Luis Gómez, Pablo Ordaz, Francisco Peregil; El País de Madrid
El portero Luis Garrudo acostumbra salir de su casa poco antes de las siete, pasear los 240 metros que lo separan de la estación de Alcalá de Henares y conseguir los periódicos gratuitos. Ese jueves 11 de marzo llaman su atención tres hombres que salen de una furgoneta blanca, una Renault Kangoo, y se dirigen a la estación. Garrudo camina un rato detrás del más alto. Los otros dos se quedan rezagados.
Al portero le choca que ese hombre alto, que lleva colgada una mochila del hombro izquierdo, se cubra la cara con una especie de pañuelo o bufanda blanca. Y que los otros lleven gorras de lana. Demasiado para una mañana agradable. No hace frío. Piensa:
—Parece que éstos van a robar un banco.
Alberto Ruiz-Gallardón, el alcalde de Madrid, está despierto. Nunca logra dormir más allá de las seis de la mañana, pero se queda en la cama escuchando la radio, las novedades de una campaña electoral en su recta final.
La voz del periodista Iñaki Gabilondo viaja ya en los coches que entran en la ciudad. Es un día normal. Si acaso, los conductores más observadores pueden notar una mayor, aunque discreta, presencia policial. Se sospecha que la banda terrorista vasca ETA quiere amargar la cita electoral, desde que uno de sus comandos cayó en una carretera transportando una furgoneta con más de 500 kilos de explosivos. Gabilondo saluda a los oyentes:
—Buenos días, son las siete de la mañana. Jueves 11 de marzo. Parece que llega un nuevo frente de lluvias. Hoy es el Día D menos tres, estamos a menos de 48 horas de que finalice la campaña.
José Serra Rexach no puede escuchar radio. Como cada mañana, se dirige en su moto hacia el hospital Gregorio Marañón. Lo primero que hará como director de asistencia sanitaria será evaluar cómo fue la noche en urgencias. No sabe aún que fue la peor en siete meses: 125 enfermos, muy por encima de los 80 de promedio.
Un enjambre de ciudadanos accede al andén que comunica las vías 4 y 6 de la estación de Alcalá de Henares. El tren de las siete parte puntual, como de costumbre.
En la estación está Mari Carmen Lominchar, programadora informática de 34 años, embarazada de tres meses. Hace un cuarto de hora le acaba de dar un beso a su marido en la cama. No se verán hasta la noche porque él es policía y tiene turno de tarde. Es la rutina de cada tren de cercanías: miles de vidas, con sus esperanzas y sus decepciones, la mirada perdida por el sueño, transportándose hasta la capital. Cada cinco minutos parte de Alcalá un convoy cargado.
En la estación de Santa Eugenia sube Cayetano Abad, técnico de comunicaciones del Ministerio de Hacienda, junto a su hija de 14 años. Todo este torbellino de gente no termina de gustarle a Abad, que prefiere su pueblecito de Cuenca.
El portero Garrudo apenas es un espectador en ese ajetreo. Él no viaja. Vuelve a casa con los periódicos gratuitos. Todavía puede ver la camioneta de la que bajaron aquellos individuos que tan mala espina le dieron... Ignora que esa furgoneta fue robada el 28 de febrero. Dentro hay ropa, y bajo el asiento del copiloto, un trozo de cartucho de dinamita y siete detonadores. También una cinta grabada con versos del Corán: "En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso".
En la región del corredor del Henares, en Madrid, está en hora punta. El tren que partió de Alcalá a las 7.00 está entrando en Atocha. El que salió a las 7.05 se encuentra a medio camino. El de las 7.10 se acerca a El Pozo. El de las 7.15 acaba de entrar en la estación de Santa Eugenia. Cuatro trenes cargados de bombas. Esos hombres que aún están en la retina del portero han repartido bolsas con explosivos. A las 7.15 horas el trabajo está terminado: cuatro trenes llevan 14 bombas y 6.000 personas. Son ahora los trenes de la muerte.
A las 7 horas, 36 minutos y 47 segundos suena el teléfono en la sede de Emergencias de la Comunidad de Madrid, el 112. Es una llamada desde la estación de Santa Eugenia. El telefonista sabe bien qué hacer: seguir el protocolo. Escucha y teclea en su computadora tres palabras: "Explosión" y "Santa Eugenia". La propia computadora le indica a qué organismos avisar: ambulancias, policía, bomberos. El telefonista sólo tiene ahora que apretar la tecla "Despachar" y una alarma sonará en todos los organismos.
