SEBASTIÁN AUYANET
"Lindo, lástima el sonido", fue una de las (ya de antemano) previsibles reacciones que se escucharon cuando la gente se alejaba del Palacio Peñarol, aún así encantada por las canciones que la mexicana presentó el jueves por la noche.
Hay muchos conciertos en los que, de antemano, el músico no tiene que salir a probar nada; mucho menos a "ganarse" a su audiencia o a sorprenderla. Y eso no está nada mal si el espectador no lo espera, más aún si llegó a pagar 750 o 1.000 pesos por una de las sillitas de plástico ubicadas sobre la cancha del Palacio Peñarol.
Y además Julieta Venegas no necesita eso. Lo tiene todo: para empezar, un grupo de músicos acertados en un "ensamble" al que no le sobra nada y, para terminar, una audiencia que espera los "hits" (ya cantados en la gélida cola de acceso al Palacio) y a la que parece interesarle la cercanía con la artista y poco más. El estar ahí, y documentarlo con la resolución que sea del megapixel de celular hasta el zoom ultracercano de alguna cámara recién estrenada. Lo que suena, mientras sea reconocible y cantable, es suficiente.
Aunque lo parece, esto no es una crítica hacia los espectadores: cada uno paga su entrada y decide el grado de satisfacción cuando suena la última nota y el músico saluda. De todas formas, el sonido del show - malo en general, salvo excepciones - dejó con las ganas el poder disfrutar de un show de Julieta Venegas en un sitio que cumpla los requerimientos mínimos de sonido, en el que cada arreglo de este concierto (si en algo se destacaba en la previa era en el sonido, como la propia Julieta anticipó), pudiera al menos reconocerse.
Tomando la dinámica local del "por lo menos" puede rescatarse que, sobre el escenario, la chica de Tijuana tiene una banda a la que nada se le puede hacer reproches. En el comienzo, cuando empezaron a sonar los primeros acordes de Limón y sal, cuerdas y vientos quedaron, junto a la voz de Julieta, atrapadas en una "bola" de ruido dentro de la cual la batería retumbaba lo suficiente como para llevar el ritmo de la canción. Conforme fueron pasando los temas, el sonido se ajustó todo lo que pudo pero apenas llegó al aceptable cuando la mexicana utilizaba menos instrumentos.
Lo cierto es que, además, Julieta tiene las armas: sus canciones. No necesitó siquiera un puñado de ellas para ponerse a los casi 3.000 montevideanos que fueron en el bolsillo porque todo el recorrido de este show Unplugged, salvo alguna excepción que se toma la mexicana para presentar alguna otra versión, es a puro éxito irresistible y pegadizo que conquista gente de cualquier capa social o cultural. Así de simple es el ciclo. El encantamiento, tan sutil como efectivo, produjo el típico ritual del concierto montevideano: de las sacudidas de cabeza en cada estribillo hasta los alaridos y el balanceo de brazos (es increíble que algunos brazos del público estuvieran sosteniendo las lámparas de color rojo fluorescente que se venden en este tipo de shows) para despedir a la mexicana con Adiós. Ahí merece otro comentario la ridícula actitud de la organización, que encargó a la seguridad correr a los espectadores que salieran de sus asientos a bailar e incluso hacerlos sentar si se paraban. Por suerte, sobre el final del recital se pararon los suficientes como para que dejaran de intentarlo.
Por lo demás, una hermosa Julieta brilló en los momentos al teclado (con una preciosa versión de Andar conmigo) y otros en los que, por misterios del acompañamiento, los violines, trompetas y trombones se dejaban escuchar. Sólo que la sensación no fue la de haber experimentado ese Unplugged en vivo, sino la de que lo que se vio fue algo menos bueno, y no necesariamente por las ausencias. Habrá que ver si el Plaza sigue siendo una alternativa válida para este tipo de conciertos, o rezar para que caiga del cielo alguna sala para por lo menos 2.000 personas en la que se pueda ver un show con normalidad.