Camina Maidana

| Peleó 12 años para entrar a la Policía. Lo logró y hoy trabaja 14 horas por día. Su tarea es ser la policía de confianza de los vecinos de Cerro Norte.

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Jony Bronstein

Son las 7.30. La mañana está helada. Dentro de la comisaría 24ª en el Cerro, la temperatura es menor incluso que a la intemperie. Una veintena de policías intentan mitigar el frío como pueden mientras esperan que se les repartan los dispositivos de comunicación reglamentarios.

Las celdas de la comisaría están vacías. Son oscuras y lúgubres. Un nauseabundo olor a orina y excremento se desprende de ellas. "Las hemos lavado cientos de veces, pero el olor es imposible de quitar", comenta un agente.

Desde que se instauró el sistema de distritos en Montevideo, la seccional 24ª prácticamente no ha vuelto a albergar delincuentes. Todos los detenidos son enviados a la 19ª que se encarga del Área Administrativa y de Patrullaje del Distrito Río de la Plata. A su vez, la comisaría 24ª es la base del Área de Proximidad.

"El policía de proximidad es aquel que trata de acercarse a la gente, de establecer un diálogo, es el que trata de conocer la problemática no sólo delictiva sino también social del barrio", explicó el subcomisario Ignacio Camaño, quien está al frente de la seccional 24ª.

Para esta tarea, el distrito es dividido en 30 sectores de unas 60 o 70 cuadras. La idea original establece que para cada sector haya un único policía. Estos agentes son conocidos como Policías de Proximidad o PAC (Policía de Alto Contacto). Pero como las áreas son demasiado extensas para que una única persona las recorra, cada sector se subdivide a su vez en zonas de no más de seis manzanas.

Durante una semana o diez días, los policías recorren esas manzanas. Caminan, charlan, ayudan, tocan puertas con el propósito de acortar la distancia con la gente. "Su labor es captar todas las inquietudes que haya en la zona, en el barrio", apuntó Camaño. "Pero claramente su tarea no sólo es de acercamiento sino también de prevención. La sola presencia de un policía en la zona tiene un efecto disuasivo".

—¿Hacen este tipo de tareas en todas las zonas? ¿Incluso en las más peligrosas como Cerro Norte?

—Ciertamente. Allí tenemos trabajando a una agente desde hace ya un tiempo, responde Camaño.

—¿Una mujer?

—Sí, y está haciendo una muy buena labor.

Recorriendo el Cerro

La PF (Policía Femenina) Lourdes Maidana tiene 34 años, es morocha, de ojos negros y con algunos kilos de más. A las 8 de la mañana puntualmente nos subimos a una camioneta policial, junto al resto de sus compañeros. Somos los primeros en bajar unas cuadras más adelante, en pleno corazón del Cerro.

Es una mañana soleada pero fría, muy fría. El barrio está tranquilo. Los negocios aún están cerrados. No hay mucho movimiento en la calle salvo por algunos niños y jóvenes que van a sus escuelas y liceos.

La agente Maidana está a cargo de tres sectores: la mitad de la Villa, Cerro Norte, y una zona que llama Costanera, que corresponde a un asentamiento muy precario a orillas del arroyo Pantanoso. Tanto Cerro Norte como Costanera son consideradas "zonas rojas", en otras palabras, zonas de alta peligrosidad. Maidana toma este hecho con algo de humor: "es como si hubieran buscado en el mapa cuáles eran las zonas más peligrosas para asignármelas a mí. Pero soy muy positiva: si muero en el intento, ya saben que en esas zonas no es conveniente que entre la Policía de Proximidad".

La primera parada del recorrido es en la escuela 211. La directora se excusa de no poder hablar con la prensa, ya que una reciente circular lo prohibió si se carece de una autorización previa de las autoridades educativas. La misma historia se repitió en las otras dos escuelas que están dentro del área de Maidana. Incluso en una de ellas me prohibieron la entrada. Los periodistas no son bienvenidos para la ANEP.

De todas formas, una persona allegada a la escuela 211 comentó los diferentes padecimientos que sufre el centro educativo. Contó que por las noches entran personas al patio escolar, para drogarse. Al otro día deben hacer una limpieza a fondo antes que vengan los niños porque siempre se encuentran jeringas y todo tipo de desechos.

