Nicholas D. Kristof, The New York Times
Prácticamente lo peor que le puede ocurrir a una adolescente en este mundo es padecer una fístula obstétrica que la deje chorreando fluidos corporales, apestando y siendo evitada por todos a su alrededor. Eso le ocurrió hace cuatro décadas a Mamitu Gashe.
Sin embargo, el aspecto más asombroso con respecto a Mamitu no es lo que ella soportó, sino en lo que se ha convertido.
Su historia empieza cuando era una adolescente analfabeta de 15 años, en una remota aldea etíope inaccesible debido a la falta de caminos, y sin médico en las cercanías. Ella se casó con un hombre de la localidad, quedó embarazada y después de tres días de trabajo de parto cayó inconsciente. Su bebé nació muerto.
"Cuando volví en mí, la cama estaba húmeda de orina", recuerda. "Yo pensé que mejoraría en dos o tres días, pero no fue así".
Por lo general, es así como surge una fístula obstétrica: una joven adolescente, a menudo mal nutrida y con una pelvis inmadura, trata de dar a luz su primer bebé. El feto se atora, y tras varios días de trabajo de parto, nace muerto. Algunos de los tejidos internos de la madre se dañan en el proceso, así que para su horror, queda goteando orina todo el tiempo, o en algunas ocasiones, heces desde la vagina.
Al poco tiempo, la joven hiede. Su marido normalmente la abandona, el goteo constante de orina la deja con terribles irritaciones en las piernas, y si logra sobrevivir, le ordenan que construya una choza lejos del resto y que se mantenga alejada del pozo de la aldea. Algunas jóvenes mueren de infecciones o se suicidan, pero muchas sobreviven por décadas como parias y ermitañas, sus vidas acabadas alrededor de los 15 años.
Las fístulas fueron comunes en Estados Unidos en el siglo XIX. Sin embargo, un mejor cuidado en el área médica ha hecho que hoy sean casi desconocidas en Occidente. Mientras tanto, la ONU ha estimado que al menos dos millones de jóvenes y mujeres viven con fístulas en el mundo en desarrollo, en su mayoría en África.
Esto debería ser un escándalo internacional, ya que una operación de 300 dólares casi siempre puede reparar la herida. No debería ser difícil hacer un gran esfuerzo para mejorar la salud materna en el tercer mundo, ya que eso podría prevenir la mayor parte de las fístulas y, en una década, reducir a la mitad las muertes al momento del parto. Se salvarían así 300.000 vidas al año.
Sin embargo, la salud materna es dolorosamente ignorada, y quienes padecen fístulas carecen por completo de voz: jóvenes del sexo femenino, pobres, en áreas rurales y viviendo en el olvido. Son las leprosas del siglo XXI.
Mamitu fue excepcionalmente afortunada, ya que la trajeron a un hospital en Addis Abeba, donde una bendita pareja de ginecólogos originarios de Australia, Reginald y Catherine Hamil, le ofrecieron una cirugía sin costo. Reg ya murió, en tanto que Catherine es la Madre Teresa de nuestra época y debería haber recibido el Premio Nobel hace ya mucho tiempo.
Tras esa operación, 42 años atrás, Mamitu obtuvo un empleo haciendo camas en el hospital. Después, empezó a prestar su ayuda como asistente de operaciones y tras un par de años observando, Reg Hamilton le pidió que cortara algunos puntos de sutura. Con el tiempo, Mamitu estaba realizando, de manera rutinaria, toda la reparación de la fístula por sí sola.
Con el paso de las décadas, Mamitu gradualmente se ha convertido en una de las cirujanas más experimentadas del mundo en el procedimiento para reparar la fístula. Ginecólogos provenientes de todo el mundo vienen al Hospital de la Fístula de Addis Abeba para capacitarse en la operación, y su profesora es Mamitu.
No está nada mal para una campesina analfabeta de Etiopía quien, en su infancia, nunca fue un solo día a la escuela.
Hace unos cuantos años, Mamitu, cansada de ser una profesora de cirugía que no sabía leer ni escribir, empezó a estudiar en la escuela nocturna. Hoy cursa tercer año.
El Hospital de la Fístula donde Mamitu trabaja es apodado "Ciudad Charco", debido a que las pacientes deambulan en su interior chorreando orina, pero abunda en gozo y esperanza.
La historia de Mamitu demuestra lo que se juega cuando los países ricos discuten de qué modo pueden ayudar a África.
Una vez, una pareja de australianos le dio una oportunidad a Mamitu. Hoy ella ya no es una víctima en lo más mínimo, sino una inspiración. ©