Fred Guterl, Newsweek
En 1984, el legislador estadounidense Tony Hall —representante de Ohio, un estado cuya economía se basa en el cultivo de maíz— viajó a Etiopía, un país devastado por la hambruna. Quería reunir información de primera mano para defender, en Washington, el aumento de la ayuda alimentaria que el gobierno estadounidense brinda a países pobres.
En el pueblo etíope de Alamata, Hall encontró más que información. "Me encontré con 50.000 personas tiradas por ahí muy pacíficamente, gimiendo —y muriendo", recordó. Desde entonces, Hall convirtió el hambre en su principal preocupación y en 1993 llegó a ayunar por 22 días para defender ante el Congreso su opinión favorable a la ayuda alimentaria.
Probablemente, su mejor oportunidad de canalizar las cosechas estadounidenses hacia los hambrientos del mundo le llegó a fines del año pasado, cuando fue designado embajador estadounidense ante la organización para la Agricultura y la Alimentación de la ONU. Pero el momento no pudo ser el peor: actualmente, lo que menos quieren los rincones más hambrientos del mundo son alimentos genéticamente modificados, como el dorado maíz de Ohio.
Desde hace años, Europa rechaza alimentos estadounidenses como maíz, tomates y colza modificados por científicos para introducirles genes que naturalmente no poseen. Ahora, en lo que parece una nueva manifestación de antiamericanismo global, el resto del mundo está siguiendo sus pasos.
China, uno de los mayores productores agrícolas del planeta, invirtió miles de millones de dólares en los transgénicos hasta que el año pasado suspendió la importación de estos alimentos y la inversión extranjera en investigación para desarrollar semillas genéticamente modificadas.
Ni siquiera los países más pobres quieren los granos transgénicos estadounidenses. En noviembre, India dejó de aceptar los cargamentos de ayuda alimentaria estadounidense con maíz y soja. Y en octubre, Zambia rechazó 18.000 toneladas de maíz estadounidenses, a pesar de que tres millones de habitantes del país están al borde de la hambruna. "Preferiría morir antes que comer algo tóxico", dijo el presidente Levy Mwanawasa.
La negativa de Zambia fue eufóricamente saludada por los ecologistas de Greenpeace como "un triunfo de la soberanía nacional". Pero para Hall fue más bien una afrenta personal. "Justo cuando uno cree que ya lo ha visto todo, se encuentra con que barcos llenos de comida no pueden entrar a un país donde gente famélica está apedreando funcionarios públicos", afirmó. "Esto no es una discusión intelectual, es una cuestión moral —un asunto de vida o muerte".
¿Culpa de Europa?
¿Qué es lo que ha inspirado tal oposición a los llamados "alimentos Frankenstein"? Responder a esta pregunta se ha convertido en una tarea tan complicada como la manipulación genética necesaria para crearlos.
Los funcionarios estadounidenses, aislados y tal vez un poco paranoicos, ven la influencia de Europa detrás de cada rechazo a los transgénicos. En Europa están autorizadas la soja y una variedad de maíz transgénico, pero desde 1998 rige una moratoria que impide la introducción de nuevas especies. Para el representante de Comercio del gobierno estadounidense, Robert Zoellick, esta moratoria es "inmoral" y opuesta al progreso, y quiere denunciarla ante la Organización Mundial de Comercio (OMC) como una barrera a la libre circulación de mercaderías.
Pero los europeos niegan estar coaccionando a otras regiones del planeta. "No hay presión gubernamental", afirmó Alexander de Roo, un representante del Partido Verde en el Parlamento europeo. "Son las propias autoridades de los países los que están rechazando a los transgénicos".
De todos modos, la dirección de la Comisión Europea para la Salud y Protección del Consumidor "sí dio documentación y estudios a los países preocupados", reconoció su vocera, Beate Gminder. "Pero no hicimos el intento de influir sobre sus decisiones", agregó.
