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Así fue la inédita fiesta de cuatro días de la embajada uruguaya en Buenos Aires por la independencia

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Obelisco de celeste por el 25 de agosto. Foto: prensa embajada uruguaya.

CRÓNICA DE UNA LARGA CELEBRACIÓN

Atrás quedaron la murga y los chorizos prepandémicos en la residencia. Los festejos, que llegaron al Obelisco, pueden leerse como cuatro días de abrazos tras el desencuentro entre los gobiernos.

Cuatro días de festejos. No hubo cuatro días de festejos ni en Uruguay, pero acá, en Buenos Aires, los 196 años de la Declaratoria de la Independencia se derramaron por la ciudad y sus monumentos como un reguero celeste. El personal de la embajada con más antigüedad no recuerda en la Argentina unos festejos así.

Arrancaron el lunes 23 con la proyección de la película La Redota en el ciclo de cine de la Universidad del CEMA. Cualquier argentino que haya visto esta pieza de César Charlone podrá comprender, en toda su majestad, la foto que Natalia Oreiro compartió dos días después: ella sentada junto a la bandera, el porte grave en la luz del vestido, la espalda suntuosa de una emperatriz oriental. Y coronando el fondo, el Artigas que Juan Manuel Blanes pintó en 1884, obra canonizada que la película de Charlone coloca en el centro de su trama.

El homenaje de Natalia Oreiro por el 25 de agosto.
El homenaje de Natalia Oreiro por el 25 de agosto. Foto: Instagram Natalia Oreiro.

El martes 24, después de un conversatorio virtual donde especialistas en cuestiones geopolíticas revisaron los consensos argentino-uruguayos —o la ausencia de ellos—, la noche comenzó a oscurecer Buenos Aires. Para las 20, la Floralis Genérica de la avenida Figueroa Alcorta; la Usina del Arte en el barrio de La Boca y el Puente de la Mujer en esa neo-Buenos Aires ostentosa que nació con Puerto Madero ya eran grandes tótems celestes, pintados de luz por los focos que dispuso el gobierno porteño.

Hacía frío y las cuestiones sanitarias redujeron los invitados, pero el himno de Uruguay sonó en la noche de Madero, ejecutado por una formación de músicos jóvenes salidos de los barrios de emergencia argentinos, conocida como La Orquesta de los Barrios.

Frente al río, también sonó “La cumparsita” y “Adiós Nonino”. Nos estábamos yendo cuando llegó la foto de Roberto Castro, la cámara oficial de los festejos: el Obelisco, símbolo crucial de la Buenos Aires arrogante y falocéntrica, hecho de golpe bandera celeste y delante de él, un cartel de vialidad. En ese cartel, que dialoga todos los días con los porteños, que les informa la temperatura, la densidad del tráfico, la eventualidad de un accidente dos cuadras más adelante; en ese cartel donde hace nueves meses le dijimos ¡gracias Diego! a un Maradona recién muerto, ahora se podía leer: “¡Felices 196 años Uruguay!”.

La noche del miércoles 25 merece su propia crónica en el relato de estos días. Digo la noche porque durante la mañana y la tarde el juego de luces y proyecciones se hacía invisible, pero un resplandor de identidad cultural uruguaya iba imponiendo metro a metro su presencia con la caída del sol porteño.

Así pudo verse, gigante, extendida, en las medianeras de algunos edificios céntricos la cara y el nombre de Mario Benedetti, del Menchi Sábat, de China Zorrilla, de Páez Vilaró. En tres cuartos perfil, Julio Sosa volvió a ser un relumbre de varón que canta el tango, como hace medio siglo. Y en el tirón de una pared, los porteños volvimos a encontrarnos con Juan Manuel Tenuta, el tipo que lo mira a Luis Brandoni comerse la tercera empanada.

Ricardo Espalter, Enrique Almada, Andrés Redondo, Eduardo D’Angelo y Berugo Carámbula, uruguayos queridos, uruguayos que nos llenaron el corazón de algo que sigue ahí, pero no siempre lo tenés presente, hasta que pasás con el auto volviendo a casa y los encontrás de nuevo. ¿Qué hacen ahí, a todo trapo en esa pared? Tocás el freno para pasar despacito, para que mirarlos de cerca dure un segundo más. Después seguís por la avenida pensando que te reencontraste más con vos que con ellos.