Pero antes de que presione la D, en ese mismo minuto, tres personas —las tres llamadas García— están atendiendo llamadas en tres lugares distintos.
Félix López García lleva 40 años trabajando en los servicios de emergencia del Ayuntamiento de Madrid. Apenas le faltan 20 minutos para irse a casa. A las 7.39 llama un empleado de seguridad desde Atocha.
—Llamo porque acaba de haber una explosión dentro de la estación. Seguro que tiene que haber heridos.
Ni bien cuelga, a López García le entran tres llamadas más. Una desde Santa Eugenia y otra desde El Pozo. Sus 40 años de experiencia le dicen que se trata de un atentado.
En la central de la Policía Municipal está Ángel García de Dios. Son las 7.39 y entra una llamada desde un celular. Es una voz adulta, visiblemente agitada. Ángel tiene el oído educado: sabe reconocer a los bromistas.
—He oído una explosión y estoy en la estación de Atocha.
—¿Dónde se encuentra? ¿Me puede indicar el lugar exacto?
—He escuchado una explosión en un vagón.
En ese momento se produce una interferencia en la comunicación provocada por otro estallido. Continúa hablando.
—¿Lo ha oído?
—Sí. Vamos a enviar con urgencia efectivos para allá.
En la estación de bomberos número 6, Gerardo García está en la centralita desde la siete de la mañana. Suena el teléfono.
—Por favor, rápido a la avenida de Santa Eugenia, en la estación de ferrocarril, una bomba.
—¿Una bomba?
—Sí. Soy bombero, manda ambulancias, bomberos y policías. Una bomba. Está la gente aquí tirada.
Los tres García atienden las llamadas. Mientras, el operador del 112 despacha la orden de alerta y suena la alarma en los bomberos, la policía y el servicio de ambulancias.
Madrid está ya despierta. El tráfico bombea automóviles por las arterias de la ciudad. La radio advierte de algunos embotellamientos. De pronto se anuncia una noticia de último momento. Gabilondo lee despacio, como pisando un edificio a punto de desplomarse:
—Ha habido una explosión hace unos minutos en las vías del tren de alta velocidad. Al parecer no hay heridos. Una explosión en el interior de un vagón que, al parecer, estaba vacío. Ya les daremos más detalles.
Son las ocho menos ocho.
El caminante
Una mujer llamada Aroa viaja en el primer tren que explota. Sale corriendo hacia el andén, busca su celular y llama a la oficina para decir que hubo una explosión, que está bien, que llegará tarde... Pero al otro lado del teléfono no hay nadie. Lo que suena es el mensaje grabado, el pitido inconfundible del contestador. Aroa apenas puede articular palabra, jadea, se asfixia, no oye nada, cree hablar con una compañera de trabajo y dice:
—Montse, oye... Estoy... Estoy en Atocha, ha habido una bomba en el tren y hemos tenido...
Se oye otra explosión.
—Ahh, socooorro, ahh...
Suena una tercera explosión. Los gritos de Aroa y de otros viajeros aumentan y se confunden en la lejanía. Se interrumpe la comunicación. El contestador emite un segundo pitido y la oficina vuelve a quedar en silencio.
Los conductores escuchan en la radio desde sus vehículos:
—Hay que evitar Atocha porque se están produciendo retenciones en esa zona. Está tomada por peatones en la calzada.
Se trata de viajeros que huyen del espanto, algunos malheridos, aunque desde la altura de las cámaras sólo son, todavía, peatones que toman la calzada.
El alcalde Ruiz-Gallardón sigue en casa. Suena su celular. Es un mensaje de texto de Pedro Calvo, su concejal de Seguridad:
—Explosión en Atocha. Parece muy grave. Te mantengo informado.
En la estación de Santa Eugenia, Cayetano Abad se despierta en el pasillo del tren abrazado a su hija Ana. Ha recobrado el conocimiento tras la explosión. Está aturdido, pero se levanta. Su hija, que ha perdido los lentes, quiere recoger un telégrafo, el trabajo manual que tiene que presentar en el colegio. Pero Abad le dice que es mejor irse. Él tiene la nariz quebrada, la cabeza cortada por varios cristales, el labio inferior roto y la cervical y el pecho contusionados. Casi no oye. Y no quiere llorar delante de su hija. Él nunca vio llorar a su madre y ese recuerdo lo ayuda.