Estados Unidos está dolido, en parte, porque el maíz transgénico parece seguro. Al fin y al cabo, no brilla en la oscuridad ni emite radiación letal. De hecho, luce y sabe igual que el viejo maíz y, genéticamente, es casi idéntico, excepto por un gen agregado, que los científicos en el laboratorio transplantaron de la bacteria Bacillus thuringiensis (Bt) y que le otorga la capacidad de repeler algunas pestes. Los cultivos transgénicos más difundidos —maíz y algodón— tienen el gen Bt.
Al Departamento de Agricultura de Estados Unidos le gusta señalar que el maíz Bt ha sido un éxito: ha reducido la cantidad de pesticidas que los agricultores tenían que usar, sin provocar problemas para el medio ambiente o la salud humana. Las autoridades sanitarias de Estados Unidos no han detectado ningún problema relacionado con este alimento transgénico, que ahora se encuentra en aproximadamente dos tercios de todos los productos derivados del maíz que se venden en el país.
Resistencia
Los alimentos transgénicos que ya están en el mercado "probablemente no presentan un peligro para la salud humana", afirma Jorgen Schlundt, director del Programa de Seguridad Alimentaria de la Organización Mundial para la Salud. Incluso los funcionarios europeos admiten que los riesgos para la salud son mínimos. Entonces: ¿por qué el resto del mundo no se tranquiliza?
"Debido a las dudas, la ignorancia, la maldad", afirma Hall. Es posible. Pero hay más que eso en el escepticismo relacionado con las cosechas genéticamente modificadas. En India, por ejemplo, las autoridades siempre han tenido preocupaciones similares a las europeas con respecto a estos alimentos. Aunque el gobierno aprobó el algodón Bt en marzo —luego de cuatro años de tratativas— nunca ha autorizado el cultivo de maíz Bt u otros cultivos comestibles.
La controversia en relación al algodón no ha hecho más que aumentar la resistencia a los alimentos transgénicos. En noviembre, las autoridades indias reclamaron una garantía escrita de que los embarques de ayuda alimentaria de Estados Unidos no contenían granos transgénicos. Organizaciones benéficas como Care y los Servicios de Ayuda Católicos no pudieron cumplir con esta condición y, tras seis meses de parálisis, mandaron sus bolsas de harina transgénica al Africa.
Desde entonces, India no ha aceptado nuevos embarques de harina de soja o maíz estadounidense. El gobierno de Nueva Delhi, por su parte, pospuso indefinidamente la decisión de autorizar plantas de mostaza transgénica, pese a haber experimentado con ellas por años.
A menudo, los funcionarios encargados de redactar las normas le tienen tanto miedo a los transgénicos en sí como a la opinión pública. "Sufrimos un bombardeo tremendo con lo del algodón transgénico", afirmó el ex director del Comité de Aprobación de Ingeniería Genética indio, Achyut Gokhale. "Era mi trabajo asegurarnos de que no nos acusaran de apurarnos".
El público indio, como el de otros países desde Francia a Zimbabwe, parece haber identificado los productos transgénicos con la agricultura estadounidense, y no confía en ninguno de los dos. Tienen miedo de que genes foráneos contaminen sus propios cultivos y temen también que sus agricultores terminen dependiendo de empresas estadounidenses para obtener semillas transgénicas (como muchos de los cultivos transgénicos son híbridos, hay que comprar nuevas semillas cada año).
"La modificación genética es sólo un arma para lograr que la agricultura india quede bajo el dominio de las corporaciones estadounidenses", afirmó Devider Sharma, vocero del Foro para la Biotecnología y la Seguridad Alimentaria basado en Nueva Delhi.
Los activistas indios recuerdan vívidamente lo ocurrido hace unos años con el StarLink, un maíz transgénico aprobado en Estados Unidos hace unos años, pero sólo para consumo animal. Aunque se suponía que no era apto para personas, el StarLink pronto fue hallado —para vergüenza de la industria agrícola estadounidense— en distintos alimentos destinados al consumo humano.