Una importante empresa le donó a la escuela hace algunos meses 10.000 pesos, que fueron gastados en focos lumínicos exteriores. A los tres días los habían robado.

Por otro lado, las drogas y la violencia doméstica son problemas que también afectan a los niños. "Hace algunos días dos hermanitos llegaron a la escuela en un estado de locura total. Su hermano mayor es consumidor de pasta base. Se drogó frente a ellos y comenzó a patear las paredes y a romper todo. Imagínese el estado en que llegaron esos niños: ¡gritaban y arañaban las paredes!".

Maidana recordó la primera vez que llegó a esa escuela. Los niños comentaban asombrados: "¡pa! ¡¿qué pasó?!". "Cana" o "botón" fueron las expresiones más inocentes que escuchó. Y un niño, cuando la vio, comenzó a gritar: "¡no me lleven, yo no hice nada!".

Dejamos la escuela y seguimos nuestro recorrido. El reloj marcaba las 9 de la mañana. Los negocios ya habían abierto y el movimiento en la calle era mayor. Maidana señaló un portón rojo. Correspondía a una casita bastante precaria en comparación con las que estaban a su lado. "En los fondos de esa casa vive un niño de 8 años que se llama Kevin. Le tiene rechazo a la escuela, siempre es un problema hacerlo entrar. Pasa solo todas las mañanas, porque la madre trabaja".

"Un día fuimos con algunas madres para hablar con él y nos esperaba con una piedra en cada mano. ‘¡No me vas a llevar!’, me gritaba. ‘Pero no quiero llevarte, quiero saber por qué no te gusta la escuela’, le respondía. No fue fácil pero lo convencimos de que entre a las clases".

Maidana se detiene a observar el portón rojo, que está cerrado, y agrega con una mezcla de tristeza y resignación: "el problema es que tiene 8 años y ya fuma y toma".

La agente sigue su camino. Saluda con un "buen día vecino" a cuanta persona se cruce. Algunos son conocidos, otros no; pero siempre el saludo es correspondido. Cada tanto entra en algunos comercios y se queda charlando unos minutos. Un farmacéutico comenta que con la policía de proximidad y los patrullajes han disminuido los robos. "Los días de cobro de pasividades por ejemplo, había seis o siete arrebatos por día en esta cuadra. Y eso cambió mucho. La presencia de la policía ahuyenta a los ladrones".

Otro comerciante, por su parte, estaba más preocupado por una sanción que había recibido el club Cerro en la AUF. Y se explayaba en una extensa explicación de por qué supuestamente Cerro es discriminado por los jueces. "Como verás todos tienen algo para decir, y a todos hay que escucharlos por igual", comentó Maidana al salir del local.

Las "zonas rojas"

A medida que continuamos caminando las calles comenzaron a quedar desiertas. El movimiento ya no era tan intenso; no se veían autos en la calle. A lo lejos se veía el gris complejo de viviendas. Estábamos entrando en Cerro Norte.

Debo confesar que mi corazón comenzó a agitarse. La calle estaba tranquila, no había ningún "peligro" aparente, pero tenía la idea formada en mi cabeza de Cerro Norte como la zona peligrosa por excelencia de Montevideo; el barrio donde, supuestamente, ni siquiera la policía ingresaba. Allí precisamente estaba entrando. Y para complicar la situación estaba acompañado de un policía; detalle que no creía que fuera una ventaja en aquel lugar.

Si yo me sentía así, no pude imaginar lo que sintió Maidana la primera vez que se internó sola con su uniforme en aquella zona.

"No sé si sentí temor, pero sí algo de desconfianza", recordó. "Los primeros días fueron difíciles. Caminaba por todos lados sin hablar. Había un silencio difícil de olvidar. Percibía las miradas duras y amenazantes. Incluso cuando pasaba cerca del patio de la escuela, los niños me tiraban piedras".

Poco a poco comenzó a acercarse a las personas: su secreto era mirar a la cara, buscar la mirada sin detenerse en el aspecto exterior. "Yo vengo y escucho la realidad de todos. Tal vez antes nadie tuvo tiempo o ganas de escuchar todas estas cosas, que hoy me cuentan a mí. Yo escucho atentamente y en forma imparcial. Y de esa forma uno dijo lo que quería decir, se desahogó sin necesidad de pelearse con nadie ni de sacar un arma".

