MIGUEL CARBAJAL
Cuando Joaquín Torres García falleció en 1949, abrió el candado para que empiece a propagarse la primera leyenda de la pintura uruguaya. Ha dejado atrás una obra que con el paso de los años se ubicará en la primera línea de la plática del Siglo XX junto a celebridades como Picasso y Mondrian, y el principio de un adiestramiento visual que formalizará la primera escuela estética del país ni bien el planísimo no resista la sobrevida de 10 años. Famoso, mistificado por sus alumnos, aplaudido por la intelectualidad deberá esperar diez años, sin embargo, para que la cosecha empiece a brindar dividendos dignos de su altura.
Es un maestro, y como tal se lo visualiza, pero hay más respeto en la mirada que enamoramiento; hasta que se producen, paradójicamente, las inundaciones del 59 y el país entero se organiza para apoyar a los damnificados. Kurt Speyer tiene una idea que parece ser rutinaria pero que termina transformando la percepción del país. Lo que se le ocurre a Speyer -desde ese momento el marchand de moda- es hacer una subasta en torno a la obra de los discípulos directos de Torres. No es la primera vez que esto ocurre pero lo que sorprende es el grado de entusiasmo que despiertan algunos de los exhibidores. El que se destaca, sobre todos, es Manuel Pailós, hasta ese momento un hombre de bajo perfil que ya había recibido encendidos elogios de la prensa extranjera. Uno de los primeros en advertir su impar calidad fue José Bergamín, dueño de una pupila privilegiada. Pailós batió récords en esa subasta e inició una excepcional carrera como solista. Speyer detectó muy rápido el asombro que provocaron sus cuadros y puso la galería a su disposición. En poco tiempo Pailós se transformó en una estrella del firmamento plástico y en un boom de venta a la altura de Damiani o de los desasosiegos que originaba Ángel Tejera en Punta del Este, junto con Solari, el cuarteto más cotizado de su cartera. Damiani ya era un artista rutilante.
Lo que Pailós obtuvo fue una obra cautivante de forma y de una libertad cromática que de inmediato conquistó corazones. No fue un trabajo difícil el suyo, fue más que nada un deslumbramiento que duró hasta su muerte. Y que se repite cada tanto. Los alumnos del Taller se convirtieron a su vez en maestros, algunos de alcance internacional como les sucedió a Gurvich y a Fonseca. Pero lo que apuntaló esas carreras fue el prestigio antes que nada, o el hallazgo de una temática de enorme alcance popular como le pasó a Storm.
Fuera del Taller, José Cuneo alcanzó furores mayores. Con sus lunas y sus cielos les descubrió a sus compatriotas un nuevo sentido de nocturnidad. Ningún otro artista del siglo pasado repitió esa hazaña. Hay que volver al Taller para que se repitan idilios tan restallantes. Dentro del constructivismo, pero con colores más sueltos, Walter Deliotti es otro pintor de notable alcance. Se mueve dentro de las coordenadas del Taller; como Pailós se anima a colores más atrevidos y obtiene lecturas sugestivas.