Angeles Espinosa, El País de Madrid
Bagdad es una sombra de lo que fue, una ciudad en decadencia. Lejos quedó el esplendor de los tiempos del califa abásida Harun al Rashid, a finales del siglo VIII, e incluso la bonanza económica que financió su modernización en los años 70 y 80. Aun así, en vísperas del anunciado ataque estadounidense, la capital iraquí lucha por seguir adelante. Sus habitantes trabajan, compran, venden, incluso se enamoran y se casan. Vigilados, eso sí, por innumerables retratos gigantes de su presidente. Vestido a la occidental, en uniforme militar o en traje regional, Sadam Hussein está presente en cada plaza, en cada edificio oficial, en cada casa.
Una antigua guía de turismo de los años 80 definía Bagdad como la ciudad donde convergen todas las carreteras de Irak. Y en efecto, esta populosa urbe de 5,5 millones de habitantes y casas bajas, que se extiende a lo largo de casi 40 kilómetros de norte a sur y de 50 de este a oeste, es un mosaico del país.
También el escaparate de la convivencia étnica y religiosa que el gobernante partido Baaz ha promovido oficialmente desde su fundación. Alminares y campanarios salpican el paisaje urbano que comparten casi tres millones de musulmanes chiítas, dos millones largos de musulmanes sunnítas (la mitad kurdos) y 300.000 cristianos.
Bagdad es sobre todo sus puentes. La ciudad crece imparable a ambas orillas del Tigris unida por 13 de ellos, que cada mañana y cada tarde se atascan a la hora punta. Por eso, cuando en 1991 una coalición internacional bombardeó la capital en represalia por la invasión de Kuwait, los puentes estuvieron entre los primeros objetivos. La reconstrucción fue casi inmediata, y hoy la única cicatriz de aquella contienda es el refugio bombardeado de AlAmeriya, donde murieron cuatro centenares de civiles y que se ha convertido en un monumento contra la guerra.
El corazón de Bagdad late en Rusafa, la orilla oriental del Tigris, donde el califa Abu Yafaar al Mansur fundó la ciudad en el 762. Es allí, en torno a la centenaria calle Rashid, donde se concentran los principales zocos de la ciudad y donde se conservan, orgullosas, las huellas de un pasado de gloria. La antigua escuela de la Mustansiriya, la principal universidad del mundo árabo-islámico en el siglo XIII, o el palacio de los Abásidas, construido un siglo antes, esperan vacíos la visita de unos turistas que tardarán mucho en llegar. Las tradicionales casas con celosías de madera del período otomano se caen de viejas.
Aún conscientes de este pasado glorioso, los bagdadíes no pueden detenerse a disfrutarlo. La lucha diaria por la supervivencia les hace moverse afanosos por las callejuelas adyacentes en busca de algún pequeño negocio o de una pieza para arreglar un electrodoméstico viejo. Así han proliferado los puestos de venta ambulante, anteriormente prohibidos por la intendencia, y las impecables avenidas de dos décadas atrás se han transformado en basureros. A la entrada del mercado de Shorye, una gran pancarta de estos improvisados comerciantes agradece a Sadam Hussein el decreto que ha legalizado su actividad.
También los taxistas están contentos porque el presidente ha retirado la ordenanza municipal que desterraba a las provincias todos los automóviles con más de diez años —es decir, casi todos— para reducir la contaminación. Y taxistas son la mitad de los habitantes de Bagdad porque, a falta de mejor trabajo, todo el que tiene un coche navega por las calles de la ciudad en busca de clientes. A 2.000 dinares por tanque de nafta, incluso los modestas viajes de 500 dinares resultan rentables, según me explica el joven Hamid cuando me devuelve al hotel una noche. Estudia medicina, y por las tardes releva a su padre al volante.
