Acálas gaviotas vuelan demasiado cerca, planean bajo, revolotean por encima de mi cabeza. Acá el cielo es limpio y el agua quieta. Hay árboles cerca y la arena es fina, absolutamente normal. Acá se baja a la playa con conservadoras y pelotas y parlantes desde los que suena, indiferente, Gilda, un funk brasileño, el reguetón de turno. Acá se camina por la playa hasta la lengua o hacia el otro lado, hasta llegar al lugar en el que una vez, hace tantos años, se hundió un barco. Acá hay mojarras y tarariras y bagres de arena. Acá se duerme la siesta y se come guayabada o dulce de huevo. Acá se anda en bicicleta y se compran artesanías o se ponen sillas en el frente de la casa y se ve a los autos pasar. Acá se haba en español o portugués y da lo mismo. Acá se espera a la noche, se mira a los pinos moverse como si cantaran, se respira el aire que solo huele de esta forma en este lugar -mezcla de árboles, viento y agua dulce-, se prende el fuego, se enciende la parrilla. Acá se pesca a la encandilada, se mira a las estrellas porque la noche siempre es oscura y profunda, conmovedora de una manera muy sencilla.
No hay cosas demasiado grandilocuente ni demasiado solemnes acá, en Lago Merín, un balneario del departamento de Cerro Largo, justo en la frontera con Brasil, al que todos le decimos la Laguna. Y quizás ahí esté su encanto: en la simpleza, en la facilidad, en la candidez, en la honestidad.
Acá, en este lugar atestado de árboles, arena y franqueza, hay una casa blanca de dos plantas y tejas anaranjadas con el techo más alto que yo he visto jamás. Tiene un arenero y está rodeada de pinos y flores, una puerta de madera y tres escalones de piedras grises y filosas en los que, cuando estaba aprendiendo a caminar, me caí y me abrí la frente. Esta casa tiene 29 años, como yo. Es la casa de la Laguna de mis abuelos, en la que he empezado cada año todos los años de mi vida. Un lugar que es encuentro.
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Antes no había, en esta playa en la que hoy atardece entre viento y olas caprichosas, este camino de maderas que empieza en la calle y termina casi en la orilla del agua. Mis primos, mis hermanos y yo siempre dejábamos las chinelas lejos y corríamos hacia el agua y después, antes del mediodía, cuando los adultos nos hacían irnos, teníamos que correr por la arena que hervía y calcinarnos las plantas de los pies. A veces era divertido: quién aguantaba más, quién era más fuerte. Antes jugar era fácil: juntábamos greda, armábamos castillos inmensos en la arena, le tirábamos agua a los pozos de los sapos para que salieran y mi abuelo nos retara, corríamos alrededor de la casa, salíamos a andar en bici y nos embarrábamos en los charcos.
Antes, me contó mi padre, cuando él y mis tíos eran chicos y en la Laguna no había agua ni luz, se bañaban en la playa cuando caía el sol con un jabón que siempre terminaba áspero de arena, se alumbraban con velas y faroles de queroseno y pasaban los tres meses de veranodescalzos jugando en las cunetas de las calles vacías.
Antes, me contó mi abuela, esta playa en la que hoy la luz es melancólica y tibia, era un lugar agreste, repleto de dunas de arena que había que atravesar si se quería llegar al agua. Había una rambla que iba de una punta a la otra, unas pocas casas, un parador. La de su familia fue una de las primeras construcciones de la Laguna: su padre la hizo en 1959, un poco antes o un poco después que la creciente y las inundaciones hicieran desaparecer las dunas y la rambla.
Todavía se acuerda, mi abuela, de este lugar desolado: había cuatro, seis, siete casas, todas de familias de Melo. El camino para llegar desde esa ciudad a la Laguna era de greda y tardaban más de tres horas en hacer un tramo de 100 kilómetros pero aun así iban todos los años, todos los veranos y todos los inviernos. La primera vez que mi abuela vino a la Laguna tenía 13 años.
A comienzos de los noventa ella y mi abuelo empezaron a construir su casa propia en la Laguna, sobre la calle número 1, que era y sigue siendo la principal del balneario. Tiene cuatro cuartos y dos baños y una escalera y un jardín inmenso y un farol elegante y rústico al lado de un pino y de un pozo de agua y hasta hace unos años, cuando no estaban las dos construcciones nuevas, teníamos acceso directo a la playa.