—Papá, vámonos a casa— grita Ana llorando.
Se abren paso entre brazos y vísceras.
Gallardón sigue escuchando la radio. Llegan las primeras noticias, parecen preocupantes, pero no dramáticas. Es él ahora quien llama a su asistente Calvo.
—Están actuando ya las urgencias. Ha sido una bomba. No han rastreado la zona, así que quédate donde estás. Yo tampoco puedo acercarme. No puedes venir.
El alcalde no le hace caso. Da orden a su chofer de dirigirse hacia Atocha. Sigue escuchando la radio.
Gabilondo da paso al periodista Severino Donate para que relate lo que ve:
—La imagen es muy parecida a las que vemos en Jerusalén cuando explota un autobús. Veo dos vagones reventados. Hay muchísimos heridos. Puede haber víctimas mortales.
Serra Rexach tiene una pequeña radio encendida en su despacho del hospital Marañón. De pronto oye las sirenas de las ambulancias. Decide bajar a urgencias.
Las emisoras de radio han modificado ya su programación. Habla Gabilondo:
—Parece que ETA está detrás de todo esto y asoma con su lenguaje habitual de miedo, horror e ira. Esa es la impresión que todos tenemos.
Son las ocho y siete.
La realidad es pavorosa en urgencias. Varias ambulancias descargan heridos. Hay desconcierto y preguntas. ¿Qué ha sido? ¡Una bomba! ¿Cuántos heridos hay? ¡Muchos!, ¡muchos!, ¡es una situación de guerra!
La noticia recorre todo el hospital. El incesante sonido de las sirenas pone en guardia al personal sin necesidad de una orden. No hay cambio de turno a las ocho de la mañana. Todos deciden quedarse. Y actuar de prisa.
Prioridad uno: despejar la urgencia de los enfermos de la noche. Quien puede empuja una camilla. Se ve a un catedrático haciendo de portero. Sale una cama cada 15 segundos. El personal improvisa: una enfermera ordena que sólo se cambien las sábanas manchadas. Hay que liberar camas como sea.
En el parque del Retiro, un joven de 30 años camina despacio, con la vista perdida. Camina y camina. Viene de Atocha y no recuerda qué pasó. Viene de un tren que explotó, pero lo ha olvidado. Sólo camina.
En urgencias, el drama está vivo. Más ambulancias. Personas cuyos rostros sangran en abundancia. Es el efecto de la metralla. Lesiones leves, aunque muy llamativas. Todo es muy rápido: entran 229 heridos entre las 7.56 y las 9.15. Jamás el hospital Marañón había soportado una presión semejante. Un urólogo, apostado a la entrada de las ambulancias, decide hacer un primer diagnóstico visual y gritar si el herido necesita silla o camilla.
—¡Silla!
—¡Camilla!
—¡Camilla!
—¡Silla!
Un segundo equipo médico improvisado hace una segunda evaluación unos metros adentro. "¡Éste, a traumatología! ¡Éste, a rayos X! ¡Éste, a quirófano! ¡Rápido! ¡Rápido!". Todo el hospital actúa guiado por una mano invisible. Los 40 quirófanos se despejan, se suspenden las operaciones programadas. Los cirujanos harán una primera intervención de urgencia, luego quizás una segunda. O una tercera. Una enfermera toma otra decisión unilateral: escribe con un rotulador el nombre del paciente, de aquel que puede hablar o está consciente, en la cara o en el pecho. No hay tiempo para hacer un registro.
—¡Deprisa! ¡A traumatología!
El joven de 30 años que camina por el Retiro no deja de andar. No sabe que viene de Atocha. Su familia lo busca. No sabe nada. Sólo camina.
Suena un teléfono de urgencias. Es el responsable del área de rehabilitación.
—Vaciamos el gimnasio. Hay sitio para 15 camas.
El área de radiodiagnóstico realiza 110 escáneres en tiempo récord. Fallecen tres heridos de los que entran en esa primera hora. Muchos enfermos dejan su habitación voluntariamente.
—Mire, yo vengo otro día. Dejo mi cama.
