Rodrigo Fernández, El País de Madrid
Cabello despeinado, barba hirsuta, uñas largas, mirada reconcentrada, a veces perdida, ropa vieja. Quien se tope con este personaje en la calle -cosa difícil, porque casi no sale ya de su apartamento, salvo a comprar alimentos a la tienda más cercana- seguramente lo tomará por un simple vagabundo.
Pero ese hombre desaliñado es un genio, el mayor matemático de los últimos tiempos y encaja en el paradigma del científico chiflado. La gente considera que perdió la razón, pero no por su dudosa higiene y aspecto, sino, ante todo, por haber rechazado el millón de dólares de recompensa que le otorgó el Instituto Clay de Matemáticas de Massachusetts por haber resuelto la conjetura de Poincaré -uno de los siete problemas del milenio-, y se negó a recibirlo a pesar de vivir con su madre en precarias condiciones.
"No contestaré a ninguna pregunta", dice muy tranquilo, con voz cristalina, casi de niño, sin el menor atisbo de alteración. Su voz transmite cortesía y el tono es más que amable. Pero esta calma desaparece cuando tratan de ofrecerle dinero, a él o a su madre, a la que arranca el teléfono de las manos, y entonces puede gritar y mostrarse grosero, incluso con gente que le ha ayudado en su carrera.
Perelman recibe esas muestras de solidaridad o de preocupación como un insulto. Grisha Perelman -su nombre es Grigori, pero prefiere su diminutivo ruso-, que de niño fue entrenado para ganar y recibir premios, a partir de cierto momento los rechazó todos. ¿Qué hizo que empezara a negarse a aceptar distinciones, a los ojos de todo el mundo merecidas, y comenzara a cortar relaciones y a encerrarse en sí mismo?
Un aficionado al ajedrez probablemente asociaría el caso de Perelman con el de Bobby Fischer, y quizá no anduviera muy errado: muchos especialistas consideran que ambos genios desarrollaron el mismo mal, una especie de autismo conocido como el síndrome de Aspergen.
Antes del millón de dólares, Grisha había rechazado un premio de la Sociedad Matemática Europea y luego hizo lo mismo con la medalla Fields, llamada frecuentemente el Nobel de las Matemáticas, que debería haber recibido en Madrid en 2006.
Al comienzo, nada indicaba que su carrera iba a llegar a las más altas cimas y que -después de que el destino hubiera permitido que triunfara en la ciencia a pesar de los numerosos escollos que un judío como él encontraba en su camino en la antisemita Unión Soviética- terminaría en el abandono de las matemáticas y en el encierro en sí mismo. Grisha ya no se comunica con nadie, a excepción de su madre; no da entrevistas, no responde si tocan a su puerta, e incluso rompió vínculos con la mayoría de sus colegas y maestros. Grisha se refugió del mundo en Kúpchino, un barrio en el sur de San Petersburgo.
Perelman se inició en las matemáticas de niño, como se acostumbraba en la época soviética. Su madre, Lubov, era una talentosa matemática a la que su maestro incluso llegó a ofrecer un puesto en el Instituto Herzen, donde él mismo enseñaba. Esto era un honor, ya que su nombramiento iba a ser difícil por dos razones: era mujer (potencialmente madre, con lo que su consagración a la ciencia era incierta) y judía.
Pero Lubov desechó el ofrecimiento por la sencilla razón de que se acababa de casar y quería crear una familia. Pasó más de una década antes de que Lubov volviera a ver a su maestro. Ella le contó que tenía un hijo, Grisha, que mostraba dotes para las matemáticas, como lo probaba su reciente participación exitosa en un concurso del barrio. Y le preguntó qué podía hacer para desarrollar ese talento.
Garold Natanson, que así se llamaba el maestro de Lubov, llamó entonces a Serguéi Rukshín, según cuenta, entonces un joven matemático con un don especial para preparar a niños. Así Grisha ingresó en 1976 en el círculo de matemáticas del Palacio de Pioneros de Leningrado.
Estos centros de élite, repartidos por la URSS, eran como grandes clubes donde funcionaban numerosos círculos para niños: de matemáticas, de ajedrez, de deportes, de música. Grisha, de hecho, llegó sabiendo ya tocar el violín, instrumento que también había estudiado su madre.
