Triunfador político

| El papa logró grandes triunfos políticos para la Iglesia, saldó sus conflictos internos y la mantuvo lejos de la modernidad.

Tomás Eloy Martínez, La Nación, Grupo de Diarios América

Juan Pablo II llevaba meses sobreviviéndose a sí mismo, y el tránsito al otro lado de la realidad —donde lo aguarda el juicio de Dios y la esperanza del paraíso— debió de ser una liberación para los tormentos de su cuerpo.

En mayo de 2003, el vocero del Vaticano confirmó que el pontífice padecía un Parkinson avanzado. Tenía ya entonces severas dificultades para moverse, para oír y para hablar. Sólo un corazón de atleta y una voluntad invencible permitieron que su apostolado continuara durante casi dos años, aun con flaquezas que movían a compasión.

Sobre su lenta agonía final se alzó la sombra de otra agonía irreparable, la de Therese Marie Schiavo, una joven católica nacida en Filadelfia, a la que una dieta de adelgazamiento condenó a una vida casi vegetal desde febrero de 1990. El propio Juan Pablo II pidió a comienzos de 2004 que no le retiraran la sonda con la que alimentaban a la enferma, porque ésa era, dijo, "una obligación moral". Seis años antes, al visitar un hospital de Viena, había dicho que mantener vivo a un paciente "por medios extraordinarios o desproporcionados", así como apresurar su muerte de manera artificial, eran actitudes contrarias a la doctrina. Esos han sido temas centrales de un debate que ha mantenido en vilo a la opinión pública estadounidense durante las últimas semanas. ¿Cuál es el límite entre los recursos cada vez más avanzados de la medicina y la voluntad de Dios?

Apego a los principios

La figura de Juan Pablo II ha sido tan dominante, tan decisiva, que difícilmente la Iglesia pueda, en mucho tiempo, desviarse del rumbo fijado por él. La historia de su reinado está sembrada de paradojas: ningún otro papa viajó tanto, rezó tanto junto a los pobres de la Tierra ni escuchó con pasión apostólica tantas súplicas desesperadas. Nadie estuvo tan abierto al mundo pero, a la vez, nadie se mantuvo tan firme contra los cambios en las costumbres del mundo, tan apegado a la tradición y a los principios. En la Iglesia de Juan Pablo II no hubo dudas ni sombras.

Eso no significa, sin embargo, que la Iglesia sea más fuerte ahora que cuando él llegó. Mientras el crecimiento de la población católica es débil y, según las estadísticas, es sólo vegetativo, los pentecostales, los evangélicos, los testigos de Jehová y los mormones han cuadruplicado su número en las últimas tres décadas, y los musulmanes lo han doblado. La fe de los católicos es firme y, en algunos sitios, suele ser intolerante con los otros credos.

Los viajes de Juan Pablo II, que han deparado a la Iglesia inmensas victorias políticas —la caída del comunismo es una de las mayores— no le han aportado demasiadas victorias evangélicas. Fue un pastor extraordinario, acaso el más admirable desde Juan XXIII, pero un pastor hacia adentro, no hacia afuera.

Sobre algunos puntos de la doctrina, el papa ha mantenido una firmeza a la que el paso de los tiempos ha ido dándole la razón. Pablo VI propuso a sus asesores inmediatos, poco antes de morir, la idea de ampliar las atribuciones de la asamblea de obispos, convirtiéndola en una especie de cuerpo consultivo. Se suponía que Juan Pablo I iba a poner en práctica ese plan, pero murió antes de que se supiera cómo podría ser su pontificado.

Karol Wojtyla, al sucederlo, se encontró con una jerarquía eclesiástica turbulentamente dividida entre preconciliares y posconciliares, integristas y reformistas. Lo primero que hizo fue poner orden. Acabó con el estado deliberativo. Desalentó el movimiento conocido como Teología de la Liberación, al que veía demasiado influido por el marxismo, y suprimió con energía todo brote de disidencia teológica dondequiera que despuntase. La caída del Muro de Berlín y la rápida democratización de los países del este europeo —en especial el suyo, Polonia— se debió, en inmensa medida, a su prédica infatigable.

Nada distingue tanto su pontificado, sin embargo, como la tenaz defensa de la vida. En marzo de 1995, publicó la que quizá sea su encíclica más perdurable, Evangelium vitae, en la que no sólo condenó el aborto, la eutanasia y todo método anticonceptivo —fueran cuales fuesen los pretextos para usarlo—, sino que además revirtió la tradición favorable a la pena de muerte, casi milenaria en la Iglesia, al condenarla porque no encontraban razones suficientes que la justificaran. Ni protegía de otros abusos a la sociedad, dijo, ni servía como reparación justa del daño causado.

Todo lo que Tomás de Aquino llamó "desordenada emisión de semen" en la Summa Contra Gentiles sirvió de inspiración a Juan Pablo II en su condena contra la homosexualidad, los profilácticos y cualquier otro medio que vedara el proceso de concepción.

Más piedad, menos tolerancia

Dentro de ese contexto, era inimaginable pensar que el pontífice pudiera admitir la menor grieta en la tradición del celibato sacerdotal, una tolerancia que parecía inminente en los últimos meses de Juan XXIII y en los primeros años de Pablo VI. Esas puertas están cerradas a cal y canto, y es casi seguro que seguirán estándolo en los tiempos del papa venidero, aunque —como se sabe— la mayoría de los apóstoles estaban casados, y también casi todos los obispos durante el primer milenio.

Uno de los sacerdotes que más cerca estaba de Wojtyla cuando era arzobispo de Cracovia fue el teólogo Hans Küng, a quien luego, como papa, condenaría. Cuando se divulgó la Evangelium Vitae, Küng declaró, con acidez, que el documento no era la "obra de un buen pastor, sino la de un dictador espiritual", y que Juan Pablo II demostraba allí "su dogmática frialdad y su rigor despiadado". Esas calificaciones son excesivas, pero contienen un punto de verdad: nunca consintió el papa que la Iglesia expresara su doctrina a través de otra voz. Y si bien los laicos de Europa y de Estados Unidos acaso hayan sentido que llevaba la barca demasiado lejos de los vientos de la modernidad, dentro del Vaticano ese rigor puso fin a muchos debates que se salían de cauce.

Juan Pablo II deja una Iglesia quizá más piadosa y unida que antes, pero también más intolerante con los diferentes y menos comprensiva con las debilidades de la especie humana. Si eso es mejor o peor lo dirá el papa que viene.

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