La poesía y la música nacieron juntas, hermanadas en un solo movimiento del espíritu que intentaba la magia, el encantamiento. Por ello cantar y encantar tienen la misma raíz latina "carmen" que era, en un principio, precisamente eso: fórmula mágica, encantatoria. Sostenida por la entonación justa, la palabra era poderosa fuerza creadora. Champollión, en los jeroglíficos egipcios investigó ese concepto de "crear por la palabra" que, en un largo itinerario, Grecia incluida, llega al evangelista Juan cuando dice "En el principio era el Verbo".
Esos orígenes mágicos y supersticiosos conducen a la religión. El mundo trascendente de la fe, cualquiera sea, oriental u occidental, ha desarrollado una música donde el texto, fusionado íntimamente con el sonido, se revela oración, rito, escala hacia lo absoluto.
En el dominio cristiana basta citar el Gregoriano, heredero directo del canto sinagogal, para comprender esta fusión de texto y sonido. La importancia del canto no puede silenciar la importancia de la palabra. De allí que la correspondencia de los acentos prosódicos con los musicales sea la norma que facilita la comprensión de lo entonado.
Cuando llega la polifonía y la multiplicidad de las voces complica la comprensión de la palabra, en cierto sentido el hecho estético desequilibra la unidad primera que fusionaba lenguaje y música. Se reacciona contra ello y la restauración de la monodia primera tiene este sentido vitalizador de la oración.
Pero la marcha de la palabra y la música tiene muchos senderos. El intento de recuperar la tragedia griega, otra expresión donde sonidos y sílabas se confundían, conduce a la "ópera in música", una pieza literaria cantada que finalmente se trunca en su primera palabra y nace la ópera.
La poesía no se detiene en su memoria de lo musical. Antes que Verlaine proclamara "la música antes que nada", el romanticismo había impulsado el formidable corpus del "lied". Siglos después que los trovadores celebraran otras bodas de la poesìa y la melodía, los Beethoven, Schubert, Schuman, Brahms, Wolf, siembran de felices esponsales que visten a Heine, Rückert o Goethe de una proyección auditiva enriquecedora. La lengua francesa lo cumple con Duparc, Debussy y Fauré de tal modo que Baudelaire, Verlaine, Maeterlinck ingresan a la vida paralela del canto.
El rápido recorrido, parcial y por lo tanto incompleto no responde a la misteriosa naturaleza de la fusión entre música y poesía, entre el sonido sin significación atada a lo real y la palabra que, desde Adán, ha sido arte para designar, para nombrar. Es misterioso que una melodía repetida siempre la misma, para cada estrofa del poema, se acomode al cambio que cada estrofa proporciona. Una alquimia de difícil definición consustancia las dos variables, la de la palabra y la de la música.
En el orden popular a veces la música ha sido capaz borrar la palabra como significado pero conservándola como fonema: el tarareo de Louis Armstrong, el genial "scat" es precisamente eso, la sílaba liberada de la servidumbre del vocablo pero intacta como música de otro orden.
Por eso es digno de encomio el talento del que compone canciones que logran esa extraña concertación profunda del lenguaje gramatical y el lenguaje musical. En el orden popular es muy clara la superioridad de Rada en este sentido. El talento de juglar feliz ha acertado siempre en ese empeño, corrigiendo la tendencia general que hace de la canción popular uruguaya, muchas veces un recitado del texto con música de fondo divorciada.
La poesía española, por la ausencia de un movimiento romántico que desarrollara la canción como sucedió en otras naciones de Europa, debió esperar a los cantautores que como Paco Ibáñez o Joan Manuel Serrat dieran a Manrique, Quevedo o Machado, el vestido melódico omitido.
El Tango se concertó con Silva Valdés y hasta el Viejo Pancho pudo, en la voz de Gardel, encontrar su camino musical. Pero queda todavía mucha poesía y muchos poetas que aguardan el milagro del encuentro que restaure la unidad original.