Jorge Burel
Un español que para algunos fue quien mejor supo comer en su país, Víctor de la Serna, estampó en uno de sus libros una definición de gastrónomo a la que debe adherirse con entusiasmo: éste, el gastrónomo, no es aquel que requiere complicados platos, sino el hombre de paladar refinado que ama también, y sobre todo, las cosas simples, pero eso sí, cocinadas a la perfección. Sentado a la mesa, necesitado de alimento, pero también del goce que procura el incorporarlo a su cuerpo, vivirá en ocasiones la experiencia de las grandes elaboraciones —fruto dorado de las mejores tradiciones culinarias con siglos de historia—, pero con más frecuencia querrá encontrar en su plato la redonda perfección de lo simple, producto de una discreta y amable maestría que todo comensal sabe agradecer.
¿De qué estamos hablando? De una sabrosa y nutricia sopa, la gran ausente de nuestras cartas; de un huevo frito dibujado por su crujiente encaje, esa gorguera apenas quemada que enciende nuestro apetito; de un plato de pasta que abandona el hervor del agua en tiempo y forma para dejarse perfumar por un honrado tuco; de un bife de carne sacado de la parrilla en el momento exacto, en correspondencia con el particular paladar de quien lo pidió; de un pescado que conserva después de la cocción el discreto sabor de ese mar que abandonó para darnos la vida; de una ensalada cortada con el cuidado que requieren las cosas más serias de la vida, y no trozada a la que te criaste por un asesino de la huerta.
Imagine cada cual un plato sin pretensiones y a su gusto, y añádale después —juegos de la mente— la modesta perfección soñada. Lograr ese objetivo, ¿es cosa tan difícil? La experiencia de cualquier comensal obligado a alimentarse fuera del hogar con recursos acotados demuestra, con honrosas excepciones, que el honesto ejercicio de la cocina y la elaboración de esos platos que están en el abecé de lo culinario están ingresando en el desván de lo perdido, a igual título que el oficio de taraceador, de quien ya nadie se acuerda. Y poco importa que al mismo tiempo florezca el negocio gastronómico, con empresas que ensanchan con su creatividad los horizontes del triste paladar uruguayo, tan renuente a la exploración de nuevos sabores y tendencias. Porque esas ofertas, cuando son valiosas, están destinadas a los pocos que pueden pagarlas, y cuando no, resultan ensayos fallidos donde se descuida lo que se lleva a la mesa y se sobrestima la ambientación y la engañosa literatura del menú, letras pomposas para atrapar incautos.
Llegada es la hora de rescatarnos del marasmo de tanta chambonada y de cuidar amorosamente los platos que jamás deben ser traicionados, aquellos que están en nuestra memoria palatal porque llegaron inmediatamente después de la leche materna y que nos permiten, en la modestia de este país empobrecido, devolver la dignidad perdida al acto de comer. Y al hacerlo, con la bienvenida ayuda de cocineros y pinches, pongámoslos en nuestra elección muy por encima de la comida rápida, propia y ajena, y de los engendros vernáculos que deberían avergonzarnos cada vez que nos los llevamos a la boca.
Hagamos borrón y cuenta nueva, y volvamos a las fuentes: a la amorosa elaboración de lo simple, aquello que en su elemental perfección nos pone también a la altura del gastrónomo, según el aserto de don Víctor que encabezó las líneas escritas por un comensal tantas veces defraudado.