Como recuerda Rukshín, Grisha acababa de cumplir 10 años y no era el benjamín del círculo, ni tampoco el más brillante. Y no lo fue hasta varios años después. Era bueno, talentoso, y a diferencia de la mayoría de sus compañeros, se mostraba tranquilo, callado.
Incluso para solucionar los problemas era introvertido; prácticamente no escribía nada previo, no hacía cálculos en el papel, todo lo analizaba mentalmente hasta que obtenía la solución, que pasaba entonces a la hoja que tenía delante.
Había signos que indicaban que la solución estaba próxima: podía tirar una pelota de ping pong contra la pizarra, caminar de allá para acá, marcar un ritmo con un lapicero en el pupitre, restregaba sus muslos -los pantalones que usaba llevaban la marca de esa costumbre- y luego se frotaba las manos, además de emitir ruidos parecidos a quejas o zumbidos, que eran, en realidad, tarareos de alguna pieza musical.
Pronto llegó a ser el mejor y se convirtió en el alumno preferido de Rukshín. Éste siempre ha defendido que los niños deben concentrarse en aquello que mejor les resulta. Probablemente esta concepción de Rukshín hizo que Grisha abandonara sus clases de violín para entregarse por completo a las matemáticas.
El que dejara de tocar el violín no significó que Grisha renunciara a la música. La verdad es que incluso hoy es una de sus pocas aficiones; le gusta la ópera, y hasta hace poco solía comprar las entradas más baratas en el gallinero del Teatro Mariínski. También se le puede ver a veces en los conciertos de jóvenes cantores.
Rukshín no solo fue el descubridor de Perelman, sino su primer maestro, el que lo formó y fue su primer tutor científico. Entre ambos se creó una relación especial. A los 14 años, Rukshín comenzó a darle clases intensivas de inglés, para que Grisha pudiera entrar en el colegio especializado en física y matemáticas, la famosa Escuela Número 239 de Leningrado. El inglés era el idioma extranjero que estudiaban allí, mientras que en su escuela Grisha había aprendido francés. Al final de las vacaciones, Rukshín había logrado lo imposible: que Grisha estuviera al nivel requerido, o sea, había hecho en menos de tres meses lo que los otros conseguían en cuatro años.
Grisha ingresó junto con sus compañeros del club en la famosa escuela. Se trataba de la primera vez que, en lugar de dispersar a los miembros del círculo de Rukshín en diferentes clases, los pusieron a todos en una. Así comenzaba otro experimento ideado por Rukshín -no separar a los niños superdotados-, aunque entonces ellos formaran solo la mitad del curso; hoy ya hay clases que funcionan exclusivamente con chicos especialmente talentosos para la ciencia.
El elegido como profesor jefe en la clase de estos superdotados fue Valeri Rízhik. Rízhik recuerda que Perelman se sentaba al fondo de la clase. Nunca hablaba, salvo cuando veía un error en las demostraciones que los niños hacían en la pizarra; entonces levantaba apenas la mano y corregía. Era un chico que se tomaba las reglas al pie de la letra, y por eso nunca se distraía.
A pesar de sus excentricidades y de su dificultad para comunicarse con otros, Perelman siguió su carrera matemática con relativa normalidad. Fue admitido en la discriminatoria Facultad de Matemáticas de la Universidad de Leningrado, que solo aceptaba a dos judíos al año. La táctica seguida para ello fue conseguir que Perelman formara parte del equipo olímpico ruso de matemáticas, ya que sus miembros ingresaban automáticamente en la Universidad que eligieran. Grisha no sólo lo consiguió, sino que logró un extraordinario resultado en las Olimpiadas de Budapest: 42 problemas resueltos en 42.
Perelman vivía en su propio mundo, ignorando la realidad del mundo exterior, que creía que era justo y que funcionaba como debía, siguiendo reglas claras. Nunca se interesó por la política, tampoco por las chicas, ni se enteró de que la sociedad soviética era antisemita.
A los 29 años, estando en Estados Unidos, la Universidad de Princeton mostró interés por contratarlo como profesor asistente, pero se negó a presentar un currículo: si lo querían, que le dieran un puesto de profesor titular. No lo hicieron. Tampoco aceptó ser profesor titular en Tel Aviv.
De vuelta a San Petersburgo ese mismo año, terminado su Miller Fellowship en Berkeley, Perelman regresó a casa con su madre y al laboratorio de Burago.