Puntual arranca, en la noche de Palermo, el acto central de los festejos: en la explanada del Planetario, con ingreso riguroso y rigurosa separación de sillas, se va armando un encuentro culminante. El movilero de TN lo encara a Carlos Enciso, embajador de Uruguay en la Argentina, para conocer precisiones sobre las restricciones de verano: hay una larga franja de clase media que está desesperada por conocer qué va a pasar con sus vacaciones. La presencia en este lugar del principal canal de noticias del país solo quiere decir una cosa: ustedes son muy importantes para nosotros, nosotros somos muy importantes para ustedes, y no importa en qué orilla del Río de Plata escuches esto.

En un costado del escenario, Osvaldo Laport, que dejó Juan Lacaze a los 18 y le dio a la ficción popular argentina un actor referente, me dice que más que el río lo que compartimos es un cordón umbilical, una trama común, una procedencia. Después sube al escenario y lee con hondura la “Milonga para los orientales”, de Jorge Luis Borges. Las estrofas van pasando y Borges consigue sumergirte en el poema hasta que al final te apuñala de rima y literatura cuando remata:

Milonga para que el tiempo / vaya borrando fronteras / por algo tienen los mismos / colores las dos banderas.

DIÁLOGO

La cena de Lacalle y Fernández en Olivos

La relación entre los gobiernos de Uruguay y Argentina venía complicada, sobre todo después que Luis Lacalle Pou pidió flexibilizar la normativa en el seno del Mercosur para salir a negociar con otros países. Pero la cena del viernes 13 con el presidente Alberto Fernández en Olivos descomprimió la tensión. Ambos acordaron algunas prioridades, como buscar financiamiento para construir el puente entre Bella Unión y Monte Caseros sobre el río Uruguay.

¿Qué cambió?

Las razones oficiales dicen que dos años pandémicos sin poder invitar a la comunidad uruguaya a la residencia del embajador, como ocurre tradicionalmente cada 25 de agosto, era mucho tiempo sin celebraciones. Conocí esas rejuntadas. Había murga, chori y pueblo uruguayo pisando palacio, metiendo pata y candombe en un lote del país sobre la paquetísima avenida Figueroa Alcorta.

Es una razón contundente, está bien. Pero el sustrato de la política está hecho de gestos mudos antes que de razones declaradas.

La explicación no dicha, pero que puede leerse en el tejido político de las relaciones bilaterales es que acá hubo dos países, a los que claramente podemos llamar países hermanos, que tuvieron su agarrada por cuestiones arancelarias, su cruce y su colisión en torno a la soberanía comercial dentro del bloque al que pertenecen, y la tuvieron frente a los ojos del mundo, y especialmente frente a los de la región. Así que el calibre de estos festejos, su nuevo talle, puede leerse como cuatro días de abrazos entre dos hermanos que vienen del desencuentro.

No se explica si no la presencia del hombre que acaba de llegar al Planetario: Felipe Solá, ministro de Relaciones Exteriores y Culto de la Nación, el sujeto que pone a hablar a la Argentina con el resto del mundo. Nadie en la embajada recuerda unos festejos así ni la presencia de un canciller durante un 25 de agosto.

Felipe Solá en el Planetario de Buenos Aires. Foto: prensa embajada.
El canciller Felipe Solá en el Planetario de Buenos Aires en celebración por el 25 de agosto. Foto: prensa de la embajada uruguaya.

Solá dice dos cosas que van a explicar qué hace aquí. Una: “hemos tenido conflictos, pero de una manera disimulada porque nos queremos”. Y dos: “la unidad vence al conflicto”. Fue el sello de un político de carrera con medio siglo dentro de la trama del peronismo que vino a estrechar la mano, a terminar de calmar las aguas que ya había empezado a calmar la visita del presidente Luis Lacalle Pou, diez días atrás, cuando entró a la Quinta de Olivos con una botella de vino en la mano y se fundió en una abrazo con el presidente argentino Alberto Fernández.

