Después de los "peccadilloes" de mi columna pasada, esa palabra en dramático desuso vuelve casualmente al título de ésta de hoy a propósito de un estreno teatral en el que tengo algo que ver. Entre dirigir Cenizas con Medina y Levón (enero) y empezar los ensayos de La prueba (marzo) me hice un tiempito para traducir para la Alianza y para Jorge Denevi, una obra norteamericana de hace pocos años que se estrena en estos días bajo el título, algo extraño pero fiel al original, de No el pecador (Not the Sinner) de John Logan. Entre las razones para aceptar no fue la menor mi afección por el género policial. Al fin de cuentas, Volaverunt trataba de la muerte misteriosa de la duquesa de Alba, A todo trapo de la muerte todavía inexplicable de Villanueva Saravia, El guante de la enigmática desaparición de Nicanor Blanes. La diferencia con No el pecador es que ésta trata de un crimen cuyos culpables fueron descubiertos desde el primer momento, confesaron su culpa y dieron lugar a muchísima literatura y más de una obra de teatro y una película.
En 1924, dos jovencitos judíos de clase alta, particularmente dotados intelectualmente, leyeron demasiado a Nietzsche y se ungieron a sí mismos como superhombres. La manera que encontraron de probar tal fantasía fue cometer fría e innecesariamente un asesinato y la víctima fue un compañero de colegio algo menor, pero vecino de uno de ellos y un poco "vulgar". Lo secuestraron, lo mataron, dispusieron del cadáver. Los superhombres en teoría demostraron ser en realidad dos chambones y a las pocas horas estaban presos, con el horror de sus familias, la ciudad de Chicago y toda la nación. Por la arrogancia con que confesaron y con que actuaron en el juicio subsiguiente, puede pensarse que la chambonada era indiferencia, desafío, una prueba más de su megalomanía. Se llamaban, famosamente para la historia del crimen, Nathan Leopold y Richard Loeb, y tuvieron como abogado defensor nada menos que a Clarence Darrow, que ya era famoso él mismo y que lo fue aún más al año siguiente defendiendo en Tennessee al profesor de Secundaria que había osado enseñar la teoría de la evolución de Darwin a sus alumnos, tema del film de Kramer Heredarás el viento, y casi al mismo tiempo a una familia negra enfrentada a un amago de linchamiento por parte de blancos que querían expulsarlos del barrio. Por un lado, Darrow consiguió la absolución del profesor de biología y de la familia negra, pero en el caso de Leopold y Loeb no pudo sino limitarse a salvarlos de la silla eléctrica. En su brillante alegato, que la obra de Logan recoge, desliza en un momento esta frase: "se dice el pecado, pero no el pecador". De ahí el enigmático título, que yo y por lo visto Denevi, decidimos preservar. Loeb murió asesinado en la cárcel un año después, Leopold salió libre en los años cincuenta, se fue a vivir a Puerto Rico y se dedicó a su pasión: la ornitología.
También en los 50 se hizo la película Compulsión de un hábil director de thrillers, Richard Fleischer, con un reparto que lanzó a dos talentosos actores jóvenes (Dean Stockwell y Bradford Dillman) y a Orson Welles como actor de carácter en el papel de Darrow, una actuación memorable. Unos años antes, Patrick Hamilton tuvo algo que ver con el tema. Ese dramaturgo inglés no menos hábil, había paseado por el mundo entero su Luz de gas (Gaslight, en cine La luz que agoniza) con el dudoso honor de inaugurar el doblaje en español de la Metro, una novedad que los heroicos montevideanos repudiamos con éxito. El propio Hamilton se inspiró en el crimen de Leopold y Loeb para una obrita llamada La soga, con cadáver en escena. Y nada menos que Hitchcock se propuso filmarla con el caprichoso y muy publicitado truco de reducir cientos de tomas a unas pocas secuencias sin cortes, lo cual no hizo más que enfatizar la teatralidad primaria del material de Hamilton. No hace todavía dos años, La soga tuvo una versión local defendida denodada e inmerecidamente por varios talentos juveniles. Y ya están de vuelta, en la Alianza, los auténticos Leopold y Loeb en la versión semidocumental de John Logan, con un suave toque romántico. Porque en la realidad no fueron solamente una pareja de criminales. Fueron, como se usa decir, una pareja.