—¿Fue más fácil por ser mujer?

—Creo que las mujeres tenemos una ventaja. No digo que los hombres no tengan sentimientos, pero las mujeres estamos acostumbradas a resolver ciertas situaciones en nuestras casas, y eso nos otorga una experiencia diferente.

Antes de encaminarse a los complejos habitacionales, Maidana se detuvo en una pequeña plazoleta en mal estado. Es la Plaza de Deportes 10, que estuvo cerrada y abandonada durante muchos años. Maidana comenzó a promover entre los vecinos de Cerro Norte y zonas vecinas su reapertura.

Fue una forma inteligente de encontrar un elemento que sirviera para mostrar cómo la Policía de Proximidad podía ayudar en el barrio y a su vez una buena excusa para poder conversar con los vecinos más escépticos. Y los resultados han sido satisfactorios desde todo punto de vista: por un lado logró "entrar" en Cerro Norte y relacionarse de buena manera con los vecinos, y por otro, luego de varios meses de continuos esfuerzos, hace unos días consiguió abrir la plaza para comenzar a limpiarla y y reacondicionarla.

Un vecino que trabajaba en estas obras comentó que en otros barrios esta plaza sería simplemente un nuevo espacio verde, pero en Cerro Norte es una alternativa para los niños de la zona. Una alternativa que los saca de las calles, de las esquinas; que les da la posibilidad de engancharse en algo distinto. "Acá el mayor problema es el exceso de ocio, la inactividad total. Eso genera que la cabeza piense en cosas que no se deben pensar", afirmó. "Pero si vienen a esta placita, ya tienen para distraerse. Por lo menos se ocupan en algo, eso es lo más importante. Y si además, vienen y ayudan en la recuperación de la plaza, ya la sienten como algo propio y se van a encargar de cuidarla".

Las tres personas que estaban trabajando en la limpieza en aquel momento pertenecían a la ONG 19 de Junio al Triunfo, una organización de vecinos de Cerro Norte que se dedica a mantener y limpiar calles y espacios verdes. Todos dijeron que el problema de Cerro Norte es su imagen. Y que, a su vez, esa imagen de peligrosidad y delincuencia funciona como un ancla que los hunde cada vez más. "Cada vez que voy a buscar un trabajo y digo que vivo en Cerro Norte, directamente me descartan", contó uno de ellos.

Pero por otro lado, reconocieron que existe una problemática real. Según ellos el barrio no es más violento que otros, pero "al estar hacinados, pegados unos a los otros, los problemas comienzan a traspasar las paredes. Te tenés que enfrentar con los problemas de los otros aunque no quieras".

Es cierto. Las hileras monolíticas de viviendas están separadas entre sí por un pasaje de no más de un metro y medio. Al parecer lo que en el proyecto original era una vivienda, luego fue dividido en dos para poder albergar más familias. Es así que sucedieron cosas tales como que los baños y las cocinas están pegados, sin que haya un puerta que cierre herméticamente, o que haya dormitorios de 3,50 metros por 3,50, donde si se quiere poner un ropero no queda lugar para la cama.

Los vecinos reconocieron que tampoco fue fácil para ellos el relacionamiento con una policía. "Es un proceso de adaptación. Hay que ir manejándolo de a poco. Para nosotros que somos tal vez los que hemos tenido más contacto con ella no ha sido fácil, porque hemos escuchado varias voces que dicen ‘mirá aquel que anda en la esquina con la policía’ o ‘aquel está de buchón’. Y te miran raro", afirmó uno de ellos. "En otros barrios es común que la policía participe en la vida cotidiana. Acá no, acá se arregla todo dentro del barrio. Y si uno llama a la policía, a la semana tenés que mudarte. A medida que se vayan viendo los resultados de este tipo de cosas específicas, la gente va a ir perdiendo el miedo y la imagen de la policía sólo como represora".

