Tienen más de 60 años y se animaron a bailar en público con un solo objetivo: ganarle al tiempo y a la soledad

Un grupo de personas mayores trabajó durante dos meses con el coreógrafo argentino Damián Malvacio para crear Yo bailo, una obra que se puede ver este viernes y domingo con entrada libre.

Compartir esta noticia
Yo bailo.jpg
Obra Yo bailo.
Foto: José Luis Vasconcellos.

Nos prometimos bailar más. Terminaba el 2023 e intentábamos explicarnos por qué había sido tan mala la última temporada, por qué se había sentido tan opresiva, tan asfixiante. Qué habíamos hecho mal. No sé a qué conclusiones llegamos, pero en algún momento descubrimos que habíamos bailado poco, demasiado poco, y entendimos que ahí podía caber una parte de nuestros problemas. Bailarno soluciona las cosas, no cambia la suerte, no evita lo inevitable. Pero bailar alivia.

Cuando uno baila, cuando suelta el cuerpo y se lo entrega a la música, al espacio, a veces al silencio, sucede algo lento, como si de pronto el mundo se volviera suave y el tiempo fuera, apenas, un manto liviano que da vueltas en el aire y no nos pesa, no nos toca, no puede tocarnos. Bailar no frena el reloj, no paga las cuentas, no devuelve lo perdido. No previene la tormenta, no detiene las guerras, no cura el hambre. Pero a veces bailar salva.

***

Al final, cuando las luces se enciendan, cuando todo haya terminado, quedará flotando en la sala del Centro Cultural Florencio Sánchez en el Cerro de Montevideo una idea: todo el dolor del mundo podría terminarse si, de vez en cuando, bailáramos como hoy lo hicieron ellos.

Es martes 18 de febrero y acaba de terminar la primera función de la obra Yo bailo, una pieza de danza del coreógrafo argentino Damián Malvacio. Las personas que están arriba del escenario tienen más de 60 años. Son hombres y mujeres comunes que fueron seleccionados por el equipo de la obra para crear, juntos, esta pieza, lo nuevo del festival Temporada Alta de Girona.

Es un espectáculo en el que el baile está al servicio de contar sus historias. Entonces, mientras mueven el cuerpo vestidos con ropas de colores bajo unas luces que solo los alumbran a ellos, detrás, en una pantalla, se leen cosas como estas: “Perdí dos hijos”; “Ayer tuve sexo”; “Le bailo a las plantas”; “Lo peor de todo es la noche, por eso bailo de noche”. No hace falta ponerle un nombre, identificar a las palabras con un cuerpo. No hace falta porque, aunque no lo digan, aunque no lo bailen, están diciendo, todos, las mismas cosas: el tiempo pasa, por eso bailamos.

Al final, cuando las luces se enciendan, cuando todo haya terminado, nosotras, que somos amigas desde hace nueve años, nos miraremos y no diremos nada. No hará falta decir nada.

***

Yo bailo.jpg
Obra Yo bailo
Foto: José Luis Vasconcellos

Lo primero fue la edad. La tarde antes del estreno, Malvacio nos dice en un audio que Yo bailo empezó en pandemia, con el impulso de una amiga suya, como una forma de visibilizar a los que más sufrieron la soledad del covid: las personas grandes —los adultos mayores, los viejos—. Después vino el cuerpo: ¿cómo llega el cuerpo a esa vejez?, ¿cómo es el cuerpo de la vejez?, ¿cómo transita el cuerpo el tiempo?

Sobre este asunto, las preguntas podrían ser constantes: ¿qué es el cuerpo?, ¿qué dice el cuerpo?, ¿para qué sirve el cuerpo en este mundo obsesionado con la apariencia? Mientras las dudas se abren como puertas en un muro infinito, en el escenario del Florencio Sánchez la aparición de estos hombres y mujeres se convierte en un gesto de una potencia inédita, que no necesita nada más que eso: estar presente, hacerse notar, existir.

