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La Cumparsita reunió lo popular y lo refinado

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El Delirio

Estuve ahí: El delirio

El megaespectáculo musical que el sábado reunió 18 mil espectadores es un hito de la producción nacional

Cuando Rubén Rada, al principio de El delirio, dijo ‘buenas noches’ y agradeció a los músicos, se pudo temer que el megaespectáculo que el sábado último tuvo lugar en el Centenario, se alejara de su propósito ficcional para tomar forma de recital. Pero no fue así: esas palabras, de las pocas que fueron dichas por los artistas implicados, se incorporaron perfectamente al juego que Andrés Varela propuso en esta doble aventura, estética y de producción.

Porque básicamente este megamontaje es un musical, que alterna y superpone muy buenos músicos, cantantes, bailarines y acróbatas. Pero a diferencia del musical tradicional, aquí hay un fuerte apoyo del cine mudo y de las imágenes y fotografías y tomas de época, que ayudan mucho a desarrollar el argumento. Y esa trama, además, fue construida con habilidad, tomando episodios jugosos de la vida de Gerardo Matos Rodríguez, para convertirlos en un genial ensamble de estética refinada y gusto popular.

Otro de los miedos que podría tener un espectador de antemano eran los tiempos muertos entre número y número. Y otro acierto de este espectáculo para 18 mil personas fue el ritmo sostenido que se consiguió, algo que es clave en todo show, y más en un musical. Y que había sido uno de los puntos débiles del Homenaje a Zitarrosa, que el año pasado se hizo en el Centenario, recital que de algún modo es un antecedente de El delirio. La producción de espectáculo nacionales, sin duda, tiene que seguir avanzando en la dirección de lo que se vio el sábado. Aunque el Centenario, pese a su carácter simbólico, no sea el sitio más cómodo para ver un show. De hecho, Rada estaba actuando y el vendedor de torta fritas seguía pregonando su producto, cosa que no deja de tener un costado pintoresco.

En esa continuidad que se logró dar al hermoso show, los intermedios de cine mudo ayudaron no solo a contar la historia, sino a ganar tiempo para los cambios de escena. Y los intertítulos, muy bien escritos, lograron también que la historia fuera contada con sencillez y claridad. Roberto Suárez, haciendo de Matos Rodríguez en la película, contribuyó con solvencia actoral, su gestualidad facial, y con el toque de ingenuidad que supo darle al personaje. También el trabajo visual que aportó Verónica Loza, de Bajofondo, fue magnífico: una verdadera relectura del tema.

Al principio, antes de empezar el espectáculo, como suele ocurrir, la escenografía y el adornado proscenio se veían planos. La luz del estadio los hacía aparecer como poco atrapantes. Pero con la iluminación del espectáculo, el simple y eficaz decorado cobró el efecto deseado, enmarcando perfectamente todo el repertorio visual. Que comenzó simple, y fue creciendo, hasta lograr una gran estética, sostenida a lo largo de la función.

En ella se conjugó con una estética firme, solistas y grupos artísticos muy diversos. Desde los muy divertidos cabezudos, hasta una magnífica coreografía de una carrera de caballos. Desde las sofisticadas evoluciones de los bailarines del Ballet Nacional Sodre, hasta los tambores de Cuareim 1080, muy bien presentados desde una forma artística elaborada, con gran personalidad.

Seguramente desde el Anillo Tres se perdieron muchos detalles, que es uno de los riesgos de estos megashows. Principalmente en lo que tiene que ver con las coreografías. También en los vestuarios hubo mucho para ver desde cerca. Y las dos pantallas laterales, si bien cumplen su rol, funcionaron como un zoom a lo escénico, sin aportar más que en esos aspectos funcionales.

El delirio contempló todos los gustos, y los amalgamó en un argumento y en una estética. Y supo captar bien el deseo de un público amplio y variado. Empezando por el vértigo de desplazar a tres acróbatas (con vestuarios de época y de fantasía) desde la Torre de los Homenajes hasta la escena, en una pirueta digna de las grandes empresas internacionales del espectáculo. Y junto a ella, las voces de cantantes de tango que supieron darle un sabor arrabalero, como Tabaré Leyton y Ricardo Olivera. Las vocalistas femeninas se desempeñaron también con talento, abarcando un repertorio variado en climas.

Hubo momentos inolvidables, y que iluminaron el ambiente artístico de Montevideo, y de París, en los años de entreguerras. Fue fantástica la representación del nacimiento de La Cumparsita, con el joven Matos Rodríguez en cama, afiebrado. Y genial la evocación de la Troupe Ateniense, con un actor que está siendo maquillado para representar un mono. Y muy graciosa la representación de los atletas en los Juegos Olímpicos de 1924. Y el barco, que surgió por detrás de los espectadores. Por momentos el público tenía que optar si atender a la pantalla (muy bien ubicada al fondo del decorado), o a los bailarines.

El delirio probó que la logística puede ir a más en este país en materia de espectáculos. Y lo hizo a través de un show genuino, que conjugó lo tradicional con lo actual, y lo popular con lo sofisticado. Que no quede en una experiencia aislada. Público hay.

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