Por algunos segundos Luis Fernández estuvo muerto. Aunque fueron segundos, tanto su esposa Teresa como las otras personas que lo vieron desplomarse al suelo en la sección de verdulería de un supermercado de San Carlos, sintieron que fue eterno.
Algunas horas antes de aquel sábado, Luis estaba por irse a pescar con amigos a la Laguna Garzón, pero mientras cargaba una de las canoas en su camioneta sintió “una molestia fuerte en el pecho” igual a la que venía sintiendo en las últimas semanas. Como siempre se le pasaba al poco rato, nunca llegó a consultar a un médico pero ese día decidió no ir al paseo y prefirió quedarse en San Carlos con Teresa, a pesar de que sus amigos le insistieron para que fuera igual. Algunas horas más tarde, un rato antes de las 10 de la noche, acompañó a su esposa a hacer compras. “Lo último que recuerdo es entrar a la parte de verdulería y después de eso fue como que me apagué. Me cuentan que me caí para atrás como seco”, cuenta Luis más de tres años después del hecho y exactamente un día después de haber festejado su cumpleaños número 70.
Cuando cayó al piso, la primera reacción de quienes lo vieron fue levantarle las piernas, pensando que se trataba de un desmayo por sentirse mal, pero su esposa fue quien gritó: “¡Está violeta! ¡Esto tiene que ver con el corazón!”.
En el otro lado del supermercado estaba Mauricio. Vivía a media cuadra y había ido a comprar algunas cosas junto a su novia, sabiendo que faltaban 10 minutos para que el local cerrara. Cuando Luis se cayó al piso estaban en la caja a punto de pagar e irse. Seis meses atrás Mauricio había participado de una jornada gratuita en donde se brindó un curso de reanimación cardíaca. Todavía se acordaba cómo el instructor le había enseñado a colocar un Desfibrilador Externo Automático (DEA) -esos aparatos que detectan si la persona tiene actividad cardíaca y realizan descargas eléctricas para reactivar el corazón- en un maniquí. Cuando escuchó los pedidos de auxilio corrió hasta el lugar en el que estaba Luis inconsciente sin pensarlo dos veces. Después de practicarle masajes cardíacos le rompió la camisa y le colocó el DEA en el pecho: ese aparato que generalmente es color amarillo y negro y se ve en pequeñas cajas de vidrio en lugares con afluencia de gente. “Al primer choque él ya abrió los ojos”, cuenta hoy Mauricio, quien tiene 28 años y en ese momento 25. Apenas lo hizo, Luis preguntó por qué todo el supermercado lo estaba mirando.
Fue el destino. “Después que me desperté, me acuerdo de estar varios minutos acostado esperando a que llegara la ambulancia. Por lo tanto, si Mauricio no estaba ahí en ese momento o quizá si pagaba sus cosas unos segundos antes y se iba a su casa ya iba a ser tarde y yo hubiese fallecido allí”, dice Luis con evidente emoción en su voz. Horas más tarde, en el hospital al que lo llevaron le dijeron que tuvo una muerte súbita y que se salvó gracias a la rapidez con la que le colocaron el aparato.
Él está convencido de que nada ocurrió por casualidad y, tres años más tarde, sigue manteniendo un vínculo con Mauricio, que incluso cataloga como “de padre e hijo”. Por su parte, el joven habla de que ahora tiene “un amigo adulto” con quien se junta ocasionalmente “a hablar de pesca”, un tema que les apasiona.
Ese supermercado en el que ocurrieron los hechos contaba con un desfibrilador gracias a la ley 18.360, que en las próximas semanas cumplirá 15 años de promulgada y determina que ciertos espacios públicos o privados “donde exista afluencia de público” deberán contar “como mínimo con un desfibrilador externo automático, que deberá ser mantenido en condiciones aptas de funcionamiento y disponible para el uso inmediato en caso de necesidad de las personas que por allí transiten o permanezcan”. La ley y su posterior decreto reglamentario diferencian entre los lugares en donde se “obliga” y donde se “recomienda” que haya un DEA. La gran diferencia está en que los obligados son aquellos “edificios, hoteles, locales de trabajo, compras, turismo, descanso o esparcimiento, estadios, gimnasios deportivos, terminales aéreas, portuarias y terrestres de cualquier índole, siempre que la circulación o concentración media diaria alcance o supere las 1.000 personas mayores de 30 años”. El artículo que habla de los lugares obligados también incluye a otros, como los localizados en regiones remotas que no puedan ser asistidas “en tiempo y forma por sistemas de emergencia médica” y con una “concentración media diaria que alcance o supere las 200 personas”.
