Mañana, 25 de agosto de 2025, estaremos conmemorando los doscientos años de la declaración de nuestra independencia, una fecha de honda significación en un país que durante mucho tiempo se miró al espejo preguntándose por sus posibilidades de ser un país independiente, viable y con futuro. Por cierto, estas preguntas se han dejado de hacer de esa forma desde hace décadas, afortunadamente porque podríamos argumentar que alguna ya ha quedado contestada, pero también, desde una mirada más cínica, podríamos afirmar que nos hemos dejado de hacer preguntas porque hemos dejado de pensar en serio sobre nuestro país.
La coyuntura, por cierto, muchas veces llama al desaliento. Los temas de debate cotidianos se han vuelto parvularios, oscilando entre el intercambio de insultos entre legisladores, la creación de una comisión para combatir un insecto, las ideas retrógradas de un legislador blanco para cerrar la economía, las igualmente retrógradas de economistas comunistas para gravar la riqueza que no existe, o los chismes de ocasión.
Quizá sea porque hoy festejamos la noche de la nostalgia que la mirada al pasado nos puede estar devolviendo una imagen mejor que lo que fue la propia realidad. Pero no pueden más que añorarse los debates entre José Enrique Rodó y Pedro Díaz o, a nivel político, entre José Batlle y Ordóñez y Luis Alberto de Herrera cuando se observa cuáles son los intercambios hoy.
A nuestro país no le faltan temas relevantes para discutir. Tenemos que crecer mucho más para poder mejorar la calidad de vida, especialmente de quienes la están pasando peor. Es indudable que debemos avanzar en la siempre postergada reforma del Estado para que deje de ser la pesadilla de quien invierte y trabaja para ser un socio cooperante. Debemos despejar miles de trámites, permisos y regulaciones que solo entorpecen el más mínimo movimiento sin agregar ningún valor a la sociedad. Es indispensable mejorar los indicadores educativos que hacen que estemos lejos incluso del mal promedio de nuestro continente. Y es indispensable mejorar la seguridad pública cuando nuestra tasa de homicidios triplica a la de Argentina.
Estos temas son simplemente una muestra de que si debatimos estupideces es porque preferimos el barro al intercambio productivo, no porque no tengamos asuntos de fondo que requieren nuestra atención. El problema, por cierto, puede ser tanto de oferta como de demanda. No parecen existir demasiados intelectuales o pensadores con cosas interesantes para decir, o si los hay no llegan casi nunca a los medios. Pero también es cierto que no se demandan esos contenidos a juzgar los ratings televisivos o los clics en las noticias de los periódicos.
Pero, como ocurre en la economía, el análisis verdaderamente relevante es el de la oferta. Si existieran contenidos interesantes y valiosos más medios estarían dispuestos a difundirlos y más personas atentas a escucharlos con toda seguridad.
No se puede consumir lo que no existe, o existe en cantidades difíciles de percibir. Es necesario, por tanto, poner el acento en la parte de la ecuación que puede y debe cambiar para que la rueda empiece a girar hacia el otro lado.
La mirada larga de los dos siglos de vida independiente de nuestro país nos devuelve luces y sombras. También debe señalarse que no todo es negativo, que hemos construido una democracia sólida y una sociedad con una identidad de la que tiene buenos motivos para enorgullecerse. Pero nuestro esfuerzo debe estar en dónde existen las falencias, para construir sobre lo que hemos logados en dos centurias.
La mirada debe estar mucho más en el futuro que en el pasado y mucho más en lo que nos falta que en lo que tenemos. El mundo cambiante y vertiginoso en que vivimos hace tiempo que no nos espera, simplemente sigue andando mientras nosotros llamamos a un gran diálogo social sobre un tema que acabamos de resolver luego de tres años de debates. Hace casi un siglo el gran José Ortega y Gasset le decía a nuestros hermanos del Plata: “¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos.” Lo mismo aplica para nosotros. Admirando “esa historia de a caballo/ que huele a sangre y a gloria” que describió Borges, parados sobre nuestro bicentenario nos convoca el futuro.
Que nuestro hijos y nietos, al cumplirse los trecientos años del 25 de agosto de 1825, puedan apreciar que la generación que construyó nuestro siglo XXI estuvo a la altura que demandaban los tiempos: ¡Uruguayos, a las cosas!