El portero de la escuela de Cerro Norte fue aún más tajante: "Esto de que ande la policía de por medio por el barrio es un poco delicado. Hay mucha gente a la que no le cae simpático. Hay mucha gente que nunca tuvo contacto con un policía, o si lo tuvo no fue en la mejor de las condiciones. En general no les gusta establecer un diálogo porque en primer lugar hay desconfianza y en segundo, pueden ser repudiados por los vecinos. A pesar de que ella está haciendo un trabajo fenomenal en la plaza con niños y padres para poder abrirla y acondicionarla, igual siempre está ese resquemor porque es policía".

Luego de transitar por Cerro Norte con absoluta tranquilidad, Maidana informó que nos dirigíamos a otra zona roja que llamaban Costanera. Confesó que aún no había entrado en esa zona, que lo haría por primera vez esa mañana. "Pero tú no te preocupes, quedate cerca de mí que te aseguro que salís. No sé en qué estado pero salís", dijo entre risas. Sonreí por compromiso.

"¿Has tenido que usar el arma alguna vez?", pregunté, más preocupado por mí que por otra razón.

"No, por suerte no", respondió. "Aunque la usaría de ser necesario. Pero el arma es el último recurso, sobre todo en estas zonas conflictivas. No digo que si me están disparando no me defienda, pero antes trataré de agotar todas las opciones que tenga. Hay que pensar que hasta lo que creemos irrecuperable es recuperable.

Costanera era un precario asentamiento a orillas del arroyo Pantanoso y detrás de Conagel, una vieja fábrica de fertilizantes abandonada años atrás. Por lo menos eso era lo que creíamos. Apenas unas horas más tarde, un allanamiento policial descubriría allí una enorme bodega ilegal de vinos.

Entramos en el asentamiento. Las viviendas estaban al límite de la precariedad, construidas la mayoría con chapas y cartones; sólo algunas eran de ladrillos y material. Las calles eran una mezcla de bolsas de basura y barro. Caminábamos con dificultad intentando encontrar dónde poder pisar con firmeza. A un par de metros el agua espesa y multicolor del Pantanoso se mecía contra la orilla. Desde las casas surgían miradas incrédulas. El silencio era cortante.

Un hombre de unos 30 años estaba parado, solo, tomando mate. Su mirada era dura y retadora. Maidana enfiló hacia él. No tuve más remedio que seguirla, a pesar de mis reparos.

—Buen día vecino, ¿cómo es su nombre?, preguntó Maidana amablemente.

—Daniel, contestó en forma escueta.

—¿Vive por aquí?

—Sí, con mi madre —respondió el hombre manteniendo la mirada desafiante y sin que se moviera ningún músculo de su cara.

—Yo voy a venir habitualmente a la zona para que los vecinos me conozcan, a los efectos de relacionarnos todos y acortar la distancia entre el policía y el ciudadano. Ese es mi trabajo.

—Tamos —contestó casi monosilábicamente el hombre.

—No lo molesto más. Que tenga buen día —se despidió Maidana.

Cuando nos alejábamos, Maidana comentó que tuvo casos peores. Algunos le llegaron a decir en la cara: "¡Nosotros no somos ‘botones’, ni andamos con los ‘botones’!".

Ya era mediodía. El sol había atenuado el frío. Íbamos de vuelta a la comisaría. Habíamos caminado unas 80 cuadras.

"¿Nunca tuviste miedo de que te pase algo?", le pregunté.

"Si una sale a la calle con miedo no vuelve. El miedo siempre está, pero la formación que recibimos en la Escuela Departamental de Policía nos lleva a controlarlo. No podríamos descontrolarnos cada vez que viéramos un accidente o un hecho de sangre. Somos profesionales, y actuamos y sentimos como tales", respondió.

"¿Pero estás dispuesta a arriesgar tu vida por este trabajo?", insistí.

"De hecho, cuando egresamos de la Escuela Departamental hacemos un juramento que finaliza ‘aún a riesgo de nuestras propias vidas’. Y la realidad es que yo hoy o mañana puedo no volver a mi casa, ya que en un procedimiento puede pasar cualquier cosa. Pero si dejamos nuestra vida haciendo esto, bien dejada está".

Recorrí su rostro buscando cierto grado de solemnidad en sus gestos, pero no lo encontré. Lo decía con naturalidad, con humildad. Incluso agregó: "Si yo no fuera policía también correría riesgo de vida como lo tiene hoy cualquier persona que sale a la calle. El tema está en evaluar todo lo que yo puedo aportar con este uniforme".