El alcalde Ruiz-Gallardón llega a Atocha. Lo que ve supera todo lo imaginable: gente destrozada, heridos mutilados que mueren a metros de distancia.
La onda mató a María Lominchar, la programadora informática embarazada. Su marido, el policía José Antonio Alcázar, duerme en casa ajeno a la tragedia.
En el mismo andén acabó sus días el peón marroquí Osama el Amrati, de 23 años, que había dejado la noche anterior un mensaje en el celular de su novia Beatriz: "Habebe... eres mi vida, Te quero, asta mañana". No hay mañana.
La policía está nerviosa. Uno de los perros parece que ha olido algo. Toman en volandas a las autoridades y las sacan del lugar. A toda velocidad. A empujones. No hay evaluación de daños todavía.
A las 9.30, el presidente autónomo vasco, Juan José Ibarretxe, dice ante las cámaras de televisión:
—Los terroristas son simplemente alimañas. Qué monstruosidad, qué espanto tan grande... ETA está escribiendo sus últimas páginas.
Tampoco él, a esta hora, duda de la autoría de ETA. Llama al alcalde de Madrid para darle el pésame. Y ni bien termina su intervención televisada, en la que se muestra muy afectado, recibe una llamada de Arnaldo Otegi, portavoz de la ilegalizada Batasuna, brazo político de ETA. Otegi, que nunca ha condenado un atentado de ETA, le muestra su enfado. Le traslada lo que unos minutos después dirá en público:
—En la izquierda abertzale (nacionalista) no contemplamos ni como hipótesis la posibilidad de que sea ETA. ETA a lo largo de su historia siempre ha avisado de la colocación de explosivos...
Una periodista intenta preguntarle si la condena sería la misma si fuese ETA...
Otegi no admite preguntas.
Luis del Moral, un ex ferroviario jubilado de 67 años, sigue atento a las noticias desde su casa. Vive frente a la estación de Alcalá. Sobre las 10 decide salir a hacer las compras. Al salir de casa, el portero le comenta que vio a unos chicos muy raros salir de una camioneta, muy tapados para el poco frío que hace. "Me puse nervioso. No me podía aguantar de los nervios. Vi un coche de la policía en la estación y me dirigí hacia ellos", cuenta luego.
En cinco minutos, un auto camuflado llega a su casa. Llegan más policías, traen un perro que olfatea la furgoneta, ordenan al vecindario que no salga de casa. Tres horas después, la camioneta es transportada en una grúa a las dependencias policiales. En su interior viajan las primeras pistas.
Un joven pasea por el Retiro. Camina y camina. Nadie repara en él. Su familia lo busca, pero él no lo sabe. No sabe nada. No recuerda nada. Estuvo en Atocha.
Paseará por el Retiro durante más de 24 horas mientras su familia lo busca en la improvisada morgue de un centro de convenciones. Alguien lo lleva el viernes a la urgencia del Marañón. Dos días después será dado de alta. Sufrió un estrechamiento del campo de la conciencia.
"Fuentes de La Moncloa"
Un policía, Jacobo Barrero, acaba de encontrar una bomba sin explotar en la estación de El Pozo. Está escondida en una mochila negra, debajo de un asiento del tren atacado. De una fiambrera naranja salen dos cables, uno negro y otro rojo, que llegan hasta un viejo teléfono celular. Barrero se imagina que si la bomba no ha estallado ya, no tiene por qué hacerlo ahora. La toma con cuidado, la saca del tren y la coloca detrás de una papelera, lejos de los heridos. Llegan los artificieros.
El más veterano, curtido en Angola y en Congo, la observa y decide colocarle un cebador para que explote. La bomba estalla con gran estruendo. El policía olfatea el ambiente. Un artificiero guarda en su memoria todos los olores que pueden llevarlo a la muerte. Y esta mañana, en la estación de El Pozo, el aire queda impregnado de un olor picante, intenso. No puede ser cloratita ni Titadyne del que posee ETA, robado en Francia y gastado hasta el punto de que no huele más que a humo. El aire tampoco huele a amoníaco, y por tanto no es amonal. La bomba, piensa el artificiero, está compuesta por dinamita. Por eso el aire desprende esa sensación picante.
