Está todo bien en Las vidas de Sing Sing, la última película del ciclo del Oscar en estrenarse en cines uruguayos. Es una historia inspiradora sobre el poder transformador del arte. Que transcurra en una cárcel de alta seguridad (la Sing Sing del título) y sea una historia real, la hacen aun más trascendente. Hay varias lecciones implicadas en su anécdota.
Escrita por la sociedad creativa de Greg Kwedar (que acá dirige) y Clint Bentley, está basada en las experiencias del programa Rehabilitation Through the Arts (Rehabilitación a Través de las Artes, RTA), que da una efectiva oportunidad de crecimiento. Los papeles secundarios los ocupan convictos que participaron de esa experiencia.
Colman Domingo (merecidísimo nominado al Oscar) es Divine G, cumpliendo una larga condena por un homicidio del que se dice inocente. Fue uno de los fundadores del RTA y aunque su liderazgo está en riesgo con la llegada de Divine Eye (Clarence “Divine Eye” Maclin, otro ex preso), eso no parece mellar el espíritu de la causa.
La historia sigue la puesta en escena de un collage de ideas que combina Hamlet, Freddy Krueger, gladiadores y egipcios. La obra es lo de menos, como parece entender el director que interpreta Paul Rasci, que estuvo nominado al Oscar por El sonido del metal, una película cercana.
Es, claramente, un proyecto para el lucimiento de Domingo, quien se hizo notar en la serie Euphoria y es una gran presencia escénica. Figura como productor y está comprometido con la causa de la película.
En tiempos cínicos, una película como Las vidas de Sing Sing es un bienvenido placebo. Habla sobre las posibilidades de salir adelante y echa una mirada distinta al paradigma actual sobre la vida carcelaria. Dos asuntos urgentes.