Nos vamos del Planetario. Carlos Enciso Christiansen, el Pájaro, dos veces intendente de Florida, lector obstinado del ensayo político, histórico, nacional y popular, no termina de soltar la sonrisa. Los ojos se le agigantan detrás de los lentes y tiene un relumbre en la cara porque la cosa va queriendo, pero guarda, todavía falta un día más.

"El uruguayo camina como un argentino más"

Debajo de esta membrana de política, diplomacia y relaciones exteriores están las personas, los uruguayos y las uruguayas que se vinieron a la Argentina a buscarse una vida. Es curioso, pero todos forman parte del mismo interrogante: nadie sabe con exactitud cuántos son.

El último registro oficial, cuya fuente es el Censo de Población 2010 elaborado por el Instituto de Estadística y Censos de la Argentina (Indec), dice que son 116.500. “Pero nadie cree que ese sea el número real”, me dice José Luis Curbelo, cónsul general de Uruguay. Le digo que hay un número consensuado que habla de 300.000 uruguayos, pero Curbelo me responda que es una estimación sin base científica. Seguimos hablando mientras suena el tango de la Orquesta de los Barrios y de golpe nos damos cuenta de que, con diferencia de cuatro días, él con su estatuto diplomático, y yo como periodista, los dos visitamos a la misma mujer.

Luisa Martínez tiene 80 años, los últimos 50 vividos en la ciudad de La Plata, capital de la Provincia de Buenos Aires. Nació en el Real de San Carlos, en Colonia del Sacramento. Fue costurera, bailó en las comparsas, tuvo verdulería. Dejó Montevideo cuando las personas empezaron a pedirle fruta por unidad: dos bananas, tres mandarinas. Se sorprendió cuando llegó a Argentina y empezaron a pedírselas por kilo. Entonces supo que había hecho el viaje correcto.

—Algunos lo hicieron por política, otros por familia. A mí lo que me hizo dejar Uruguay fue la pobreza.

Cuando entro a su casa me saluda con una mano porque en la otra tiene el teléfono. Está organizando en La Plata los festejos por el 25 de agosto y hay un problema con la habilitación de las plazas y el corte de calles donde Luisa quiere llevar a los músicos que van a tocar el himno. Ochenta años y acá la tienen, batiéndose contra la burocracia municipal.

Los problemas que tuvo para traer a sus hijas a Argentina la entrenaron en los asuntos de la documentación y hoy dirige el Consejo Consultivo China Zorrilla, un órgano no gubernamental que hace de nexo entre consulado y población migrante. Su último viaje a Montevideo fue en 2019, cuando asistió a un congreso mundial de consejos consultivos, pero entonces era una piba, tenía 78 años.

Luisa Martínez. Foto: Alejandro Seselovsky.
Luisa Martínez, de 80 años, en su casa en La Plata. Foto: Alejandro Seselovsky.

La fuerza de Luisa para coordinar acciones y cruzar trabajo con su comunidad quedó reconocida por el Estado cuando en noviembre de 2004 el intendente de la ciudad de La Plata Julio Alak decretó un documento oficial que decía, artículo uno: desígnese con el título honorífico de inmigrante ilustre a Doña Luisa Gladys Martínez de Malfetano.

Ocho décadas sobre el cuerpito breve y un sabio tonelaje de experiencia me enseñan por qué no es posible encontrar el número de la cantidad de uruguayos en la Argentina. La siguiente charla con Luisa lo explica bien:

—¿Cuántos uruguayos hay en La Plata, Luisa?

—No lo sé.

Luisa responde con naturalidad, sin sorpresa, como no teniendo por qué saberlo. ¿Cómo no maneja ese dato? En el nivel nacional, está bien, pero… ¿En La Plata tampoco? La lección que me da a continuación es una clase de alguien que sabe frente a alguien que ignora.

—Acá, el uruguayo camina como un argentino más. No es señalado, ni discriminado, más bien es querido. Por lo tanto, no necesita, como otros inmigrantes, el refugio de su comunidad. Entonces se abre, se dispersa, se mezcla. Ahí los perdemos y es más difícil contarlos.