En la Laguna conocí a mi mejor amiga, escuché a mi madre llorar, armé una banda de mentira, bailé hasta el amanecer, me di vuelta en una hamaca, escribí varias cartas, leí algunos libros, vi a mi abuelo por última vez. La Laguna es el lugar al que vuelvo cada fin de año, como si fuese el ritual necesario para empezar lo que haya que empezar. Acá, donde nunca pasa nada y mi familia se encuentra, el tiempo es una certeza.
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Dar vuelta a la Laguna en bicicleta lleva, más o menos, cuarenta minutos. Si se parte de la calle principal, hacia un lado está el tanque de OSE y después de esa calle todo se termina. Más allá hay campo, vacas, pájaros, horizonte.
Hacia el otro lado, pero por la calle paralela, hay una virgen de Iemanjá rodeada de flores y ofrendas y, a sus espaldas, está el agua: una cuenca de 62.250 km cuadrados que comparten, en partes más o menos iguales, Brasil y Uruguay (53 por ciento del lado uruguayo, 47 en territorio brasileño) y que conforma una de las reservas de agua dulce más grandes de América Latina.
En el medio y más allá, una sucesión de casas y cabañas bajas que cada año son más, algunos almacenes - antes siempre íbamos al del Capo- un hotel, una panadería, una carnicería, una plaza con hamacas y toboganes, un camping, un shopping, un restaurante, algunos food trucks, un cine en seis dimensiones que está, cada verano, en el mismo lugar, algunos juegos para niños, un puesto que vende pop y otro que vende panchos y choripanes y tortas fritas.
La calle principal está asfaltada, prolija, cuidada, idéntica al primer recuerdo que tengo de la Laguna. Después, la mayoría de las calles son de tierra y de piedras y todo está rodeado de pasto y de árboles y sobre todo de pinos.
Según el censo de 2011 en el balneario viven 450 personas. En 2016, el Portal del Lago Merín publicó una nota con un censo realizado por el Departamento de Salud de la Intendencia de Cerro Largo en la decía que hay 545 habitantes. Desde el grupo de vecinos de la Laguna dicen que hoy viven aproximadamente 2.000 personas. Que con la pandemia muchos uruguayos y brasileños decidieron mudarse, instalarse definitivamente, construir, que ellos, que viven ahí desde hace años, ven cómo todo se expande.
Hoy, sin embargo, que es tres de enero y son casi las nueve de la mañana, lo único que se oye son pájaros. Como si el verano y sus turistas y sus autos con parlantes monstruosos y todo su movimiento todavía no hubiese despertado, como si este lugar fuese de unos pocos.
Paro la bicicleta a los pies de la virgen de Iemanjá. Más allá está la arena, unos juncos verdes que asoman en la orilla, el agua clara que apenas se mueve y dos barcos rojos que flotan como si no fuesen a ir, nunca más, a ninguna parte.
Esto también es la Laguna: un lugar en el que se vive como si el tiempo nunca fuera a terminarse. Y sin embargo.
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Las imágenes son las mismas cada verano: vamos llegando a la casa de a poco, somos más de 20, mi abuela nos espera a todos con la comida pronta, alguien destapa una cerveza, tendemos colchones en el living, nos tiramos almohadones, alguien pidiendo silencio, el fútbol en la playa, mi primo que se lastima un tobillo, mi hermano que se enoja, las guerras de agua, el pan de Padilla, los almuerzos afuera y las mesas largas, las siestas que a veces son siestas y a veces son películas y a veces son congas, la pelota en el arenero, las plantas que rompemos por los pelotazos, el viento que siempre agita las olas por la tarde, los mates compartidos y el atardecer, las vueltas en bici, sacar número para bañarse, las cenas picadas en tablas, los bailes y las coreografías que a mi tío nunca le salen, los chistes y los recuerdos y los brindis que hacemos sin decir por qué brindamos porque no hace falta, brindamos porque los años pasan y hay algunos que ya no están y algunos que ya no vienen y mis primas crecieron demasiado rápido y el loro de mi abuela se murió y sin embargo ahí estamos - algunos, pocos, muchos- cada uno con sus alegrías y sus tristezas y sus dudas y sus miserias y sus angustias y sus bailes, poniendo un paréntesis a la realidad.
No podía -no quería- hablar de la Laguna sin decir que ahí, sobre la calle principal, hace 29 años hay una casa de techos altos y tejas anaranjadas que nos ve, cada verano, ir hacia lo inevitable. Y sin embargo espera: siempre nos espera.