Jardín olvidado
"Felicíteme, acabo de comprometerme", pide sonriente Ahmed mientras muestra una alianza aún brillante sobre el anular de su mano derecha. Ahmed, de 32 años, no sabe aún cuándo podrá casarse, una empresa que requiere un dinero difícil de conseguir en estos tiempos de crisis; pero si por él fuera, cuanto antes. Lo que es seguro es que no podrá hacerlo en uno de esos grandes hoteles, testimonio de un pasado mejor, donde hoy trabaja como camarero en la boda de la hija de un alto funcionario. Los tambores y los yuyus de celebración no han cesado ni una sola noche en los días previos al Eid al Adha, una época tradicional de bodas.
"Tampoco durante los bombardeos estadounidenses de 1998 dejaron de celebrarse matrimonios", recuerda un vecino para el que resulta normal lo que es un absoluto despropósito, e incluso propone ir a dar un paseo al parque de la Nación Arabe. El jardín, ahora descuidado como todos los de la ciudad, fue en otro tiempo una visita obligada para los iraquíes de las provincias que venían a la capital.
Enfrente, desde un gran retrato, el presidente iraquí observa el ir y venir de sus súbditos. No está claro que esas imágenes gigantes tengan también capacidad de oír las conversaciones y descubrir los secretos del alma, pero, por si acaso, los bagdadíes se muestran cautos. Ni en la intimidad de los patios interiores de las casas, ni en las tertulias de los numerosos cafés que jalonan la ciudad se escucha una queja o una crítica sobre "el jefe", como significativamente muchos se refieren a Sadam Hussein. Dos décadas de culto a la personalidad han convencido genuinamente a la mayoría de que él es el único iraquí capaz de dirigir el país y afrontar las amenazas externas.
En el bar
En Beirut o en El Cairo, el salón Hasan Ajmi sería lugar de acaloradas discusiones políticas. Poetas, escritores, periodistas e incluso un loco forman parte de la parroquia de esta casa de té de los años 20, una de las más antiguas de la calle Rashid. Pero esto es Bagdad, y aquí los pensamientos políticos, si existen, se los guarda cada uno para sí.
"Bueno, cuando hay algo como ahora, la amenaza de guerra, sí que se comenta, pero sólo suelen ser rumores", concede Yacub, un artista en vivir del cuento, mientras saluda al redactor jefe de la sección de Cultura de Al Yumhuria; como el resto de los medios de comunicación, bajo estricto control oficial. "Aquél es un poeta, el de al lado fue asesor del ministro de Defensa y el otro trabaja con el de Salud", prosigue mientras los parroquianos juegan al backgamon o a los dados.
"Los naipes fueron prohibidos porque se apostaba, pero ahora se apuesta igual a los dados", añade mi acompañante. El jefe del salón nos sirve té (la única bebida disponible) con una gran ceremoniosidad, motivada por la presencia de una mujer entre la clientela estrictamente masculina. Las iraquíes tienen uno de los estatutos personales más avanzados del mundo árabe. A la ideología igualitaria del Baaz se sumaron las necesidades de la guerra contra Irán, que les abrieron las puertas de todos los sectores profesionales. Sin embargo, el peso de las tradiciones aún se filtra en muchos comportamientos.
Las paredes están amarillas y, desde el techo, media docena de ventiladores cansinos no logran aligerar el humo del tabaco. Los iraquíes fuman sin parar. Los cigarrillos, que en los puestos callejeros se venden por unidades, son casi el único vicio que se pueden pagar. A la derecha, un televisor habla solo sin que nadie preste atención a los desfiles militares y los bustos parlantes que se suceden hasta que las imágenes adquieren el mismo color sepia que las paredes. En una de ellas, el obligado retrato de Sadam también amarillea.
Llega otro parroquiano habitual con una bolsa de mandarinas y ofrece a la concurrencia. Aunque se tiene poco, aún se comparte. Insiste, pero la nueva etiqueta del embargo exige no aceptar. Tal vez sea todo lo que el buen hombre tenga para comer hoy. Sólo un niño se acerca y toma una.