A pesar de que buena parte de las empresas, centros comerciales, supermercados y lugares en donde hay concentración de personas deberían contar con un desfibrilador, desde la Comisión Honoraria para la Salud Cardiovascular (CHSC) aseguran que la ley no se cumple. Además, creen que el Ministerio de Salud Pública (MSP), que es el organismo al que la ley le otorga las potestades para velar por su cumplimiento, no fiscaliza a quienes la incumplen.
Tres años después, Luis lo reconoce: “Si el supermercado no tenía ese aparato en ese momento yo hoy no podía contar esta historia”. Pero también cuenta que en ese momento no había empleados que supieran usar el aparato. A él le salvó la vida un desconocido que estaba en la caja haciendo las compras. Así de sencillo.
Fiscalización escondida.
Álvaro Niggemeyer, cardiólogo y uno de los redactores de la ley 18.360, cree que es “irónico” que el Estado no fiscalice si un lugar tiene o no un desfibrilador disponible “teniendo en cuenta que las muertes vinculadas a temas cardiovasculares son históricamente la principal causa de mortalidad en Uruguay”. El promedio anual suele ser de 9.000 fallecimientos por problemas cardiovasculares y eso “está dividido de forma pareja entre hombres y mujeres”, según Niggemeyer. Seguido por el cáncer, los problemas del corazón explican la mayoría de las muertes en el país, algo que según el cardiólogo se vincula a “los estilos de vida con consumos de tabaquismo, la hipertensión arterial, el sobrepeso y la inactividad física”. Por día se calcula que hay entre 10 y 15 casos de muertes súbitas en Uruguay.
Niggemeyer sostiene: “El MSP hace caso omiso y lleva adelante un control inadecuado, por no decir inexistente. Esto no tiene que ver solo con el gobierno actual, sino que es así desde el 2008”. Pero la falta de fiscalización de la ley que reclaman los médicos esconde un ida y vuelta con el MSP algo complejo de entender.
Cuando la ley cumplió 10 años en 2018 el Ministerio de Salud Pública emitió una ordenanza que indica que “la fiscalización del cumplimiento de las obligaciones previstas” en la ley y el decreto reglamentario “para el caso de los sujetos obligados a contar con DEA que no sean servicios de salud” quedará a cargo del MSP “en función de criterios de priorización del riesgo, con énfasis en la promoción de la instalación de estos dispositivos”.
El País consultó a la cartera sobre la cantidad de fiscalizaciones hechas en los últimos 15 años y recibió la siguiente respuesta: “La Comisión Honoraria para la Salud Cardiovascular es quien solicita al MSP la fiscalización. Se fiscaliza a partir de las solicitudes de la comisión”. Esto tiene que ver con la aplicación móvil Cerca, desarrollada por la comisión, que permite localizar en un mapa a partir de la ubicación en dónde hay un aparato cercano en caso de una emergencia. Según el MSP, como en la app se toman los datos de cada aparato, “ya hay cierto control”.
Según una fuente de la cartera, recientemente se puso en marcha una Dirección de Fiscalización a cargo del tema porque “antes la estructura era mínima para todos los requerimientos que hay” y allí no se priorizó el control sobre los DEA, como sí de otros temas como el etiquetado frontal. Además, la fuente señala que el procedimiento por el que la comisión debe avisar al MSP qué situaciones fiscalizar “actualmente está en revisión” y posiblemente se modifique.