Grisha parece haber desarrollado una especie de alergia a los premios a mediados de los noventa. En 1996, la Sociedad Matemática Europea celebró su segundo congreso cuatrienal en Budapest, en el que instituyó premios para matemáticos menores de 32 años. Al enterarse de que lo había ganado, Perelman dijo que no quería el premio y que no lo aceptaría; amenazó con montar un escándalo si anunciaban que él era el ganador. Extraña actitud en alguien entrenado para ganar olimpíadas.
Así comienza a autoaislarse de la comunidad científica, aunque participa en actividades matemáticas con niños. Pero en 1996 deja de contestar a los correos electrónicos de sus colegas y prescinde de discutir sus proyectos. A partir de ese momento, nadie sabía en qué estaba trabajando, aunque seguramente fue cuando comenzó su asalto a la conjetura de Poincaré.
Que Grisha no había desaparecido del todo quedó claro cuatro años más tarde, cuando el matemático estadounidense Mike Anderson recibió un correo electrónico en el que el genio ruso le planteaba algunas dudas sobre un trabajo que este acababa de publicar.
El 2 de noviembre de 2002, Anderson recibió, al mismo tiempo que un puñado de matemáticos, otro correo de Perelman en el que informaba de que había colgado un nuevo trabajo en internet.
Era la demostración de la conjetura de Geometrización y de la de Poincaré, aunque él no lo especificaba. Anderson leyó el trabajo e invitó a Perelman a Estados Unidos. Para su sorpresa, aceptó.
Un año más tarde, Perelman colgó una segunda parte de su trabajo, mientras hacía los trámites para el visado que le permitiera viajar de nuevo a Estados Unidos. Allí dio magníficas conferencias y comentó a un colega que creía que pasaría un año y medio o dos antes de que se comprendiera la demostración expuesta en su trabajo.
Y comenzaron los problemas. The New York Times publicó que Perelman aseguraba que había probado la conjetura de Poincaré e insinuaban que lo había hecho para ganar el millón de dólares de recompensa anunciado por el Instituto Clay. Para Grisha eso era un insulto. Había empezado a trabajar en Poincaré mucho antes.
También trataron de robarle los laureles. Al final tuvieron que dar marcha atrás y reconocer el mérito a Grisha, pero todo esto, así como la demora del Instituto Clay en reconocer la prueba, unida a la indiferencia de sus colegas rusos que no salieron en su defensa cuando trataron de robarle su logro, debieron abrir una herida profunda en Grisha.
La desilusión fue creciendo al tiempo que aumentó su autoaislamiento. En diciembre de 2005 renunció al puesto en el Instituto Steklov, donde trabajaba. Cuando lo hizo, anunció que abandonaba las matemáticas.
Rukshín sostiene que el rechazo al dinero se debió principalmente a la profunda desilusión que sufrió al ver la injusticia de la comunidad matemática y lo que él consideraba deshonestidad. Lo que lo desconcertó, lo perturbó, según su maestro, no fue que el mundo fuera imperfecto, sino que el mundo de los matemáticos también lo fuera.
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millón de dólares rechazó Perelman del Instituto Clay por haber resuelto la conjetura de Poincaré.
100%
fue el resultado de un joven Perelman cuando compitió en las Olimpíadas de Matemáticas en Budapest en 1982.
Esperando desde 1904 por solución
La conjetura de Poincaré llegó a la Matemática desde la topología. En topología, dicen los entendidos, dos figuras son equivalentes si una se puede obtener de la otra doblando, estirando, encogiendo, retorciendo o como sea. Pero siempre sin romper nada o hacer un agujero. La conjetura fue planteada en 1904.
Pensamientos de avanzada
Con menos de 40 años (nació en 1973), el físico alemán es una de las promesas de su disciplina. Especialista en cosmología cuántica de bucles, Bojowald indaga sobre la génesis del Universo. Como el dice el título de su libro: Antes del Big Bang. Una historia completa del Universo.
Craig Venter
Biólogo y empresario estadounidese. Se largó a descifrar el genoma humano en 1999 con fines comerciales. Hace tres años, el equipo de científicos que dirige consiguió dar lo que se ve como el primer paso para crear vida artificial. En 2001 obtuvo el premio Príncipe Asturias.
Martin Evans
Bioquímico inglés. Identificó el estado embrionario de las células madre en 1981. También es un experto en manipulación genética entre seres humanos y animales. Obtuvo el Premio Nobel de Medicina hace tres años junto al italiano Mario Capecchi y su compatriota Oliver Smithies.