"¿Habla usted francés o inglés?", se aventura a preguntar finalmente el hombre alto de la guayabera azul. "¿Qué opina de Irak? Quiero decir, de la gente". "¿No les encuentra cansados?", insiste ante una respuesta de cortesía que no le satisface. El hombre, de porte aristocrático y sin el bigote de rigor, asegura que "el poder pesa ahora más que antes". Es un kurdo que trabajó con el sha, me indican en la mesa de al lado. "¿Cómo aguantan ustedes?", me atrevo a inquirir. Aprieta los labios y hace un gesto con la mano sobre la boca que indica un cierre cerrado. Se levanta y se va.
Ocupa su lugar un demente, que ha ido acercándose poco a poco a la extranjera. En un perfecto inglés, cuenta un chiste que soy incapaz de comprender. "Era un opositor. Estuvo en la cárcel y se volvió gagá", justifica uno de los presentes. Fuera, el almuédano llama a la oración de mediodía. Yacub no reza, aunque reconoce que muchos iraquíes han vuelto sus ojos hacia Dios en estos 12 años de embargo. Cientos de alminares apuntan hacia el cielo de Bagdad. Sólo en el pasado año se han construido una treintena de mezquitas y se están levantando otras diez más, entre ellas la gigantesca de Sadam, en el barrio de Mansur.
El boom inmobiliario, del que las mezquitas financiadas por el Estado son una parte sustancial, ha servido, en estos años de crisis, de fuente de trabajo e ingresos para los sectores más necesitados de la ciudad. Y la asistencia a los templos no ha dejado de aumentar; también en el medio centenar de iglesias cristianas censadas en Bagdad, a pesar de que el número de cristianos se ha reducido con la emigración. Al menos una décima parte de los que han dejado el país desde 1991 eran cristianos, cuando esta confesión apenas supone el 5% del total.
Yacub cambia la mezquita por el zoco de la calle Motanabi, un mercadillo al aire libre de libros de segunda mano y material de escritura. Aquí, cada viernes, estudiantes, lectores empedernidos o simples curiosos vienen en busca de algún pequeño tesoro que sacie su sed de conocimientos. El profesor Latif al Mushhadani, que ha estudiado la historia de la ciudad, asegura que este barrio del Serrallo ha sido desde tiempos de los abásidas un lugar de encuentro de los hombres de letras. Tras muchas bibliotecas privadas dilapidadas en sus puestos durante estos años de embargo, los títulos no son apasionantes, pero siempre hay publicaciones extranjeras, algo difícil de conseguir en las grandes librerías de la calle Saadún.
Los libros no son lo único de lo que se han desprendido los bagdadíes. La inmigración y la necesidad han vaciado muchos hogares de sus contenidos, como lo atestiguan las numerosas casas de remates de la avenida 14 de Ramadán. El embargo hizo que pasaran de 6 a 60, ahora sólo queda la mitad. En la más antigua de todas, la Casa de Bagdad, los nietos de Ahayi Nazar, rematador de los bienes de los judíos en los años 40, aseguran que la clase media ya ha vendido todas sus riquezas.
Teatros semivacíos
Los esfuerzos de normalidad que hace la ciudad chocan con la falta de público. Esa clase media que en los años 80 llenaba teatros, cines, cafeterías y restaurantes no puede permitirse los 2.000 dinares (menos de un dólar) que cuesta la entrada del teatro Naser para ver la comedia Lo vi con mis propios ojos o las obras más serias que programa el teatro Nacional. Igual sucede con las galerías de arte, que ahora buscan sus clientes entre el personal de la ONU, los diplomáticos y los periodistas que visitan la capital.
Las desvencijadas salas de cine de la calle Saadún, la principal de Bagdad, se esfuerzan por atraer a los jóvenes con fotogramas de chicas ligeras de ropa a las que el censor ha cubierto con rotulador los escotes más atrevidos. Sesión continua. Tres películas por 750 dinares. "Estadounidense, estadounidense; venid a verla, es una película estadounidense", se desgañita el acomodador a la puerta de la sala. Pero los títulos revelan la antigüedad de las cintas (Summer lovers, True revenge o La mexicana). Quienes pueden permitírselo, hace ya tiempo que se han pasado al videoclub, donde se encuentran pirateados los últimos títulos incluso en formato DVD.
