EN BUSCA DE UN TECHO EXPRÉS
Entre los que no quieren o no pueden dormir en un refugio, están los que optan por intentar pasar la noche en las salas de espera de la terminal Tres Cruces. No es una tarea sencilla. Hay que fingir que se aguarda un ómnibus, cambiarse de lugar y, sobre todo, jamás cerrar los ojos.
Este contenido es exclusivo para nuestros suscriptores.
Primero llega el ruido, y después el hombre. Las ruedas de la valija arrancan y frenan, arrancan y frenan sobre las baldosas de la vereda. Germán Rojas sigue ese ritmo para darse tiempo a respirar hondo. La coreografía es así: se detiene, tose, se aprieta el pecho, inhala, retoma la marcha arrastrando una maleta que le llega hasta el cuello y un balde igual de pesado.
Tiene 51 años. Más de 11 los trabajó en la pesca y seis en la construcción. Lleva cinco operaciones en las piernas, tiene un diagnóstico de enfermedad pulmonar obstructiva crónica y cuatro años de noches dormidas en la calle.
La de hoy será una más.
-En la calle me puedo defender; en un refugio, no -dice, mostrando una cadena que usa para atar sus pertenencias a donde sea que vaya a dormir.
No le queda otra: ayer nomás se despertó con el manoteo de alguien que tiraba de la valija para robársela.
En los refugios por los que pasó le sacaron una radio, un celular y un equipo de mate y termo. La radio la repuso y escuchando informativos se enteró de que este invierno ya murieron dos personas de hipotermia, y que según el último censo que realizó el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) son 1.043 los que pasan la noche a la intemperie, como él. Otros 995 paran en refugios.
Pero, advierte:
-Yo al frío no le tengo miedo, le tengo rabia.
Germán trabaja cuidando autos y come con la ayuda de los vecinos. Para combatir el frío, durante el día, a veces visita centros culturales o bibliotecas públicas. Otros en la misma condición que él prefieren entrar a hospitales, buscar salas de espera atiborradas y camuflarse allí, o usar la sala de computación de la Facultad de Ciencias Sociales.
Justo ahí fue que se conformó el flamante colectivo de personas en situación de calle “Ni todo está perdido”, que quiere constituirse como organización civil y participar en el armado de políticas y programas para esta población e, incluso, gestionar refugios.

Pero, cuando oscurece, las opciones para refugiarse gratis, por fuera del sistema público, se agotan. La más popular es pernoctar en la terminal Tres Cruces. Aunque, para lograrlo, “hay que saber cómo simular ser un pasajero”, dice Germán.
Y eso no es para cualquiera.
Trasnochar en la terminal.
Afuera la temperatura es de seis grados. En noches como esta -y en otras noches también- las dos salas de espera de Tres Cruces, donde cada mes circulan 950.000 pasajeros, se convierten en un espacio caliente para esquivar la calle. Pero la terminal combina el ingreso público con una gestión privada y por eso, para que se convierta en un techo transitorio, hay que saber cómo pasar desapercibido.
A los que vienen en busca del calor se los reconoce por la forma de toser. Tosen como si fuera un tironeo profundo desde el centro del cuerpo. El resto, los que realmente están aquí aguardando para viajar, bostezan.
Los que tosen se sientan solos. Son los únicos que no tienen un celular en las manos, ni un equipaje a sus pies. Algunos colocan en el asiento contiguo una mochila rota, o un estuche de guitarra, o un par de bolsas de nylon: lo que sirva para disimular.

Comienzan a llegar sobre las 22 horas, cuando el movimiento todavía es fuerte y los 100 guardias que custodian la terminal y el shopping tienen más trabajo. Es en ese rato en que aprovechan para cerrar los ojos.
La prueba de fuego para permanecer durante la madrugada empieza cuando los 1.100 servicios de ómnibus diarios merman. Junto con el transporte se marchan los funcionarios de las compañías y los pasajeros. Luego, las escaleras mecánicas se apagan y el acceso a los niveles superiores se bloquea. De a poco, el murmullo de Tres Cruces se calla.