Las radios piden a los madrileños que dejen las calles libres en la zona de los atentados. En los 20 minutos siguientes a la explosión se reciben 200 llamadas de angustia en el 112. Y el tráfico en Atocha se reduce hasta el punto de que las ambulancias llegan y se marchan casi sin dificultad. En el palacio de la Moncloa, el presidente José María Aznar está reunido con ministros y el director de Inteligencia.
En Atocha, hasta las autoridades tienen dificultad para comunicarse. La red de telefonía móvil no puede sostener tantas llamadas. Deciden utilizar las radios de la policía. Las ambulancias logran evacuar en hora y media a todos los heridos graves y trasladarlos a 13 hospitales. El que más víctimas recibe es el Marañón. Es mediodía. Los familiares esperan angustiados que algún médico nombre a su ser querido. Las listas son interminables. Se leen una y otra vez y luego se abre un mostrador bajo un cartel que dice:
—Familiares que no están en las listas.
La gente se agolpa para dar cualquier dato que ayude a encontrar a su ser querido: un piercing, un arete, una operación de apendicitis, un diente de oro... Ya se sabe que el número de muertos es muy alto. Se habla de más de 70. La cifra aumenta tras cada llamada. La magnitud de la tragedia parece inabordable.
Ruiz-Gallardón consulta con Carmen Baladía, directora del Instituto Anatómico Forense. Allí sólo caben unos 40 cadáveres. La respuesta tiene que ser rápida. Calvo, el consejal de Seguridad, piensa en un centro de convenciones cercano al aeropuerto de Barajas: hay que montar una morgue inmensa en menos de dos horas.
La morgue está lista en una hora. Carmen Baladía recoge guantes, mascarillas, bisturí, pinzas, hilo para coser, material de radiología y se marcha hacia allí. A lo largo de las siguientes horas se incorporan 60 forenses.
Aznar llama a su rival, José Luis Zapatero. De un tiempo a esta parte, sólo lo llama cuando hay un atentado. Su primera frase es cortante.
—Espero que no haya dudas de que es un atentado.
Aznar menciona enseguida a ETA. La Moncloa inicia una intensa labor informativa. Es Aznar quien personalmente llama a algunos directores de periódicos. Las conversaciones son muy breves y en todos los casos hay una frase que suena a estribillo:
—No tengas dudas de que ha sido ETA.
De forma paralela, una funcionaria llama a los periodistas extranjeros en Madrid. También insiste en la autoría de ETA. Un corresponsal le pide argumentos. Y la funcionaria, que obedece órdenes, responde que son cuatro. Uno: porque usan los mismos explosivos, una mezcla con dinamita de la marca Titadyne. Dos: porque los terroristas están ansiosos por cometer un atentado en Madrid. Tres: porque ETA siempre tarda unas semanas en reconocer un atentado. Y cuatro: porque el modus operandi responde al operativo preparado para la noche de Navidad cuando ETA pretendió cargar de explosivos un tren que se dirigía de Irún a Madrid. La secretaria termina siempre su llamada con la misma frase:
—Podéis decir que esta información procede de "fuentes de La Moncloa".
Siguen llegando familiares al hospital Marañón. Quieren saber. Pero ¿dónde están las víctimas? Nadie ha tenido tiempo para anotar dónde han sido enviadas. Menos mal que una enfermera les escribió su nombre en la piel. Se arma un equipo de voluntarios para recorrer el hospital buscando a los heridos: se apuntan estudiantes, enfermeros, vigilantes. Siempre hay alguien disponible.
A las 13.30, el ministro del Interior Acebes anuncia que hay 173 muertos y 600 heridos y expresa su creencia de que ETA cometió el atentado. Califica de "absolutamente intolerable cualquier intoxicación por parte de miserables". Se refiere a lo dicho por Otegi unas horas antes. Acebes no anuncia que la policía tiene un testigo. Pero lo hay. Alguien que dice haber visto a los hombres que se bajaron de la furgoneta. No hay tiempo que perder.
El testigo cree que lo llevan a la comisaría de Alcalá de Henares. Se sorprende cuando los policías, que van escuchando la radio, toman la carretera de Madrid. Apenas hablan. Sólo hay un momento en que el testigo, muy nervioso, arremete contra el jefe de Batasuna.
—¡Y este impresentable dice encima que no fue ETA!
Se queda helado cuando escucha la respuesta de uno de los agentes.
