Una burbuja económica ocurre cuando el valor de un activo –una empresa, una tecnología o incluso una idea– crece mucho más rápido que su valor real. Es una historia vieja con nuevas formas: los precios suben impulsados por la expectativa de que otros seguirán comprando, y mientras todos crean que la curva seguirá ascendiendo, nadie quiere quedarse afuera. Pero cuando el entusiasmo se enfría, el globo se desinfla. Así colapsó la burbuja puntocom a comienzos de los 2000: miles de startups con nombres terminados en “.com” valían fortunas sin tener ingresos ni productos sólidos. El Nasdaq perdió casi el 80% de su valor en un año. La lección fue clara: las revoluciones tecnológicas pueden ser reales, pero la especulación financiera suele adelantarse demasiado a sus resultados.
Algo de eso parece estar ocurriendo otra vez. Desde que ChatGPT irrumpió en 2022, la inteligencia artificial se convirtió en el nuevo oro digital. La promesa es enorme: aumentar la productividad, transformar la educación, acelerar la ciencia, crear riqueza. Pero los beneficios concretos todavía son modestos frente al tamaño de las inversiones. En apenas tres años, la fiebre de la IA movió billones de dólares y creó una red de intereses cruzados entre los mismos gigantes tecnológicos.
El corazón de esta posible burbuja está en un fenómeno que los analistas llaman “financiamiento circular”: empresas que se compran unas a otras en un circuito que parece autosuficiente. Nvidia, el fabricante de chips que hoy vale más que Apple, acordó invertir US$ 100.000 millones en OpenAI. OpenAI usa ese dinero para comprar chips… de Nvidia. Oracle, que construye los centros de datos para OpenAI, también gasta unos US$ 40.000 millones comprándole chips a Nvidia. Nvidia, a su vez, tiene una participación accionaria en CoreWeave, que alquila infraestructura a OpenAI y acaba de firmar contratos por más de US$ 20.000 millones con la misma empresa. SoftBank, Oracle y OpenAI están detrás del proyecto Stargate, que prevé US$ 500.000 millones en nuevos centros de datos.
En ese ecosistema, el dinero da vueltas como en una calesita: una empresa financia a otra que compra insumos de la primera, que a su vez se asocia con una tercera para vender servicios a la segunda. Todo dentro del mismo círculo de gigantes tecnológicos. Este entramado sostiene las valoraciones y multiplica los anuncios, pero también crea una fragilidad invisible. Si uno de los jugadores se frena, todo el circuito pierde impulso. Como una fila de fichas de dominó, basta que una caiga para que el resto tambalee.
En paralelo, creció otro fenómeno menos visible pero igual de preocupante: la deuda corporativa asociada a la IA. Según Bloomberg y JPMorgan, ya supera los US$ 1,2 de millones y se ha convertido en el mayor segmento del mercado con grado de inversión, por encima incluso de los bancos estadounidenses. La “deuda corporativa” es, básicamente, dinero que las empresas piden prestado a los inversores a través de bonos, prometiendo devolverlo con intereses. En este caso, se trata de compañías como Oracle, Apple o Nvidia, que emiten deuda para financiar la expansión de la IA. Son firmas ricas en efectivo, con baja deuda neta –es decir, deben poco comparado con lo que tienen guardado–, pero también están concentrando un nivel de exposición tan alto que un problema en cualquiera de ellas puede generar un “riesgo sistémico”: si una cae, el resto tiembla. Es como una red de casas construidas sobre el mismo cimiento financiero.
El entusiasmo es tan grande que las emisiones de deuda baten récords. La de Oracle por US$ 18.000 millones recibió US$ 88.000 millones en demanda: los inversores hicieron cola para entrar. Según el Bank of England, ese “tórrido ascenso” genera un riesgo creciente de corrección brusca si los retornos no se materializan. El FMI también advirtió sobre la posibilidad de un ajuste global en los mercados si la narrativa de la IA —esa idea de que “lo cambiará todo”— empieza a perder fuerza. No sería la primera vez que la expectativa supera a la realidad: un estudio reciente del MIT reveló que el 95% de los proyectos de IA generativa no han producido mejoras de productividad medibles. Y un informe de Bank of America mostró que más de la mitad de los gestores de fondos ya creen que el sector está en una burbuja.
Las valoraciones de las startups de IA se dispararon. El Financial Times calcula que las inversiones de capital riesgo en este sector superaron los US$ 160.000 millones en lo que va de 2025, casi dos tercios del total global. Más de US$ 20 mil millones del índice S&P 500 están hoy expuestos en mayor o menor medida a empresas de inteligencia artificial. El auge, sin duda, es real. Pero también lo es el riesgo: un sistema alimentado por expectativas, deuda y capital interconectado puede generar beneficios espectaculares o pérdidas en cadena.
La historia demuestra que las burbujas no estallan por la tecnología en sí, sino por el desfase entre lo que promete y lo que logra. La IA avanza con fuerza, pero los mercados avanzan aún más rápido. Si los resultados no acompañan, la corrección podría ser dolorosa. El analista Stacy Rasgon, de Bernstein Research, lo resumió con una frase que suena exagerada, pero no lo es: “Sam Altman (el CEO de OpenAI) tiene el poder de provocar una recesión global o llevarnos a la tierra prometida”. En algún punto entre ambas cosas estamos ahora.