—Entiendo, pero... ¿dónde queda entonces su uruguayidad?

—La lleva encima, la lleva dentro, no necesita ponerla en juego con otros como él porque acá son todos como él.

Me va a decir Curbelo, el cónsul, que no hay nadie como Luisa Martínez para dibujar la silueta del migrante uruguayo en la Argentina. Yo le voy a decir que es cierto, que nadie me ha explicado mejor la condición de doble ciudadanía. Curbelo me va a corregir: la doble ciudadanía es una cuestión administrativa. De lo que habla Luisa es de binacionalidad.

El final en la embajada.

Ya es jueves 26 de agosto y en Buenos Aires seguimos festejando el 25. Inédito. Esta vez no hace falta la caída del sol porque todo ocurre dentro de la residencia del embajador. Hay empresarios de alta gama y exdiputados de la Nación. La Orquesta de los Barrios, ahora con su formación completa, unos veinte chicos y chicas entre cornos, violines, tubas y cellos, vuelven a tocar himnos, cumparsitas y noninos. Ahora sí, sin el viento de Puerto Madero llevándose las notas, suenan que te despeinan.

Es el último día de los cuatro y es el último festejo de los que hubo. Es más íntima, esta; una celebración de la celebración, dedicada más que nada a la gente que trabajó en producirla. El aplauso especial se lo lleva María Noel Crucci, esposa de Enciso.

En un salón contiguo, más apartado, dominado por un inmenso cuadro de Blanes, otro cuadro, La samaritana, personal de la embajada se aparta y resuella. Fueron días agitados. En todo momento fue fácil reconocerlos: es la gente que lleva el barbijo negro con las dos banderas.

La aparición de un cuerpo breve de mozos con bandejas, copas y empanaditas de carne avisa que, ahora sí, esto ha terminado. El “Pájaro” Enciso necesita una boca más porque la que tiene no le alcanza para sonreír. “Viva la patria”, nos saluda. “Vivan nuestras patrias”, se corrige después. Lleva en la cara un gol a los ingleses que tanto puede ser uno de Diego como uno de Luis.

El día que conocí al presidente
Luis Lacalle Pou y Carlos Enciso. Foto: prensa embajada.

Estoy sentado en una oficina de la embajada uruguaya en Buenos Aires, sobre la calle Arenales, esperando que vengan a buscarme, aguantando ese nervio de las presentaciones. Se escucha, desde donde estoy, la efusividad que provoca la visita. En los pasillos, en los ascensores, todos están alborotados. Unos minutos después, una mujer que lleva un barbijo negro con las dos banderas me dice: ya podés pasar.

Entro.

En una habitación con balcón a la calle, el presidente se para frente a mí y estira el puño. Encantado, presidente. Encantado.

El saludo es cálido, sin el callo de las formalidades. Me pregunta qué edad tengo, será porque hace tres días Luis Lacalle Pou cumplió 48. Me pregunta también hace cuánto que escribo para El País. Le recuerdo entonces mi primer trabajo, cuando fui a cubrir la charla del expresidente José Mujica a la Universidad de Rosario, en Santa Fe. Rosario y Montevideo, dos ciudades en espejo, se llamaba la nota. De paso le digo:

—Soy rosarino, presidente. Hincha de Newell’s. Usted sabe que los rosarinos reivindicamos nuestra pertenencia sobre el postre chajá.

De golpe, la cara del presidente se transforma. La cara de todos ahí adentro se transforma. Yo siento que el aire funde a negro, siento que acabo de arruinar las cosas. Lacalle Pou ya no me mira como un jefe de Estado que saluda a un corresponsal, sino como un uruguayo que escucha a un argentino y, una vez más, no lo puede creer. Después suelta, suavemente:

—Todos saben que el postre chajá es de Paysandú.

Nos reímos, el aire afloja, respiro. El embajador Carlos Enciso, en un reflejo, trae la réplica enmarcada de un documento de identidad, el de Carlos Gardel, donde figura su nacimiento presunto en Tacuarembó. Argentinos, uruguayos, el mundo en dos espejos.

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