Ver para creer. Después de subir al tope de la cotización estelar en papeles algodonosos como princesita de Hollywood, la actriz Meg Ryan baja al arroyo. El papel de profesora de inglés que vive cerca de tugurios de Nueva York, se interesa en la poesía de los maestros y estudia las nuevas formas del slang, le sirve para ingresar a un territorio insólito: el de la franqueza visual y verbal de una mujer derrotada, que al margen de su vertiente intelectual practica el sexo con entera soltura, se muestra desnuda ante la cámara, exhibe una inclinación de voyeuse y practica con sus ocasionales amantes más atrevimientos de alcoba de los que puede permitirse una heroína. El espectador se sorprenderá del resultado y si es viejo puede pensar que algo así sólo habría ocurrido si hace cincuenta años Doris Day hubiera aceptado un papel de callejera descarada.
Alrededor de Meg Ryan ocurren otras cosas. A pocos pasos de su casa matan a una muchacha y despedazan el cuerpo. Después habrá otro crimen, mientras ella traba relación con el detective Mark Ruffalo que investiga el caso y mantiene un vínculo muy afectuoso con su hermanastra Jennifer Jason Leigh, esa colega de famoso amaneramiento que en este caso tiene poca oportunidad de imponer su personalidad. No será fácil descubrir al culpable, tarea que entretiene al equipo de filmación durante dos horas de expedición por antros de promiscuidad demasiado grasientos para el gusto del sector más pulcro de la platea. A la cabeza de ese equipo figura la directora neocelandesa Jane Campion, una mujer de notoriedad internacional que trepó a la fama con el lirismo oceánico de La lección de piano y mantuvo esa aureola con los refinamientos victorianos de Retrato de una dama. Aquí se aleja tanto como Ryan de aquellos resplandores, hurgando en los peores rincones de Manhattan.
El trabajo de Campion puede resultar un poco rebuscado de encuadre, de morbo y de dibujo de psicologías, incurriendo en una sobredosis de erotismo reprimido y luego liberado que no ayuda a despejar el perfil de la protagonista ni el de los probables criminales. Todo resulta un ejercicio de complacencia con impulsos que quizá no sean los del personaje sino los de las libretistas (Campion y la novelista Susanna Moore) en este film de mujeres donde hasta Nicole Kidman figura como co-productora. Es probable que el espectador debidamente entrenado en historias de suspenso con reguero de cadáveres y ríos de sangre contemple el resultado como bastante similar a otras decenas de productos del cine industrial que negocian con cadáveres mutilados y damas jóvenes atemorizadas. También es probable que olvide el asunto un cuarto de hora después de salir del cine.
Meg Ryan está realmente bien en su papel, pero parece igualmente desenvuelto el propio Ruffalo como policía vulgar y seductor. Hasta Kevin Bacon tiene sus aciertos en un papel episódico de amante despechado que persigue a Ryan, pasea a su perro y revela sus sesgos patológico con un ribete de humor. Nadie se aburrirá durante ese relato, quizá porque las defunciones alborotan el proceso o tal vez porque la primera actriz se subleva contra su carameloso pasado profesional y asume este desafío con sinceridad y con bravura. Has recorrido un largo camino, muchacha.
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CRITICA | JORGE ABBONDANZA
EN CARNE VIVA
In the Cut
Directora. Jane Campion.
Libreto. Jane Campion, Susanna Moore
sobre novela de esta última.
Fotografía. Dion Beebe.
Montaje. Alexandre de Franceschi.
Música. Hilmar Örn Hilmarsson.
Elenco. Meg Ryan, Mark Ruffalo, Jennifer
Jason Leigh, Nick Damici.
Estados Unidos 2004