—Es que no fue ETA.
En el coche de la policía sigue puesta la radio. En el informativo, Acebes asegura que es ETA. Uno de los policías comenta:
—¡Y éste todavía sigue con que es ETA!
Zapatero sólo escucha por unos minutos la intervención de Acebes. A las 13.45 se presenta ante la prensa. No se aparta un milímetro de la tesis oficial:
—Estamos ante el atentado más horrendo de ETA.
Luego ofrece un mensaje de unidad política.
A las 14.30, es el momento de Aznar. Su primera frase es contundente:
—El 11 de marzo de 2004 ocupa ya su lugar en la historia de la infamia.
Aznar hace una referencia a las víctimas, comunica que se han decretado tres días de luto y anuncia la convocatoria de una manifestación bajo el lema "Con las víctimas, con la Constitución y por la derrota del terrorismo". Califica a los terroristas de asesinos y fanáticos y habla de "la banda terrorista". Pero en ningún momento menciona a ETA.
Los asesores de Zapatero escuchan a Aznar desde una sede del Partido Socialista. Les choca que no pronuncie la palabra ETA. Se lo comentan a Zapatero. Y él responde:
—Si el gobierno dice que es ETA, estamos con el gobierno.
Los investigadores que trabajan sobre el terreno no contemplan la hipótesis de ETA. La Policía tiene preparadas tres fotos de extranjeros para mostrarle al testigo. Todas las preguntas encaminadas a obtener una descripción de los terroristas hacen hincapié en su aspecto extranjero.
A las tres de la tarde ya hay almacenadas 200 bolsas de basura con enseres personales de las víctimas. Desde el interior de las bolsas siguen sonando celulares. En una aparece el estuche de los lápices de una niña pequeña.
Miguel Sebastián, uno de los hombres fuertes de Zapatero en materia económica, llega a Madrid procedente de Las Palmas. Al poco de llegar recibe una llamada desde Washington. Es un antiguo compañero de Universidad, un colega que trabaja en el mundo de las finanzas con buenas conexiones en la Casa Blanca. El interlocutor le quiere hacer llegar un comentario:
—Miguel. Es Al Qaeda.
—¿Es fidedigna esta información?
—Al 99%.
La bomba que nunca explotó
Todos han salido al patio. Algunos llevan bolsas negras de basura anudadas a sus brazos. A la hora del almuerzo, uno de ellos colocó junto al cajón del pan una nota:
—A las cinco de la tarde, en el patio del módulo, cinco minutos de silencio por las víctimas.
Y ahora están aquí, en el patio de la cárcel de Valdemoro. Hombres como Paco o Antonio, ya maduros, encarcelados por robo o tráfico de hachís, que hoy se han ofrecido a donar sangre. Por la mañana, a la hora del desayuno, hubo tensión con los presos de ETA, unos 30.
—Hijos de puta, salid al patio si tenéis cojones...
La dirección de la prisión, para evitar males mayores, ordena que los etarras se queden en sus celdas.
Cuatro de la tarde en Madrid. Diez de la mañana en Nueva York. El Consejo de Seguridad de la ONU comienza un debate rutinario sobre África.
En la comisaría de Vallecas hay muchos efectos personales de los heridos. Entre ellos, un bolso con una bomba dentro. Nadie sabe que está programada para estallar a las 19.40.
En Nueva York, Ana Menéndez, embajadora suplente de España en la ONU, toma la palabra para solicitar una resolución urgente de condena a ETA. La reunión se celebra a puerta cerrada. El representante alemán propone matizar la condena y no señalar a ETA, o incluir el término "supuestamente". Otro experto muestra su extrañeza de que, apenas diez horas después de estallar las bombas, los autores ya estén identificados. El embajador argelino advierte:
—Si dentro de dos días las pistas apuntan hacia otra dirección, será muy embarazoso.
En la improvisada morgue, las familias que esperan información sobre sus parientes intentan comer algo. Nadie habla. Ninguna familia quiere compartir su pena con otra. Si acaso, con el psicólogo. Nadie se refiere a ETA ni a Al Qaeda.
Sin embargo, en Nueva York ya existe una condena oficial "en los términos más absolutos de los atentados perpetrados en Madrid por el grupo terrorista ETA". (El día 15, España se verá obligada a enviar una carta al presidente del Consejo de Seguridad, pidiendo disculpas).