Los guardias -de tristes trajes negros- se ubican alrededor de las salas de espera. A donde uno mire hay un guardia que lo observa: no queda ni un punto ciego para huirles. En este momento, los que pretenden pasar allí la noche deberían empezar a cambiarse de lugar, para así evitar sospechas y que les exijan el pasaje que justifique su presencia.
Germán, el hombre que duerme en la calle, ya lo había aconsejado:
-Si vas a Tres Cruces no podés por nada del mundo dormirte, si no te delatás. O comprás un pasaje barato de un viaje que salga bien tarde, o te vas cambiando de lugar para mantenerte despierto y despistar a los guardias.
Esa es la estrategia que sigue el hombre de gorro de lana amarillo. Alterna de una sala a la otra y siempre elige los asientos pegados a las ventanas o las paredes, es decir, los que tienen un respaldo. Se sienta y apoya la cabeza, pero ya no cierra los ojos.
Él es el único que busca una moneda en sus bolsillos para dársela a un adolescente que entra y ofrece estampitas, recorriendo las hileras de asientos como si fuera un circuito que conoce de memoria. Apenas vislumbra que un guardia de espalda ancha y pelo canoso estira el cuello y lo ve, se escabulle y sale por una de las tres puertas de entrada.
Solo unos minutos después, en la otra sala de espera, una joven intenta el mismo truco. Ella entrega una hoja fotocopiada que dice: “Hola se que siempre que pido una moneda molesta pero prefiero pedirle/a. Muchas gracias que Dios lo/a vendiga”. El blanco de la hoja contrasta con el color morado de la mano que extiende. Hinchada, áspera, fría.
-¿Dónde vas a pasar la noche? -le pregunto.
-No, no tengo donde. Yo soy sola. Me tengo que ir porque me vio el guardia- responde apurada.
Logra dar un par de vueltas entre las butacas coloridas de la terminal, pero el mismo guardia canoso de espalda ancha le camina detrás repitiéndole al oído que ya sabe que no puede estar ahí.
La mujer ni voltea, ni siquiera lo mira, y sale al frío.
Robert de Mello, integrante del colectivo Ni todo está perdido, me contará que los que no logran pasar la prueba terminan durmiendo en la plaza. Pero de allí los saca la Policía.
-Te sacan de los bancos de las plazas, te sacan de la explanada de la intendencia, no te dejan entrar a los baños. Cada vez hay menos espacios de convivencia y cada vez estamos un poco más aislados, como si fuéramos contagiosos.
Los falsos pasajeros observan la escena y se enderezan en la silla. Frente a ellos, un cuadro se titula “Donde se encuentra un país”.
El arte de fingir.
Cuento 13 personas que dan señales de no tener boletos. Esta noche el número excede el promedio indicado por Marcelo Lombardi, gerente general de Tres Cruces. Él estima que, cada día, son unos nueve los que intentan “dormir” en la terminal.
Entre los 13, hoy hay tres mujeres. Aunque todavía no es medianoche y hay muchas más sillas ocupadas, en estas salas de espera nadie conversa. El silencio lo interrumpen dos de estas mujeres, que están hablando solas.
A la más joven nadie la conoce. De la mayor -una anciana con la tinta del pelo impecable y elegante tapado negro- me dirán que es una jueza jubilada que tiene un apartamento sobre la avenida 18 de Julio, pero que lleva ocho años yendo por las noches. Una vez fue a buscarla una nieta y le pidió llorando que volviera a su hogar. No hubo caso.
-A ella los guardias ni la tocan porque si no se pone malísima y grita una barbaridad- cuenta Noe, empleada del café que permanece abierto las 24 horas.
Del hombre de gorro amarillo, el que se cambia de lugar, dice que es un trabajador que le pasa el sueldo entero a su familia y que viene cada vez que no le alcanza para dormir en una pensión. Noe escucha sus historias mientras les sirve una bebida caliente, o les da un vaso de agua. Aunque el último censo del Mides reveló que se redujo la ayuda de vecinos (14%) y de comerciantes (4%) hacia las personas en situación de calle, en Tres Cruces la solidaridad todavía existe.