Pero desde la comisión dicen otra cosa. Laura Garré, directora ejecutiva de la Comisión Honoraria para la Salud Cardiovascular, asegura a El País que es “imposible” que sea la comisión quien pida a la cartera la fiscalización porque esta “está abocada a formar instructores para que las personas sepan actuar”. Garré niega que sea la comisión la que avisa al MSP cuándo auditar una situación vinculada a los desfibriladores porque “las competencias para fiscalizar las tiene el ministerio”, tal como dice la ley. “Nosotros desconocemos si el MSP fiscaliza o no, pero eso no corre por cuenta nuestra”, sostiene Garré. Por lo tanto, exista o no una fiscalización de la ley, no hay cifras que lo demuestren.
El 50% inexistente.
Más allá de las dificultades para determinar cómo se reglamenta la fiscalización de los aparatos, la ley también indica que “todas las instituciones, empresas públicas o privadas, lugares de trabajo o de estudios de cualquier índole, están obligadas a que al menos la mitad de su personal (50%) esté entrenado en Resucitación Cardíaca Básica”. En el supermercado en el que Luis tuvo una muerte súbita, por ejemplo, ningún funcionario sabía utilizar el aparato ese día y terminó siendo Mauricio, un cliente del lugar que justo estaba allí, quien resucitó al hombre.
Algo similar (pero con final trágico) ocurrió en la Terminal Río Branco el año pasado, cuando un hombre falleció a causa de un paro cardíaco allí y ningún trabajador de Copsa sabía cómo usar el desfibrilador (ver aparte).
Según el presidente del Consejo Nacional de Resucitación, Martín Everett, en todo el país hay aproximadamente 100.000 personas que fueron capacitadas para utilizar los aparatos. La cifra está muy por debajo del objetivo inicial que se propuso el organismo cuando salió la ley, que era capacitar a 700.000, lo que equivale a aproximadamente la mitad de la población económicamente activa. “La dificultad está en que es necesario renovar esa capacitación cada dos años. Así lo indica la ley. Entonces la cifra de personas que hoy estarían habilitadas para utilizar los aparatos es aún menor”, indica Everett y agrega que la importancia de formarse reside en que “se forma a personas para actuar no solo en sus lugares de trabajo sino también para actuar cuando vayan al cine, a un partido de fútbol o cuando se encuentren en cualquier situación”. Es “una forma relativamente simple de salvar vidas cuando ocurren imprevistos fuera de las instituciones médicas”, dice. Se calcula que el 80% de las situaciones de muerte súbita cardíaca son inesperadas y no suceden en hospitales.
Además, que exista un DEA en un lugar diferente a una institución de salud como puede ser una empresa o un supermercado significa que la persona tiene un 54% de chances de sobrevivir, mientras que la cifra pasa a ser 5% cuando no hay, según una investigación uruguaya de 2013.
El principal problema de las capacitaciones para usar los aparatos, además de que mucha gente no la recibe, es que quienes sí tienen interés en hacerlo “muchas veces caen en manos de instructores que no cuentan con la habilitación correspondiente” y son “chantas” que dan cursos “muy teóricos” cuando “es importante que este tipo de capacitación sea sobre todo práctica”, dice Everett. Son 10 los centros habilitados en todo el país para ofrecer estos cursos, según un listado de la comisión.
Los dos talones de Aquíles.
Los Desfibriladores Externos Automáticos actualmente tienen un costo de 1.500 dólares, casi la mitad de lo que salían cuando se aprobó la ley. Para el cardiólogo Alejandro Cuesta, “el costo ha dejado de ser la restricción más importante” para que las empresas accedan al aparato y ahora son las capacitaciones, que requieren pagarle a un centro habilitado y tienen una duración de tres horas.
Los DEA funcionan a partir de dos baterías: una principal, que vence cada siete años y debe ser renovada, y otra que monitorea el buen funcionamiento de la principal, que vence cada dos años. Los parches del aparato también tienen un gel que se seca y debe ser cambiado cada dos años. Cambiar la batería principal tiene un costo de 400 dólares, la otra de 67 y los parches 15. Como la ley deja claro que los “responsables de garantizar su mantenimiento y conservación” son los “organismos, empresas, instituciones públicas y/o privadas” que los tengan, el mantenimiento recae sobre las propias empresas y no sobre el MSP.