Allí, parada frente a mí, Lourdes Maidana, hasta hacía unas horas una perfecta desconocida, aseguraba que arriesgaría su vida por mí o por cualquier otra persona si fuera necesario. Me costaba creerle, pero le creía.

La vida detrás del uniforme

Domingo de mañana. Maidana vive en el asentamiento 1º de Mayo, en Santín Carlos Rossi y Ruta 1, a unos 200 metros del estadio Luis Tróccoli. Su casa es humilde y pequeña, pero agradable. En el frente y en el fondo se ven montañas de pedregullo, arena y todo tipo de materiales, lo que evidencia que todavía está en proceso de construcción. "Todavía nos falta terminarla", pareció excusarse Maidana al tiempo que me invitaba a pasar.

Sentados en la mesa esperaban su esposo, Oscar Amaro, y su hija menor María Victoria, de 16 años. La mayor, de 18, no estaba en ese momento. Luego de hacer unas rápidas cuentas mentales comprendí que la vida como madre de Maidana había comenzado a muy temprana edad. Quedó embarazada de su primera hija a los 15 años. Continuó estudiando hasta que se embarazó de su segunda hija dos años después. Maidana recuerda que asistía a cuarto año en el liceo Bauzá con su hija en un canastito. La dejaba en el fondo del salón y cuando era necesario, salía y la cambiaba.

Los primeros tiempos fueron difíciles porque su esposo no tenía trabajo. No siempre alcanzaba el dinero para pagar el alquiler. En ocasiones iban a la feria a vender cualquier cosa. Su esposo también era pintor de letras pero con el auge de las computadoras, la profesión se fue muriendo. Unos años después él se enlistó en el Ejército.

Cuando sus hijas tuvieron edad preescolar y pudo dejarlas en la escuela, Maidana comenzó a trabajar. Trabajó en un almacén. Luego en casas de familia, cocinando y limpiando. Y más tarde en un puesto de verduras, cargando bolsas de papas cuando era necesario. "Para mí trabajar era y es importante, porque uno se siente persona. Uno comienza a autorrespetarse de otra forma, porque se da cuenta que se hace una labor y que ese trabajo mal o bien vale algo", explicó.

"Pero en realidad su sueño, lo que toda la vida quiso ser, es policía", interrumpió su esposo. "Yo no conozco a una persona con tanta vocación como ella".

"Es cierto, vocación es la palabra", coincidió Maidana. "Desde que tengo memoria siempre quise ser Policía".

Tantas eran sus ganas, que a los 18 años presentó la solicitud para ingresar al cuerpo policial. Pero no la aceptaron hasta los 30. Fueron 12 años de angustiosa espera, 12 años de constancia, lucha y esfuerzo. Realizaba las pruebas necesarias y las aprobaba. Pero pasaba el tiempo y no la llamaban, no sabe por qué. Luego de un tiempo, los exámenes que había rendido se vencían y los volvía a realizar. "Todos los años iba y renovaba mi solicitud. Muchos me decían que entendiera que nunca iba a poder ingresar. Pero yo les repetía una y otra vez que eso era lo que quería hacer, así que de alguna forma u otra lo iba a conseguir", relató Maidana.

"Cada vez que ella veía un policía en el informativo empezaba a llorar por no haber podido estar ahí. Y claro, yo me amargaba de la misma manera que ella", dijo su esposo. "Y ella la luchó por sus propios medios. Un día andaba el ministro del Interior por la vuelta y lo siguió de arriba para abajo para poder darle una carta".

Unos meses más tarde, Maidana recibía el tan ansiado llamado.

El peso de la ley

Más allá de la emoción y la alegría que sintió, pronto descubrió que el trabajo policial implica grandes sacrificios. Maidana comienza su turno de trabajo a las 6.30 de la mañana y culmina a las 2 de la tarde. A partir de esa hora y hasta las 20, trabaja como 222 en un local de cobranzas.