-Acá esta escena se repite cada noche. Algunos vienen porque no tienen hogar y otros porque no tienen dónde pasar esa noche puntual. Pero este invierno veo más caras nuevas. Durante el día vienen también, pero por un rato y se van. En la noche los ves que intentan quedarse hasta que amanece.
A las 00:30 un guardia amable avisa que únicamente se habilitará una sala de espera, porque la otra se va a limpiar y permanecerá cerrada la mayor parte de la madrugada. Aquí es cuando uno de los 13 decide marcharse. Era un chico demasiado joven, con una lastimadura en la mejilla y una mirada asustada y alerta. Es probable que de haberse quedado lo delatara su inexperiencia en esto de fingir: observaba permanentemente a los guardias y se cambió demasiadas veces de lugar. Los excesos, se sabe, siempre son un problema. Ahora, se aleja cargando dos bolsas de nylon medio rotas, y se pierde.
Otro del grupo de los 13 llama la atención, pero nadie le dice nada, nadie parece ver nada. El hombre camina sosteniendo sus zapatos en una mano: lleva puestas un par de pantuflas deshilachadas.

La amiga del café.
Calefacción. Café caliente. Cargadores gratuitos para el celular. Wi fi. Baños limpios: el tránsito nocturno del Tres Cruces no siempre termina en la sala de espera.
En uno de los dos baños de mujeres que está habilitado a la 01:00 A.M., una señora -abrigo rojo, demasiado colorete, pelo largo canoso- roba papel higiénico. Cuando nadie la ve, toma un poco, lo moja y se lo pasa por la piel del cuello. Si alguien más comparte el espejo con ella, se detiene y aguarda estática hasta no tener más compañía.
Anderson ingresa por la puerta principal, cantando. El hombre de mediana edad se acoda en la barra del café que atiende Noe con la confianza que da la costumbre. Abre una bolsa transparente llena de monedas y saca tres pesos.
-Te los debía de ayer -le dice.
Entonces gira hacia mí y me muestra la pantalla de su celular: está escuchado a Rod Stewart.
-Él es el mejor. Yo pagaría $ 2.000 ó 3.000 para verlo. Yo solo escucho oldies y solo hablo con la gente extranjera. Con los extranjeros y con Noe. Y ahora con vos. ¿Vos no serás cantante de country?
En la sala de espera aparecieron caras nuevas. Llegó una pareja. Ella se descalza y pone una manta en el piso para apoyar los pies. Descansan uno apoyado en el otro, pero no llegan a dormirse: saben que no pueden.
Un hombre rompe la calma del lugar -las mujeres que hablan solas cabecean en silencio- y sale de su personaje.
-Deme una moneda, señora, no pude ir al Mides hoy- le dice a una pasajera que lleva el boleto en su mano. La mujer le responde que no-. Ah, ¿no me la da? Guárdesela señora, guárdesela.
Lo ve el guardia.
-Dame una moneda, vivo en el Mides, tengo la permanencia en un refugio, pero hoy no pude entrar. Pero rápido, me tengo que comprar un pasaje a Solymar para que no me saquen. ¿Solo $ 5? ¿No tenés más? Necesito $ 40.
Lo saca, el guardia.
El hombre sale gritando.
-¡No te dejan ni hablar! ¡Ni hablar te dejan!
En código.
A las 02:00 el silencio es intenso. Por los corredores pasan los empleados de limpieza y algún que otro pasajero recién bajado del ómnibus. La escasa actividad que queda se concentra en torno a los comercios abiertos: dos kioscos, el café, Mc Donald’s y un local que vende artículos para celulares.
Hasta la barra de Noe -donde sigue acodado, como cada noche, Anderson- llega un guardia con ganas de charlar. Explica que además de personas sin techo, ahí se dan situaciones de robo y de prostitución. Por eso tienen un código.