A las 17.28 sale un mensaje desde el Ministerio de Asuntos Exteriores a todas las embajadas. Tiene carácter reservado. Asunto: "Atentado de ETA en Madrid". El texto garantiza que el atentado es de ETA e incluye un pedido a los embajadores:
—Deberá de aprovechar aquellas ocasiones que se le presenten para confirmar autoría de ETA de estos brutales atentados, ayudando así a disipar cualquier tipo de duda que ciertas partes interesadas puedan querer hacer surgir en torno a quién está detrás de estos atentados. Y si lo considera oportuno, puede acudir a los medios para exponer estos hechos.
Mientras tanto, en la morgue, trabaja Carmen Baladía. Lleva 21 años y más de 3.000 autopsias de experiencia. Pero nada le ha impresionado tanto como lo que está ante sus ojos. Por la cantidad de cadáveres, por el sinsentido de la matanza, por el estado en que llegan los cuerpos... Carmen coge en sus brazos un feto de siete meses que extrae del cuerpo de una mujer.
La policía científica trabaja cuidadosamente sobre el contenido de la camioneta hallada en Alcalá de Henares. Un cartucho de dinamita, siete detonadores, guantes, gorros de lana, alguna prenda descuidada y un casete en árabe con una grabación de versículos del Corán, una de tantas cintas que se pueden comprar en cualquier mercado. Y otra buena noticia: hay huellas dactilares. Ninguno de esos indicios conduce a ETA.
No muy lejos espera el primer testigo. Tiene que ver tres fotos. Son extranjeros. Se cubre parte de la cara para adaptar esas imágenes a lo que él ha visto. No los reconoce.
La noticia del hallazgo de la furgoneta y de la cinta en árabe llega hasta la sede socialista. A pesar de todo, el Ministerio del Interior sigue insistiendo en que el explosivo es el habitual en ETA.
Hay nerviosismo en la calle y en el gobierno. El ministro Acebes se reúne a las 18.30 con los responsables de Seguridad. Tienen ante la mesa los resultados de la inspección en la furgoneta. Y la línea de investigación que lleva horas abierta. El ministro sabe que la aparición de la camioneta se ha filtrado. Convoca una conferencia de prensa para las 20.15.
A las siete de la tarde, en la comisaría de Vallecas, sigue estando el bolso con una bomba dentro. No llama la atención entre la cantidad de objetos sin dueño: una fiambrera con el almuerzo, un termo, el documento que el Ministerio del Interior le había enviado a una de las víctimas para que se presentara como vocal de una mesa electoral, unos walkman, una mochila de la marca Nike...
En La Moncloa, Aznar vuelve a hacer llamadas. Habla con Zapatero. Le informa de la furgoneta y la cinta del Corán. Le dice que eso obliga a abrir una segunda línea de investigación. La conversación vuelve a ser muy breve:
—Seguimos pensando que es ETA.
Los cuerpos siguen llegando a la morgue. Llega el del cabo primero José Gallardo, de 33 años, atleta y culturista que en 2001 recibió la Cruz al Mérito Militar por salvar la vida de un niño; el de Daniel Paz, de 20 años, el primero de su barrio en colocar un cartel contra la guerra de Irak; el de María José Pedraza, de 41 años, que había pasado la noche estudiando para un concurso. Todos ellos, y tantos otros, van pasando por alguna de las siete mesas donde se practican las autopsias.
Las 20.15. La tarde avanza. Acebes comunica a la opinión pública el hallazgo de la furgoneta. Afirma que dio orden de no descartar "ninguna hipótesis" sobre la autoría de los atentados, pero remacha:
—La línea esencial sigue siendo ETA.
Aznar hace una segunda llamada a los directores de los periódicos y corrobora:
—La prioridad sigue siendo ETA.
A las 20.30, el rey Juan Carlos ofrece un discurso de 15 minutos. No menciona a ETA.
En esas horas, Miguel Sebastián, el asesor de Zapatero, recibe otra llamada de su colega en Washington. Ambos comentan lo volátil que está siendo la jornada en Wall Street. Demasiada incertidumbre para un atentado de ETA.
A las 19.40 suena un celular dentro de un bolso deportivo en la comisaría de Vallecas. El bolso ha viajado de mano en mano desde un vagón de la estación