Su esposo, quien pidió la baja del Ejército hace unos seis años, trabaja en una estación de servicio de 22 a 6 de la mañana. "Ella llega a eso de las ocho y media de la noche. Tomamos unos mates, cenamos, y a las nueve y cuarto ya me tengo que ir a trabajar. Cuando vuelvo, a eso de las seis y diez de la mañana, la despierto y le preparo un café. Hablamos 15 minutos y ella se va. Con suerte nos vemos una hora por día", explicó su esposo.

Maidana gana unos 3.800 pesos por su sueldo base como policía, más otro tanto por su servicio 222. En total, luego de 14 horas diarias de trabajo, gana entre 7.000 y 8.000 mensuales. No se queja: "He visto compañeros que cobran cero peso porque han pedido préstamos y todos los meses se les descuenta una cuota. Si no fuera por el 222 no sobreviven. Y no todos tienen la posibilidad de hacerlo.

—¿Les alcanza la plata que ganan?

"La plata es mucha o poca de acuerdo a cómo se la gaste", explicó. "Con lo que juntamos mi esposo y yo, no nos sobra pero tampoco nos falta. No gastamos más de lo que recibimos, no nos endeudamos. La administramos bien y llegamos, como podemos, a fin de mes. De todas formas yo no soy un referente, porque yo lo que hago lo hago con gusto más allá de cuánto me paguen".

"Toda la plata que ‘sobra’ la gastamos en terminar la casa", comentó el esposo. "Pero no te creas que de un mes a otro la terminamos, alcanza como para comprar una bolsa de portland y no mucho más. Por eso es que desde hace años estamos tratando de terminarla".

La familia de Maidana, como tantas otras en Uruguay, ya no puede darse el lujo de comprar churrascos o una tira de asado. A lo sumo pueden comprar algo de hígado o carne picada. Lo que más comen es guiso, arroz y fideos.

Ropa sólo compran cuando hay una necesidad apremiante, a lo sumo una vez por año. Maidana dice que todos en su hogar cuidan mucho cada cosa, porque conocen el sacrificio que se realiza mes a mes. Un sacrificio que implica no salir nunca los fines de semana. "Hay vecinos que cuando cobran su sueldo salen a comer afuera y van al cine. A mediados de mes ya se les acabó la plata Nosotros preferimos cuidar nuestro sueldo y gastarlo en la casa".

Se acercaba el mediodía. Tanto el esposo como la hija de la mujer policía escuchaban con atención todo lo que se decía. En sus rostros se notaba el orgullo que sentían cuando su esposa y madre hablaba de su profesión. Incluso cuando volvimos a charlar del riesgo de vida que implica el trabajo de policía, busqué en sus rostros, sobre todo el de su hija, algún elemento de preocupación pero no lo encontré.

Su hija pareció notar mi interés ya que dijo: "es lo que a ella le gusta, lo que la hace feliz, ¿cómo no apoyarla?". Ahora el rostro iluminado de orgullo era el de Maidana, que asentía con una enorme sonrisa.

El comedor estaba compuesto por una mesa, cuatro sillas, un modular de grandes proporciones que albergaba un televisor pequeño, un equipo de música y algunos libros. En uno de los estantes del mueble, debajo del televisor, se asomaban la gorra de policía y el arma de reglamento.

En la esquina opuesta del comedor había una pequeña mesita poblada de diplomas, medallas y todo tipo de elementos que fueron surgiendo del pasaje de Maidana por el Instituto Policial. "Yo no tiro nada, ahí guardo todo lo que voy recibiendo", señaló. Se levantó y buscó algo. Era una maqueta de la seccional. "Un niño de 12 años me la regaló. Este tipo de cosas es el mayor pago que me puedan hacer".

—¿Qué es lo mejor que tiene tu trabajo?

—Sentir que realmente ayudaste a alguien, que provocaste un cambio aunque sea mínimo. A mí en el barrio me llaman por mi nombre. Ya no es "llamá a la policía", sino que ahora dicen "buscá a Lourdes". Y eso me hace sentir inmensamente realizada. La satisfacción de la gente representa la razón para hacer lo que hago, el porqué de todo.

Viniendo de otra persona eso me hubiera sonado a cliché, pero viniendo de ella no lo fue.