Cuando empieza la función hay un silencio pleno que solo cruzan decenas de respiraciones. Una mujer que es presentada como Cielo entra en escena y se sienta en una silla. Apenas cubierta por un vestido que es del color de su piel, mira al público con el rostro impávido. Se observa una mano, luego la otra, empieza a moverlas como si acabara de descubrirlas mientras una pista de audio -una voz de mujer que es gemido, pero también lamento- empieza a llenar el espacio. Los ojos de Cielo recorren sus brazos, las arrugas, los pliegues minúsculos, la flacidez, el paso del tiempo, sobre todo la vida (toda esa vida desconocida, todas las historias que carga la carne). Entonces, estos otros dos cuerpos que la contemplan —que pasaron las últimas 10 horas sentados en unas sillas de oficina, rígidos, uno al lado del otro, sin haber pensado nunca con tanta claridad en cómo transita el cuerpo el tiempo— no pueden más que enternecerse.

***

Hay muchas cosas que se pueden hacer de a dos: caminar, dormir, jugar, cocinar, viajar, cantar, remar, andar en bicicleta, subir una montaña. También bailar.

Lo que sigue es una sucesión de cuadros. Una coreografía sencilla y delicada en la que bailan al ritmo de una balada de Sandro —“La noche se perdió en tu pelo, la luna se aferró a tu piel”— como si todos esos cuerpos, tan distintos, fuesen uno. Varios solos, como el de la mujer que, mientras se mueve como si nadie mirara, cuenta una historia, quizás la suya. El bolero de Ravel que dirige un hombre llamado Uruguay en el que los 23 se mueven idénticos, a veces alguien se pierde, alguien va para el otro lado, y sin embargo no importa. Y los dúos. Porque en algún momento se encontrarán de a dos en medio del escenario, se mirarán de frente, se sostendrán la mirada y bailarán. No harán los mismos movimientos, no bailarán como si fuesen un espejo del otro, sino como quien sabe que pase lo que pase, nunca estará solo.

Es ahí, cuando dos mujeres se mueven como si estuvieran por fuera del tiempo y del espacio, como si supieran algo que nadie más sabe, que pienso en que hay algo en esa danza de a dos que se parece a eso que haremos nosotras mañana, cuando nos sentemos, una al lado de la otra, a escribir este texto.

Aunque la escritura tiene que ver con la soledad nosotras hemos inventado un sistema, una especie de juego, para que sea el lugar en el que nos encontramos.

Parece una contradicción, pero elegimos escribir de a dos como si fuera una promesa: mientras lo hagamos, mientras lo sigamos haciendo, nunca estaremos lejos.

***

Obra Yo bailo.jpg
Obra Yo bailo
Foto: José Luis Vasconcellos

Nos prometimos bailar. Terminaba el 2023 y pensábamos que ahí, en el baile, podía haber alguna alternativa de rescate, una bocanada de oxígeno.

Esa idea me ronda ahora que vemos este espectáculo, que se repite hoy en la Sala Lazaroff y el domingo en el Centro Cultural Artesano, y que es el fin (o el comienzo) de un proceso creativo que llevó dos meses, muchas horas, muchos miedos, mucha confianza. Esto que vemos, esta sucesión de coreografías que llevan dentro lo sencillo, también es un mecanismo de rescate. Pero hay algo más.

Estas personas que tienen más de 60 años (algunas más de 80), que no son bailarinas y bailarines pero que bailan, sonríen, se concentran, se tragan los nervios, se sacuden, se divierten, están bailando porque se están viendo. Porque son madres, hijas, maestras, abuelos, viudas, vecinas, jubilados, amigas, amigos, viejas, solas, también viejos, también solos, pero atrás de cualquier etiqueta y cualquier rótulo son cuerpos a los que han convencido de que ya no les queda tiempo pero que tienen, todavía, el tiempo del mundo para seguir estando vivos.

Nosotras, al final, no bailamos tanto. Inventamos un juego —el de la escritura compartida— que se fue convirtiendo en una pista de baile, un lugar donde reconocernos, donde encontrarnos, donde no estar solas, donde atrapar algo del tiempo que se escapa, que se va, que todo el tiempo se está yendo.

Yo bailo también es inventar un juego. Es recuperar la ternura, volver a verse, saber que, ante la soledad, siempre habrá un mecanismo de salvación.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar