Los cables pelados

Miguel Carbajal

Dirk Bogarde junto con un distanciamiento casi extremo, incorpora la elegancia en la mecánica de interpretación. Pero lo que se viene, Brando mediante, son los manierismos. Alan Ladd lo había limitado a la forma como capitalizaba su cabellera rubia. Charles Boyer causaba estragos en Francia con el resplandor de sus párpados pero ya era mayor y demasiado pesado cuando lo trasladan a Hollywood. Rossano Brazzi tiene la suerte de volverse un latin-lover maduro en Venecia. Arrancado de Europa hubiera lucido como una caricatura: en Italia se eternizó. Un mito igual de cuestionable fue Burt Reynols, a quién ni siquiera el cariño de Tarantino ha podido sacar el ostracismo. Funcionaba como objeto sexual coronado por la revista Cosmoppolitan pese a su peluca y su biaba de pan-cake.

También estaban los hallazgos, personales o de libreto. A George Raft le bastó una moneda lanzada al aire mientras observaba el vuelo con una mirada emponzoñada. Jack Nicholson se colocó un esparadrapo en la nariz y acentuó su obscenidad en Chinatown. Una órbita ocular iridiscente y un bombín negro subrayó el lado canalla de Malcolm McDowell en La naranja mecánica. La cabeza rapada volvió exótico a Yul Brynner. A todo eso hay que agregarle un reflector propio. Fue de los primeros en solucionar la calvicie y despreocuparse de los apliques. El pelo rapado era una herencia prusiana que acompañada con monóculo, smoking o uniforme de gala volvía lujoso a Eric von Stroheim. Era un artilugio de los actores de carácter o una tipificación de los SS acompañados de sobretodos de cuero negro y lentes sin aro en las películas de ambientación nazi. Pero Brynner le agrega glamour. Entre que procede de Rusia, luce rasgos caucásicos y viste como un siamés de opereta, estampa la vigencia del pintoresquismo. El pelo pasa a ser un accidente excepto cuando se tiene la genética nórdica de William Hurt. Desde el reinado de Redford a la juventud de Ryan O’Neal en Love Story sucedía con los hombres lo que Anita Loos había pronosticado para las mujeres.

Paul Newman calzaba dentro de esos parámetros pero tritura los prejuicios cuando hace pareja con Joanne Woodward en Una larga noche de verano que reproduce en el cine el tipo de temperatura erótica cercana a la obsesión que Faulkner había implantado en la literatura. Curiosamente, Woody Allen que se especializa en la Manhattan judía, elige un arquetipo wasp para entontecer los sentidos de Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo. Cuando Jeff Daniels se escapa de la pantalla y se materializa Hollywood recobra la estética de los años de oro. Visconti había alcanzado esa media aúrea con Helmut Berger pero en el nivel decadente del que se vanagloriaba.

Steve McQueen no es un rubio casual, pero tampoco es la imagen del vecino de al lado que prefería el público norteamericano durante la Segunda Guerra e inmediatamente después. Si el prototipo nacional era Shirley Temple cualquier actor con algo de lobo quedaba descartado. Dana Andrews era demasiado mayor para ser su pareja aunque daba justo en el tipo. Simpático, ojos claros, demasiado bohemio para ser el chico de la cuadra y con un fondo de malicia que rápidamente hacía pasar a un segundo plano su disfraz de candor, McQueen hubiera sido considerado una mala influencia.

No era un ingenuo sino alguien muy cerca de la perversión. Un jean desflecado y poco más le permitieron transformarse en el último mito del siglo pasado. Antes tuvo que mostrar un estado latente, casi orillero por lo explosivo, de violencia, para que las ráfagas de Bullit lo impusieran como ejemplo del cine de acción. No es su bondad lo que lo distingue sino su capacidad para el mal.

La violencia es más explícita y la gestualidad más agresiva pero la propuesta de Lee Marvin en A quemarropa es similar. No es un muchachón moviéndose en el borde de las reglas, es un hombre mayor infrigiéndolas de lleno. Cuando se le agrega humor y un tinte más exasperado, la violencia alcanza la estatura de un culto que mostró en Los doce del patíbulo.

Arnold Schwarzenegger porta el estandarte de los anabólicos en su carrera de titán europeo trasladado al nuevo continente. Se mueve con tanta torpeza y habla con un tono tan macarrónico que alcanza cierta gracia, pero hasta que no lo sofistican tecnológicamente y le prestan un medio cráneo de plástico que trasparenta un interior de cables y de luces, está al borde de sucumbir a los excesos de musculación. El ojo que se mueve como una especie de periscopio es el complemento ideal para redondear el itinerario triunfal de Terminator que tiene una gobernación en California como el último capítulo de la serie.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar