Despabilando la siesta pueblerina

JORGE ABBONDANZA

Hace diez días, el estreno de Las presidentas fue un pequeño acontecimiento teatral, porque ofreció un ejemplo de atrevimiento bastante inusual en el medio montevideano. No sólo la pieza del austríaco Werner Schwab habla sin eufemismo alguno de inodoros y materia fecal, sino que esas referencias están colocadas allí para reflejar otros feos olores que la realidad despide en el plano social, político, sentimental y hasta religioso. Lo mejor de esa propuesta es que Schwab la entrega a través de la risa, eligiendo a tres grotescas figuras femeninas como portavoces de su acidez para mirar el mundo.

Aunque divierte de buena gana al público, la fiesta es un poco infernal. Pero gracias a la directora Marianella Morena y a su trío de intérpretes (Estela Medina, Gloria Demassi, Levón) se convierte en una de esas brillantes alegorías escénicas que eran más frecuentes en el teatro montevideano de los años 60 y comienzos de los 70, cuando el descalabro de las instituciones y de la vida cultural de este país tuvo un último destello a nivel artístico. En más de un sentido, Las presidentas permite a sus espectadores veteranos evocar lo que en aquella época hacía el Teatro Uno de Luis Cerminara y Alberto Restuccia, jugando libremente entre Jean Genet , Milton Schinca o incluso Alfred Jarry.

Hace 35 o 40 años, aquellos chispazos eran una respuesta al desafío de una crisis nacional como no se recordaba otra, pero al mismo tiempo eran una provocación para que el ingenio no se adormeciera bajo el peso de las amenazas ambientales. En la actualidad, la risa brutal de Las presidentas también es provocativa, quizá para despabilar a un medio aplanado por la cortedad de lenguaje, el acecho de la mediocridad y la timidez expresiva del Montevideo de hoy, donde la falta de intercambio con el exterior y el aire pueblerino que deriva de esa falta, han terminado por sofocar casi toda audacia.

Contra esa situación es que se alzan ciertos desafíos como esta obra, que debe ser estimada en su alcance removedor, así sea para discrepar o para renegar. Bienvenidos los transgresores si son capaces de combatir el conformismo y denunciar un nuevo espíritu puritano más preocupado por disipar el humo del tabaquismo que por despejar la bruma de una desfalleciente circulación de las ideas. Porque esta ciudad ha olvidado los fulgores culturales de su pasado, mientras sus esquinas pueden ser tan alegóricas como el mejor teatro cuando en ellas se cruza un Mercedes Benz con un carrito hurgador. Si Werner Schwab no hubiera muerto a los 35 años en 1992, podría haberse inspirado en esos contrastes montevideanos para inventar otros de sus esperpentos.

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