El maíz StarLink había sido genéticamente manipulado para incorporarle una proteína sospechosa de causar alergias en humanos. Las pruebas realizadas posteriormente demostraron que no era así, pero el daño ya estaba hecho. Súbitamente, casi todos los granos estadounidenses eran sospechosos de estar contaminados con transgénicos.
Marcha atrás
El reciente cambio de actitud de China con respecto a los transgénicos tiene que ver tanto con la ciencia como con la economía. En realidad, este país adoptó tempranamente y con entusiasmo la manipulación genética de cultivos.
Según algunas estimaciones, los cultivadores de algodón chinos aumentaron su productividad en un 10% el año pasado con ayuda de los transgénicos. Chai Hongliang y su hermano Zhenbo, que cultivan algodón en Langfang, unos 50 kilómetros al sudeste de Pekín, solían echar toneladas de pesticidas a sus cosechas para mantener las plagas a raya. Hace cinco años comenzaron a usar el algodón Bt aprobado por el gobierno, perteneciente a la firma estadounidense Monsanto. Los hermanos ahorraron tanto en pesticidas que duplicaron sus ganancias. Incluso abrieron una pequeña tienda para vender las semillas.
Aún así, los agricultores chinos todavía no pueden competir con las subsidiadas cosechas estadounidenses, que ahora pueden ingresar a China debido a la entrada de este país a la OMC.
A comienzos del año pasado, China comenzó a exigir el etiquetado de todos los transgénicos importados. Barcos cargados con un millón de toneladas de granos de soja quedaron anclados en puertos estadounidenses hasta que Pekín les concedió un salvoconducto. Pero de todos modos, las ventas de soja estadounidense a China cayeron un 20% en el 2001. Las autoridades comunistas también declararon una moratoria sobre la inversión de empresas extranjeras para el desarrollo de plantas genéticamente modificadas.
Las decisiones de Pekín sobre los transgénicos no son solo una maniobra proteccionista para impedir el ingreso de cosechas importadas, sino que también afectan a la agricultura china.
Desde fines de los 80, Pekín ha invertido generosamente en investigar técnicas agrícolas basadas en la genética —hoy gasta unos 100 millones de dólares— con el objetivo de aumentar sus exportaciones agrícolas, que rondan el 5% de su producción. Más de 100 laboratorios dedicados a la ingeniería genética se establecieron en el país, y los investigadores han inventado más de 150 tipos de cultivos transgénicos
"Todos pensábamos que esta tecnología iba a ser algo muy importante", afirmó Chen Zhangliang, un investigador de la Universidad de Pekín que desarrolló tomates resistentes a virus y ajíes dulces. Pero el año pasado, justo cuando los laboratorios estaban prontos a comercializar sus nuevos productos, el gobierno dejó de aprobarlos.
Aunque los funcionarios citan las preocupaciones habituales sobre seguridad y medio ambiente, la perspectiva de quedarse sin acceso a mercados extranjeros podría ser el mayor temor.
Una vez que los cultivos transgénicos se extienden, es difícil, si no imposible, sacarlos del sistema agrícola. Mantener separados los granos transgénicos y no transgénicos resultó difícil en el caso de StarLink. China teme que sus posibilidades de exportar queden afectadas por los transgénicos, que le impedirían ingresar a los mercados de Europa.
No es una amenaza teórica. En los años 90, cuando China desarrolló tabaco transgénico, Europa le cerró las puertas. "Eso afectó el comercio significativamente", afirmó Huang Jikun, director del Centro para la Política Agrícola China. "El gobierno se dio cuenta del impacto económico que pueden tener las preocupaciones por la bioseguridad".
Desconfianza
El giro de China subraya lo aislado que está Estados Unidos en materia de transgenicos. "Pensábamos que China era nuestra compinche en materia de biotecnología", afirmó un decepcionado funcionario estadounidense.
