Un eficaz torneo de mujeres

La veteranía es el mejor aliado del sentido común y un formidable auxilio del conocimiento. En este caso, esa ventaja es aprovechada por Gloria Levy, directora debutante que dispone sin embargo del ancho respaldo de varias décadas como crítica, organizadora de festivales, dirigente de su gremio, docente y actriz en el campo del teatro. Pero ni siquiera ese arsenal garantizaría un buen aterrizaje en la puesta en escena si no apareciera flanqueado por la puntería de elegir un texto viable y rodearse de un equipo de colaboradores sin mella. Lo que Dino Armas reabre aquí es el claustro familiar de clase media, ese frecuente terreno de maniobras de una dramaturgia criolla en cuyo aire se cruzan dos perfumes igualmente rancios: los secretos del pasado y los sinsabores del presente. Una madre sobrelleva la carga de su hija, que ha quedado bloqueada por el impacto de algún trauma, y recibe la visita de una hermana que viene a despedirse antes de viajar a Nueva York.

El encuentro permite a ambas mujeres destapar algunos rencores pero sobre todo va llevándolas a hurgar en el recuerdo, ese otro viaje donde comparecen un padre que solía estar ausente, alguna intimidad antigua pero bien oculta y más que nada una madre dominante. El autor por cierto no descubre la pólvora sino que aplica su oficio a pintar un cuadro convencional: lo hace con una habilidad que le permite avanzar desde las pinceladas naturalistas del comienzo —donde la dueña de casa enarbola toda su locuacidad— hasta los tramos finales que son una tenue metáfora sobre este país ensimismado, disperso y emigrante.

Su otra capacidad es la de mechar vuelcos de humor en un marco casi siempre ácido, una receta que sólo rinde debidamente cuando la maneja un escritor experimentado e intuitivo. La fórmula de Armas se parece a las que durante años ha utilizado con famosa destreza Jacobo Langsner, pero en el caso mantiene la doble cualidad de colorear una estampa burguesa y de quitar peso —y solemnidad— a un planteo cuyas penumbras agradecen esa ventilación. Con ojo certero, el autor abre además por el camino dos o tres ventanas subjetivas en que el tiempo se detiene para permitir a la muchacha muda e inmóvil recuperar la lozanía del pasado y evocar lo que ha sido la raíz de su problema: el truco funciona como una bisagra y la directora sabe aceitarla con una labor muy juiciosa, que se adapta al tono menor de la pieza renunciando a todo alarde, para concentrar su batería en una modulación de climas, en el pulso para que los ritmos no desmayen y en la conducción de un elenco que rinde muy bien.

El trabajo de Susana Castro tiene una franqueza, una energía y por momentos una gracia rotunda que permiten a la actriz valorizar esa figura de doble faz, dolorida y a veces regocijante: una Catita que lamenta sus desventuras y tiene ocurrencias verbales que Castro siempre aprovecha sabrosamente. En un papel de menor destello, el de la hermana que le da la réplica y cuya compostura surge como una contrafigura de esa anfitriona, Mary Da Cuña sabe atenerse a una urbanidad impecablemente calculada para hacer frente a las arremetidas de su interlocutora. La joven Soledad Gilmet, que repite en la ficción un vínculo real (como hija de su propia madre) reafirma una sensibilidad que ya goza de reconocimiento montevideano y agrega a la riqueza expresiva de su máscara una ocasional intensidad que le permite resolver un par de pezzi di bravura dignos de sus anteceedentes. Esos rendimientos acreditan la laboriosa faena de la directora, a quien las luces de Carlos Torres y la sutil ambientación y el vestuario de Nelson Mancebo —un aporte tonal, con toda la discreción que convenía al caso— ayudan a redondear el espectáculo.