El tobogán
Ficha
Autor: Jacobo Langsner.
Dirección: Juan Worobiov.
Escenografía: Cristina Cruzado.
Iluminación: Sebastián Marrero.
Vestuario: Felipe Maqueira.
Maquillaje: Sandra Ríos.
Intérpretes: Andrea Davidovics, Miguel Pinto, Jorge Bolani, Leandro Núñez, Pablo Varrailhon, Florencia Zabaleta, Óscar Serra, Cristina Machado.
Sala: Zavala Muniz, del Teatro Solís.
Funciones: viernes y sábados a las 21 horas y domingos a las 19.
Entradas: $ 90
Los crispados años previos a la última dictadura uruguaya no pasaron inadvertidos a la dramaturgia local, que generó una serie de textos de desigual valor, ideológico y estético. Juan Palmieri, de Antonio Larreta (que curiosamente se acaba de estrenar en la Sala Cero de El Galpón, bajo dirección de Stella Rovella) y La espiral, de Enrique Guarnero (que dirigió Alberto Candeau en 1971) son dos de los ejemplos más recordados. De hecho, ambas (la primera en Buenos Aires y la otra en Montevideo) causaron fuertes reacciones políticas.
El tobogán, que Langsner, que se estrenó en 1970, por la Compañía China Zorrilla y con dirección de Omar Grasso en el Teatro Odeón (y que luego pasó ese mismo año al Teatro Solís), es otro de esos textos clave para abordar el Uruguay de 40 años atrás. Por un lado, por el debate político que propone, entre un comunismo y un capitalismo con pocos matices. Por otro lado, por la crítica demoledora a la sociedad uruguaya del momento, donde entran en juego desde la emigración hasta la carestía, entre otros temas.
Lógicamente que cuatro décadas no han pasado en vano, y aunque algunas de las críticas que Langsner formula en su texto no son ajenas al presente, la obra es hoy una pieza de época. El paso del tiempo convirtió un espectáculo de urticante actualidad, en una obra para acercarse a la clase media uruguaya de la predictadura, a sus temas de debate, a sus miedos y a sus esperanzas. También (y en eso la versión actual hace énfasis), en jugar con modas, marcas de productos, y un montón de elementos que hoy resultan graciosos, por lejanos. De hecho (además del humor del texto, que en algunos momentos asoma pese al tono dramático del argumento), hoy le hace gracia al espectador recordar (o conocer) aspectos del día a día de un tiempo pasado.
Hay otro tema, sin embargo, que es quizá el que le da mayor actualidad a la obra: es el de la vejez, y el de los ancianos que pasan a ser considerados una carga para el resto de la familia.
El argumento es bien sencillo. A la casa de Rosa (que interpreta magistralmente Davidovics, papel que en su momento hizo China Zorrilla), llega sus dos hermanos del exterior. El varón (a cargo de Varrailhon) es un artista plástico que viene de Buenos Aires, donde vive más mal que bien, intentando vender su obra. De más lejos (y con más dinero) llegan Ema y Bernardo, que interpretan Cristina Machado y Oscar Serra, y que en la versión de 1970 hacían Leonor Álvarez Morteo y Juan Manuel Tenuta. Reunida toda la familia, el abuelo -interpretado muy bien por Jorge Bolani: en la primera versión lo hizo Juan Carlos Carrasco- sufre un serio quebranto de salud, y se pone en el tapete la interrogante: quién se hará cargo de él y quién correrá con los gastos.
Mientras todo eso sucede, los hijos de Rosa (el ala juvenil, que interpretan Leandro Núñez y Florencia Zabaleta), discuten sobre política con la rama más conservadora de la familia.
La Sala Zavala Muniz, utilizada de modo bifrontal, rinde enormemente, generando un gran espacio escénico, donde entran la cocina, el comedor y demás. El texto, siendo ágil, tiene también interés literario, con frases muy afiladas, que son como dardos. El equipo de ocho actores marcha a la perfección, animando con convicción y fuerza la obra de Langsner. Se podría haber dado más agilidad al ritmo de las acciones: hubiera sido una mejor manera de apropiarse del texto desde el presente. De todos modos, el espectáculo entretiene, abriendo una ventana en el año 1970.