Recientemente, el gobierno estadounidense comenzó a dar cursos de formación sobre transgénicos a funcionarios chinos. Los lobbies de la industria de la soja estadounidense, que provee a China con la mitad de sus granos, mandan a funcionarios chinos a conferencias y le envían a los científicos del país material sobre la soja transgénica.
Los grupos ecologistas están aprovechando la desesperación de Washington. Greenpeace se instaló en Pekín a mediados del año pasado y comenzó a trabajar con la prensa china y los comités vecinales controlados por el Partido Comunista para "construir conciencia pública acerca de los alimentos genéticamente modificados", afirmó Zhou Yan, encargado de información del grupo. Los boletines de Greenpeace pueden encontrarse en las salas de espera de cualquier oficina gubernamental o científica que trate el tema de los alimentos transgénicos.
Ya hay signos de que la opinión pública china está comenzando a tener dudas con respecto a los transgénicos. Una encuesta realizada por el Centro de Políticas Agrícolas de Huang entre más de mil chinos descubrió que el 3% dijo que no comería alimentos transgénicos. No son muchos, pero sí son más que en en estudios previos.
"Hace unos pocos años, cuando hablaba con altos funcionarios, nadie estaba en contra de los transgénicos", dijo Huang. "Pero en los últimos dos o tres años, cuando hablo con alguno, me dice: ‘No voy a comer comida transgénica’".
Según el funcionario estadounidense, "el escenario más pesadillesco es que los partidarios del proteccionismo comercial se unan a las organizaciones ambientalistas en la creencia de que les conviene alimentar la histeria antitransgénica. Eso sería desastroso".
Los defensores de los transgénicos tienen esperanzas de que estos alimentos ganen aceptación si logran mejorar la ecuación riesgo-beneficio. Hasta ahora, la manipulación genética no ha logrado producir cosechas sustancialmente más baratas, pero algunos expertos creen que a medida que la oferta aumente, los precios podrían bajar hasta un 30%. En el 2001, los cultivos transgénicos cubrían en total 53 millones de hectáreas en el planeta, 15% más que el año anterior.
Brasil, el segundo mayor productor mundial de soja, ha dado la espalda hasta ahora a las variedades transgénicas. Pero los científicos brasileños están desarrollando varios tipos de cultivos genéticamente modificados. Si obtienen semillas atractivas, Brasil podría eliminar la prohibición tarde o temprano.
Lo que finalmente ocurra en países como India, China y Brasil, sin embargo, dependerá en buena medida de lo que ocurra con Europa. Y por el momento, los alimentos transgénicos no son precisamente populares entre los consumidores europeos, que aún mantienen fresco en su memoria el fiasco de la "vaca loca".
Esa enfermedad, que no tiene nada que ver con alimentos genéticamente modificados, minó la confianza en los organismos de control, que autorizaron sin problemas unos alimentos para ganado posteriormente relacionados con la enfermedad. ¿Qué pasaría —se preguntan los europeos— si los transgénicos son autorizados y luego se descubre que son malos para la salud?
Este año, la Unión Europea aprobará leyes sobre etiquetado de alimentos. Si también mejoran las leyes que permiten responsabilizar y castigar a quienes producen alimentos tóxicos, de modo que la opinión pública se sienta más protegida frente a los gigantes de la industria alimenticia, los consumidores europeos podrían suavizar su resistencia a los alimentos transgénicos
"Creo que los transgénicos serán aceptados por los consumidores europeos de aquí a cinco o 10 años", afirmó Julia Moore, del Centro internacional Woodrow Wilson, basado en Washington. "Si Estados Unidos es inteligente —si deja de alienar a los consumidores europeos hablando de guerra comercial— es más probable que suceda en cinco años y no en diez".
La pregunta es qué actitud tomarán los consumidores del resto del mundo, que probablemente no gozarán del beneficio de las mismas protecciones que los europeos.