JORGE ABBONDANZA
El espectador capaz de saborear la composición que hace Meryl Streep en Julie & Julia, encarnando a una famosa cocinera norteamericana de los años 50, también es capaz de apreciar las piruetas histriónicas con que la actriz retrata a esa mujer bastante tonta, mucho más alta que ella y un poco torpe en su programa de televisión, donde solían caérsele las cosas de las manos. Esa gastrónoma estaba además dotada de una voz destemplada que subía y bajaba a lo largo de cada frase, como suele ocurrir con la pronunciación y el tono de las inglesas muy sofisticadas.
Hace un buen rato que Meryl Streep ha acostumbrado a sus admiradores a enfrentarse con su compleja elaboración de algunos personajes, en cuyas dificultades se complace para convencer al público de que ella es la mujer de las mil caras (y las mil voces).
Para que su labor en Julie & Julia pueda inscribirse en el debido contexto, conviene recordar el extraño acento que adoptaba hace 21 años para componer a la madre acusada de asesinato en Un grito en la oscuridad, que ya era una pequeña proeza, o en estos últimos tiempos cómo se convertía en el espectro de una mujer ejecutada en la silla eléctrica, que volvía para atormentar a Al Pacino en Ángeles en América, sin olvidar a la mujer envejecida, de paso mecánico y lento para subir una escalera, que visitaba a Vanessa Redgrave en Pasión al atardecer, y mantenía con ella una escena imborrable donde ambas recostaban su cabeza en la almohada para recordar el pasado.
Claro que esos alardes ya eran el campo de maniobras de Bette Davis, cuando en 1939 se convertía en la anciana protagonista de La solterona para contemplar cómo crecía su hija sin confesarle que ella era su verdadera madre, y ese mismo año volvía a desdoblarse en Isabel I de Inglaterra para lograr la estampa de una monarca casi pelada, autoritaria y bastante más vieja que la actriz en Mi reino por un amor.
Mucho después, otras actrices de similar estirpe son capaces de hazañas parecidas, como la de Glenn Close en el papel de la canallesca dueña de prostíbulo de El secreto de Mary Reilly, que en una escena avanza a través de la casa de un hombre rico y echa alguna ojeada relampagueante a la opulencia que la rodea, sin sospechar que el doctor Jekyll y mister Hyde se ocultan detrás de esas paredes.
Cuando Shirley MacLaine caricaturizaba levemente a la profesora de piano en Madame Sousatzka, caminando encorvada y con las piernas un poco rígidas como los reumáticos, estaba incorporándose a la lista de esas actrices características, con tendencia a componer personajes barrocos, dentro de los cuales se transforman de muchas maneras, como si ese esfuerzo -y la maestría de cada una para superar las dificultades- formara parte del placer de la actuación. Ahora, en Julie & Julia, la formidable Meryl Streep demuestra que ese linaje no ha muerto.