AFP, AP
Sin Dios, estaría enterrado en el Sahara", afirmó Olivier Bea Yaus, de 24 años, que vio la muerte muy cerca en pleno desierto. Para llegar a Madrid tuvo que esquivar a las policías de seis países durante su odisea clandestina entre Camerún y España.
Para poder llegar a la capital española, este peón de la construcción tuvo que atravesar Camerún, Níger, Nigeria, Argelia y Marruecos antes de llegar a España, a través de la colonia de Melilla, que España mantiene en el norte de Marruecos.
Redes de traficantes humanos, solidaridad africana, valor y coraje le permitieron franquear todos los obstáculos, o casi todos.
Ubicado en Madrid desde setiembre, hoy duerme a la intemperie, se alimenta en los comedores de beneficencia y deambula sin papeles por Lavapiés, un barrio popular de Madrid donde se juntan inmigrantes del África negra, magrebíes, latinoamericanos y asiáticos.
"Soy el mayor de una familia de diez hijos de Douala, la capital económica del Camerún. Allí, hacía lo que podía en las obras en construcción. Ganaba unos 60.000 francos de Camerún por mes (unos 2.700 pesos). El 2 de marzo decidí ver qué más podía hacer para ayudar a mi familia", afirmó.
Primero se dirigió a Nigeria y después a Níger, donde trabajó en restaurantes y jugó durante un tiempo en un equipo de fútbol en Niamey. "Pero mi situación no se arreglaba. Y volví a lanzarme a la ruta", relató.
En la frontera entre Níger y Argelia encontró "a un al-hadji (un musulmán que hizo el peregrinaje a La Meca) que hacía viajar a inmigrantes clandestinos" hacia Argelia. Previo pago, obviamente.
"Nos metieron en una camioneta. Éramos entre 25 y 30. El chofer hacía largos recorridos para evitar los controles. Después nos bajaron. Otra camioneta vino a buscarnos. Y así varias veces a lo largo del recorrido. Una vez superados los dos cuartos del trayecto en el desierto, un chofer nos abandonó", agregó.
Olivier formó entonces un grupo con otros seis compañeros, tres mujeres y tres hombres. Caminaron durante una semana en dirección a la ciudad de Tamanrasset. En dos días se agotaron sus magras reservas de agua y mandioca.
"Una niña cayó, con los ojos abiertos. No se movió más. Tratamos de reanimarla durante tres horas. Con el calor empezaba a supurar. Cavamos con nuestras propias manos para enterrarla. Dos días después, otro chico también murió", recordó.
Al límite de sus fuerzas, el grupo llegó a Tamanrasset, instalándose en un gueto en las colinas de las afueras de la ciudad donde acampan los clandestinos africanos que son perseguidos por la policía argelina.
Tras haber "pagado el derecho al gueto al más veterano", Olivier permaneció allí durante dos semanas. Un día se topó cara a cara con un militar argelino.
—¿Qué sabés hacer?, —le preguntó.
—Peón de la construcción, —respondió.
Trabajó algunos días para construir la casa del militar que lo alojó y algo le pagó, aunque poco.
¿Cómo seguir la ruta? "En Argelia, los malíes circulan como quieren con su pasaporte. Un malí me vendió su pasaporte. Compré una túnica (bubú) musulmana y continué viaje hacia Marruecos", prosiguió.
Nueva frontera, nuevos guetos repartidos por nacionalidades: malíes, senegaleses, cameruneses.
"Un día me dijeron ‘nos echamos al monte, ¿vienes?’".
—¿Hacia dónde?
—Hacia Europa.
Olivier había visto en un mapa que "África y Europa están separadas por un río", el estrecho de Gibraltar.
Pero le explicaron que España tiene aún un "pequeño territorio en África", al que los españoles llaman "el enclave de Melilla" y le contaron de su reja metálica, que centenares de inmigrantes asaltaron las últimas semanas.
Olivier caminó otra semana, durante la noche por el frío desierto, para alcanzar los bosques marroquíes que rodean Melilla.
La primera vez que intentó pasar la cerca fracasó. La segunda vez también. Pero su tercer intento de pasar a Melilla tuvo éxito. Era el 12 de mayo y todavía España no había empezado a devolver a quienes saltaban la cerca. Fue llevado a España y liberado como un indocumentado, tal como hoy permanece. Lo primero que hizo fue conseguir un teléfono. "Llamé a mi familia: hay afectos que me faltan", concluyó.
Morir en el Sahara
Pero la historia de Olivier Bea Yaus es excepcional. Muchos de los inmigrantes africanos que se esfuerzan por llegar a Europa no logran ni siquiera tocar las puertas del Viejo Continente.
Su compatriota Houta Bille Patrick no sólo no lo logró, sino que padeció un infierno que nunca olvidará. Vio hombres morir en su recorrido a través del Sahara, bajo un sol agobiante y muriéndose de hambre mientras se dirigían al umbral de Europa. La odisea de 3.800 kilómetros desde su natal Camerún le llevó un año.
A lo largo del camino, vio lo indecible: hombres tan sedientos que bebían su propia orina, y luego le rogaban a otros para que les dieran la suya; hambre cercana a la locura, piel quebradiza bajo un sol abrasador, horribles y abundantes flujos de sangre de la nariz.
"Pensé que estaba acabado", dijo Houta, que tiene 25 años pero que parece que tuviera 40, de pie en unas atestadas instalaciones de detención en Melilla. "Sólo la oración me salvó".
Después vinieron 18 meses en un bosque de pinos en las colinas de Marruecos, ocultándose durante el día de policías con macanas, deslizándose furtivamente durante la noche para comer de basureros y esquivando a los bandoleros que se aprovechan de los inmigrantes.
Su destino, esta colonia española en la costa del norte de África, lucía tentador.
Tras una decena de intentos fallidos, Houta logró entrar hace dos semanas, junto a oleadas de hombres desesperados del África subsahariana que emplearon escaleras hechas a base de ramas de árboles para escalar una cerca de alambre de púas de tres metros de altura, coronada por filosas cuchillas, y luego otra, desgarrándose manos y pies, brazos y piernas mientras se apresuraban por entrar a esta sucursal española en África bajo la oscuridad de la noche.
Vienen porque en el pasado España no deportaba a muchos africanos que entraban a este territorio, al no tener acuerdos de repatriación con los gobiernos de sus respectivos países, que no los quieren de vuelta. Finalmente los inmigrantes eran llevados a España continental y puestos en libertad, sin permisos de trabajo ni papeles de residencia, pero libres para buscar empleos en la economía informal.
Así, Houta creía que había logrado dar un primer paso en la acaudalada Europa. Ahora está tratando de digerir una pesadilla: ante una oleada de inmigrantes, España está expulsando a algunos; no a sus países de origen, sino a Marruecos, bajo un tratado de 1992 que nunca había sido implementado. Houta dijo que prefería ahorcarse que regresar a territorio marroquí.
Finalmente, lo único bueno que le pasó en Melilla es haber podido hacer algo que no había hecho desde que salió de casa: hablar con su empobrecida familia en Douala, su ciudad, la ciudad de Olivier Bea Yaus y la de tantos desesperados que hacen lo increíble para llegar a Europa, el esquivo paraíso con el que sueñan.