. Tienen alrededor un paisaje verde y, mientras atardece, en medio de las lluvias y del calor, miran hacia las Sipi Falls, un conjunto de cascadas al Este del país. Su próximo objetivo es atravesar todo el continente africano de Norte a Sur por tierra.
Han recorrido miles de kilómetros y tienen algunas enseñanzas: son más empáticos y más pacientes, se escuchan más y juzgan menos, entienden que lo desconocido es una oportunidad de aprendizaje y sienten, hoy, que pueden lograr lo que quieran.
Sin final
Ernestina es ingeniera agrónoma y Diego programador. Cuando se conocieron, en un bar de Montevideo, él ya tenía planeado irse de viaje con un amigo. Empezaron a salir. Pero, entonces, su amigo decidió no viajar. Faltaban unos meses y Diego invitó a Ernestina a irse con él. Podía salir mal: se conocían, pero no hacía tanto tiempo. Ella, sin embargo, dijo que sí.
En unos meses renunciaron a sus trabajos, desarmaron su casa, cargaron una mochila y se fueron sin saber cuándo regresarían. “Al comienzo fue muy difícil porque es, en parte, como hacer un duelo: dejás atrás tu vida entera”, dice Ernestina.

Una vez en Tailandia decidieron cómo iban a continuar el viaje. Decidieron, por ejemplo, que primero iban a recorrer todo el Sudeste Asiático y que, además, lo harían a dedo.
Todo continuó, más o menos, así: estuvieron tres meses en India y 45 días en Nepal. Caminaron, durante un mes, por los Himalayas sin guía y sin conocimientos previos. Se quedaron sin dinero. Trabajaron en un tambo en Nueva Zelanda junto a 20 uruguayos. Compraron una camioneta y recorrieron el país. Se fueron a Japón, descubrieron una aplicación que les mostraba más de 2.000 zonas de camping y fue el lugar en el que mejor comieron: en cada campamento alguien los invitaba a almorzar o a cenar. Estuvieron unos meses en Corea del Sur y en Taiwán. Trabajaron en Australia y se alojaron en la casa de una pareja que hoy es como su familia. Ernestina viajó por Europa con una amiga y Diego por Filipinas. Regresaron a Uruguay con un pasaje a España para marzo de 2020. Entonces todos los planes cambiaron.
La pandemia
Justo antes de que Uruguay se cerrara por la pandemiadecidieron irse a España. Pensaban viajar por Turquía y Mongolia. El vuelo se canceló y España estaba por cerrar fronteras así que decidieron ir a Bulgaria, el único país al que podían ingresar.
No fue todo tan sencillo: como viajaban con pasaportes de Italia y de España — que en su momento eran centros de la pandemia— no los querían dejar pasar. Después de horas de insistir, de pasar la noche en un freeshop, de hacerlos pararse al sol porque en ese entonces se creía que eso— exponerse a la luz del sol— eliminaba al coronavirus, los dejaron ingresar.

Viajaron por Bulgaria y de allí se fueron a Grecia. Conocieron al capitán de un barco, Fabián, y recorrieron las islas con él. Lograron entrar a Turquía gracias a que en migraciones trabajaba un fanático de Fernando Muslera.
De allí fueron a Irak, donde vivieron en la casa de una mujer que alojaba a viajeros de distintas partes del mundo. Contrajeron coronavirus. Estuvieron encerrados durante quince días. Volvieron a contactar a Fabián, el capitán del velero, que les dijo que iba a cruzar el Atlántico y que quedaban dos lugares. Estuvieron en el Atlántico durante 23 días, vieron amaneceres, delfines y estrellas, pasaron allí Navidad y sintieron que eso - el océano y nada más- era la inmensidad absoluta. Llegaron a Antigua y Barbuda, una isla del Caribe que tenía toque de queda por la pandemia, encontraron una playa medio desierta y escondida en la que instalaron la carpa. Viajaron, durante cuatro meses, con un grupo de franceses que andaba recorriendo el Caribe en barcos a vela. Visitaron República Dominicana y Colombia. Se fueron a trabajar a Suiza. Regresaron a Uruguay y de acá hacia África.
—¿Por qué hacen lo que hacen?
—Es lo que nos hace felices hoy. Pero también para conocer qué hay más allá de las fronteras de nuestro propio entorno. Romper barreras y descubrir qué podemos tener en común con las personas que nacieron en una aldea Masai en Kenia o una familia que nos adopta en la isla más al Sur de Australia a miles de kilómetros de nuestra casa.