Hace unas semanas se incendió una vivienda muy precaria por la zona. Era de una mujer sola de 24 años, que vivía con sus cuatro hijos. En el momento del incendio tres de sus hijos estaban en la escuela, mientras que ella y su hija más pequeña habían ido a lavar la ropa a tres cuadras, ya que en el barrio no hay agua. "Es divorciada. Se vino de Salto y no tiene trabajo. Hace changas y la llaman de vez en cuando para alguna limpieza. Pero como nadie la conoce no tiene referencias. Como vive en un asentamiento, tampoco", comentó Maidana. "Hay un montón de gente que quiere salir del pozo, lo que pasa es que no tiene los medios mínimos. Si la quieren llamar o localizar no tiene dirección. Cuando llamaron a los bomberos por el incendio, les dieron las intersecciones más próximas, pero eso no alcanzaba. Encontraron la casa por el humo. La chica perdió todo, desde los documentos hasta las pocas cosas que tenía en la casa. Yo fui como un apoyo psicológico, para ayudar como pudiera. ‘No me dejes sola’, me dijo cuando los bomberos se fueron. Y me quedé para hacerle el ‘aguante’, como dicen ahora, para llevarle calma en esos momentos tan difíciles. Ella, ese mismo día, ya quería levantar las chapas, para volver a tener un techo por lo menos. Pero aún estaban calientes. Le dije que no, que se quedara tranquila que iba a ver qué podíamos hacer a través de la Policía de Proximidad. Una vecina se ofreció alojarla por esa noche. Llamamos a la televisión, al Canal 4. Le hicieron una nota y comenzaron a llamarnos con donaciones: una fábrica metalúrgica donó chapas, una barraca de la zona donó unos palos para un techo prolijo, también donaron bloques, arena, pedregullo, portland y algunas cosas en desuso".

Hoy la mujer tiene a sus hijos nuevamente vestidos y la ONG 19 de Junio al Triunfo se ofreció a levantar otra vez su casa. "A pesar de haberlo perdido todo, hoy tiene una nueva oportunidad. Cuando me doy cuenta que yo aporté mi granito de arena para lograr eso, me siento realizada. Y ese sentimiento es lo mejor que te puede dar este trabajo", comentó la agente.

—¿Y qué es lo peor? —le pregunté.

"Ver a los chicos sin rumbo. Esos chicos que ante la pregunta ‘¿por qué te drogas?’, te contestan ‘porque no queda otra’. Ver la miseria humana y no poder hacer nada para cambiarlo", contestó Maidana y comenzó a contar otra historia:

"Un día se recibió un llamado. Había una mujer con sus tres hijos tirándose delante de los vehículos en la ruta. Estaba con un cochecito de bebé y otros dos nenes agarrados de la mano: una de 3 años y otro de 6. Pasaba un auto y se cruzaba delante, pasaba otro y volvía a cruzar. Fue un móvil al lugar y la trajeron a la seccional. Ella declaró que era la madre de los tres niños, pero le dolía tanto no tener nada que darles de comer que estaba queriendo matarse. El bebito más chico tenía apenas 15 días y estaba totalmente desnudo. Era invierno. Eran las 10 de la mañana y hacía mucho frío. El bebito estaba violeta, pesaba nada más que dos kilos y medio. Había otra policía que recién había tenido familia y no lo dudamos: ella le dio pecho y yo salí a buscar mamaderas y pañales. La mujer fue llevada a un centro de asistencia y le dimos comida a ella y a sus hijos. Pero la mamá le sacó la comida a sus hijos para comerla ella. Con las enfermeras nos mirábamos y no lo podíamos creer: ¡una madre que le sacaba de las manos la comida a los hijos!".

"Al bebé se lo puso en incubadora y se avisó al juez de toda la situación. El juez dispuso que se lo devolvieran a la madre. Entonces los llevamos a los cuatro de vuelta a su casa. Vivían en un basural que quedaba al lado de una cañada, acá cerca. Al otro día volví con una bolsa de ropa y una enfermera, pero ya no estaban. Y nunca supe más nada de la madre y de ese bebito".

Maidana tenía los ojos vidriosos y la voz a punto de quebrarse. A decir verdad, todos estábamos igual. Eran casi las 13.30 y comencé a despedirme.

Había conocido a la agente Lourdes Maidana. La que piensa que "nadie es tan pobre que no tenga nada para dar". Una frase que la describe a la perfección. ©

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