Dos domingos al mes, la Orquesta Filarmónica de Irak da conciertos en el teatro Rabat. Es un ejercicio de voluntarismo. La remuneración, meramente simbólica, obliga a que sus profesores se ganen la vida en otros menesteres. Y no siempre pueden acudir a la cita con un público también menguante. A pesar de que la entrada cuesta 1.000 dinares, rara es la función a la que asisten más de 50 personas, un cuarto del aforo. "Sólo dejamos de tocar durante dos meses en 1991", declara orgulloso el director, Abdul Razzaq al Azzawi, que perdió a sus dos hijos pequeños a causa de un misil iraní en 1985. "Una semana después, ya estaba dando otro concierto", recuerda. "Tenemos que seguir adelante".
Sueños en espera
Los nuevos ricos, la élite de altos funcionarios, oficiales y dirigentes del partido, tienen otros gustos. Se dan cita en los clubes privados como Al Yadriye, Al Wiyah, Al Hindie o Al Mansur, cuya cuota anual supera los 100 dólares. Sus hijos llenan los restaurantes caros de la calle Arrasad, donde también pueden encontrarse todo tipo de productos importados que han burlado el embargo y los sofisticados electrodomésticos que anuncia incongruentemente la televisión nacional. A ellos pertenecen también la mayoría de los nuevos coches malasios o coreanos que circulan por las calles de Bagdad. Muchos son regalo personal del presidente, cuya imagen siempre acompaña al conductor en algún lugar visible.
Abdul Amir Moslawi conduce orgulloso su flamante Proton, un utilitario fabricado en Malasia, pero en realidad sólo es suyo a medias. "Se lo compré hace seis meses a un general por 6.000 dólares y ya le he pagado la mitad", anuncia satisfecho. Tal proeza, en un hombre que tiene que mantener a una familia de seis, sólo se explica porque trabaja como chofer para clientes extranjeros, los únicos que pueden pagarle en divisas. Para el resto de los ciudadanos, la vida se mide en dinares, unos billetes con el aspecto de ser meras fotocopias en color que han perdido todo su valor hace mucho tiempo.
Es la gente que paga 25 dinares (un céntimo de dólar) por un boleto de autobús y viaja a diario en tres de ellos durante hora y media para llegar a un trabajo mal pagado, pero con el que mantener la dignidad. Como Tamara, una joven de 28 años, para la que sus padres eligieron un nombre ruso y que acaba de licenciarse en español sin ser capaz de mantener una conversación de dificultad media. "Conocemos la teoría, pero nos faltan oportunidades de practicar", se lamenta sin entrar en detalles sobre el grave deterioro del sistema educativo. Quisiera viajar a España para completar su formación, pero su empleo de secretaria ni siquiera le permite independizarse de su familia.
Viajar al extranjero es el sueño de muchos jóvenes como Tamara, para los que Bagdad no es que se haya quedado pequeña, es que no ofrece oportunidades. Las dificultades para hacerlo se han reducido en los últimos meses, cuando se ha rebajado la tasa de salida del país de 400.000 a 10.000 dinares. Aun así, es una decisión difícil de tomar. Frente a la oficina de pasaportes, en la calle 52, se observa un gran trajín de gente. Resulta difícil saber si han aumentado las solicitudes porque el guía que impone el Ministerio de Información a los periodistas extranjeros estima que aquí "debe de estar prohibido" hacer entrevistas.
Haider no ha pensado en marcharse, y eso que tiene un hermano en España. "Bagdad es mi ciudad, aquí está mi gente", asegura. Está empleado en una oficina de cambio, y aunque su salario no le permite grandes alegrías, tampoco se queja. "¡Estoy vivo, gracias a Dios!", responde con una sonrisa. Sólo cuando se le insiste un poco admite que le gustaría comprarse un coche, pero ese sueño, como tantos otros en Bagdad, tendrá que esperar.