-Código 32: código pichis -dice.
A algunos los tienen identificados y les piden que se retiren apenas los ven. Con otros, en las noches frías, se tiene compasión. Por lo general se controla que todos los pasajeros que están allí tan tarde tengan boletos, pero ya pasaron las tres de la madrugada y aquí nadie nos los pidió.
Esta es una noche de suerte.
Alicia escucha al guardia. Tiene 57 años, es pequeña y delgada, lleva el pelo canoso, usa un pantalón y una campera gastados y carga una mochila. Sugiere que sería conveniente investigar por qué los guardias se ensañan con expulsar a las mujeres más que a los hombres.
Noe, que hace las presentaciones, aclara que Alicia es funcionaria del Mides y que cada noche consulta si alguien quiere irse a un refugio. Alicia hasta hace un ratito ayudaba a Noe pasando un fregón sobre la barra del café. Dice que está esperando un ómnibus que sale a las 03:30 y la llevará a San José: tiene que visitar un refugio.
-Tengo tres costillas rotas de la patada que me pegó un hombre al que le acerqué una bandeja de comida. Me pegó porque lo tomé por sorpresa. Trabajé en varios refugios. Vengo acá y les digo a los que veo en la sala de espera que no se hagan echar, que no pasen frío, que mejor llamamos al Mides y duermen calentitos, pero muchos no quieren.
Toma café. Habla de números. Según sus cálculos son unos 3.000 y no 2.038 -como arrojó el último censo- los que no tienen hogar.
-A mí el Mides me paga un sueldo para que le haga mandados. Le llevo dinero a los refugios. El otro día le llevé $ 200.000 a los de San José.
-¿Para qué es ese dinero?
-Para que tengan en la caja, para comprar lo que necesiten los usuarios.
-¿Dónde los lleva?
-Ocultos en la ropa.
-¿Y por qué en efectivo?
-Al Mides no le gustan las transferencias bancarias.
Desde el Mides me dirán que por el nombre y la descripción, Alicia es una antigua usuaria. Que no recibe ningún sueldo del ministerio porque no realiza ninguna tarea para el mismo. Lo que sí es cierto es que muchas veces llama o envía mails a las autoridades para avisar de personas en situación de calle.
Pero nada más.
Alicia cree que hacer una crónica acerca de la gente que intenta pasar la noche en Tres Cruces sería una buena idea. Me da su teléfono para coordinar una entrevista, si así lo autoriza el equipo de comunicación. Se despide, pero antes me quiere contar un secreto:
-El otro día hablando con Marina (Arismendi) sobre cómo es que hay tanta gente en la calle, me decía, ‘Alicia, decime vos, que tenés tanta experiencia atendiendo refugios, ¿qué opinás? ¿En qué hemos fallado?’
Cumplo con mi promesa y llamo a Alicia para este artículo, pero el número que me dio no existe.
El complejo con más guardias y cámaras de todo el país
Marcelo Lombardi, gerente general de la terminal y el shopping Tres Cruces, dice que ningún otro complejo en el país tiene 430 cámaras y 100 guardias de seguridad. En breve, las cámaras pasarán a ser 600 y tendrán incorporado un sistema de reconocimiento facial. Sin embargo, aclara que la permanencia diaria de unas nueve personas que intentan pasar la noche en las salas de espera no representa un problema de seguridad.
“Lo que genera es incomodidad para los otros pasajeros, sobre todo porque a veces se han dado situaciones de personas con una mala condición higiénica”.
El protocolo es: una vez identificadas, si no acreditan motivo de presencia, se les solicita que se retiren. “Les ofrecemos llamar al Ministerio de Desarrollo Social, pero lo común es que se nieguen”, relata. Si no quieren irse, se realiza una denuncia policial para apelar a la ley de faltas.
“Estas son salas de espera que no tienen uso ni fin de albergar a personas en situación de calle. Es un problema para nosotros, y en varias oportunidades lo hemos conversado con el Mides, pero se necesita una normativa que hoy no existe”, dice Lombardi.