Reclamos de vecinos por muerte de bebé
En junio falleció un bebé de un año en Las Piedras que había llegado inconsciente a la policlínica Obelisco de ASSE. Inicialmente los vecinos se quejaron ante las autoridades y aseguraron que el pequeño falleció porque no había un desfibrilador para reanimarlo en el centro de salud.
Sin embargo, algunos días después, ASSE emitió un comunicado desmintiendo esa versión de los hechos. “No estaba apto para la desfibrilación debido a su cuadro clínico”, informó ASSE. El caso fue derivado al Comité de Seguridad del Paciente de ASSE Central, en donde se resolvió no iniciar una investigación administrativa respecto de este caso.
“Creo que hace falta que el tema se vuelva más ‘marketinero’ y se ponga de moda tener uno de estos aparatos. Muchas veces eso se contagia a pesar de que tenga sus costos y eso es importantísimo porque literalmente se está salvando una vida”, sostiene Cuesta y compara el tener un DEA con un bomberito: “No quiero hablar en contra de los bomberitos, pero lo cierto es que sirven para apagar un incendio, no necesariamente para salvar una vida. Con los DEA sí estamos hablando de que literalmente tienen la función de salvar vidas, entonces deberían ser más frecuentes”.
A pesar de que no se conoce la cifra con exactitud, desde la Comisión Honoraria para la Salud Cardiovascular y el MSP estiman que actualmente hay más de 4.000 DEA en todo el país. La mitad de estos aparecen en la aplicación móvil Cerca.
Cuesta cree que existen “dos talones de Aquiles” con respecto a la ley 18.360. El primero tiene que ver con la falta de fiscalización de parte del Ministerio de Salud Pública y el segundo con que los registros no están centralizados en una sola institución. “Todo debería pasar por el ministerio, pero las capacitaciones a instructores las da la comisión honoraria y a la vez la acreditación de esos instructores la determina Facultad de Medicina, entonces es todavía más difícil el control”, subraya.
A pesar de los esfuerzos de los expertos, quienes velan por su cumplimiento porque conocen los resultados y la evidencia científica de tener estos aparatos en lugares con afluencia de público sumado a personas capacitadas para usarlos, lo cierto es que esta ley parece letra muerta como tantas otras. El incumplimiento es extendido y tampoco parece haber lineamientos claros sobre su fiscalización de parte de las autoridades: los expertos hoy la califican como “inexistente”.
El hombre que murió porque nadie sabía usar el aparato
En setiembre del año pasado un trabajador de la empresa de ómnibus Copsa tuvo un paro cardíaco mientras se encontraba arriba de uno de los coches estacionados en la Terminal Río Braco y falleció.
A pesar de que en el lugar había un Desfibrilador Externo Automático (DEA), ningún empleado de la empresa ni de la terminal tenía conocimientos de resucitación y no sabían cómo utilizarlo.
La Asociación de Trabajadores de Copsa (ATC) decidió realizar un par tras el hecho y Andrés Martínez, integrante del gremio, indicó a El País en ese momento que la medida no era en contra de la empresa sino debido a la falta de asistencia médica en la terminal Río Branco. “Hay un desfibrilador de Cutcsa, pero no había personal capacitado para utilizarlo”, lamentó Martínez.
Dos meses después del fallecimiento, las autoridades del Ministerio de Transporte inauguraron una policlínica de la Asociación Española en la terminal que cuenta con servicio médico y de enfermería durante las 24 horas.
De acuerdo a la ley 18.360 de 2008, la terminal de Río Branco no solo debe contar con un desfibrilador de forma obligatoria, sino que además el 50% de sus funcionarios deberían estar capacitados en resucitación y saber utilizarlo en caso de una emergencia. La obligatoriedad reside en que se trata de un lugar en donde la “concentración media diaria” alcanza o supera “las 1.000 personas mayores de 30 años”, tal como indica la redacción de la ley.