Hace más de un año, se publicó en este mismo espacio un texto que alertaba sobre un problema acuciante en la capital del país, al que se bautizaba como “cuidacochismo”. Con el término se buscaba definir esta epidemia de jóvenes y personas en plena edad productiva, que se dedican a la cuestionable e improductiva actividad de “cuidar autos”, en la abrumadora mayoría de los casos, para financiar el consumo de drogas.
Allí se alertaba que estábamos ante una actividad que no es un trabajo, ya que ello implicaría un acuerdo libre de dos partes que aquí no existe. Se denunciaba que, en la mayoría de los casos, estábamos ante un caso de extorsión disimulada, ya que el principal estímulo para entregar dinero a quienes desarrollan esta “actividad” no es la protección de los coches, sino el miedo al daño que éstos pueden sufrir, si no se contempla el reclamo, bastante amedrentante, de quienes lo solicitan.
Y, por último, se manifestaba que estábamos ante un subsidio permanente al microtráfico de drogas, ya que el dinero que la persona entrega a estos individuos, es mayoritaria e inmediatamente transferido a la boca depasta base de la manzana.
La respuesta inmediata en redes sociales, de parte de los infaltables “bienpensantes” de nuestra progresía local, fue la indignación y el victimismo. Por supuesto que se calificó la cuestión como una ofensiva fascista, que clamaba por reprimir a personas humildes, que no tendrían otra forma de ganarse el pan. Y que esa pieza transpiraba esa cosa que nuestra siempre creativa para el eslogan izquierda local, ha dado en llamar “aporofobia”. O sea, una especie de odio a los pobres.
Como siempre, hay que hacer una primera aclaración. Desde ya que hay personas que por distintos motivos están en la mala, y esta actividad fue en su momento una válvula de escape provisoria para que alguna gente pudiera tener sustento. Si bien con la cantidad de dinero que los uruguayos aportamos al estado, parece insólito que éste no logre garantizar un plato de comida y una ayuda eficiente, a quien por distintos motivos no puede valerse por si mismo en determinado momento de su vida. Pero la realidad es que vivimos en un país con un 8% de desempleo, con economía creciente desde hace casi dos décadas, con educación gratuita hasta la universidad, y con políticas sociales de todo tipo y color.
Más allá de eso, salvo casos puntuales que ocurren en barrios seleccionados o en alguna ciudad del interior, la abrumadora mayoría de quienes fungen de “cuidacoches”, están lejos de ser personas segregadas por los estertores individualistas y egoístas del capitalismo tardío, como gustan llamar algunos.
La realidad es que tenemos una epidemia de jóvenes, muchos con problemas de adicciones y salud mental, o que han pasado por nuestro benemérito sistema carcelario. Y que toman esta forma de mendicidad abusiva como forma de financiar su vida en los márgenes de la sociedad.
Todo muy bien, pero hay una contracara cada vez más evidente de este problema, Cualquiera que circule por el Centro de Montevideo, puede percibir el nivel de deterioro y decadencia que allí se vive. Cada día cierra un nuevo comercio, la gente huye a otros barrios, las propiedades ven derrumbarse su valor, el turismo casi ha desaparecido, y el olor fétido a excrementos humanos, ha suplantado al tradicional aroma de las parrilladas, de los vendedores de garrapiñada y maní tostado.
La contracara de este tema, es que hay muchos uruguayos trabajadores, esforzados, luchadores, que están viendo como este problema creciente, les golpea directamente en su medio de vida formal.
No puede ser que las autoridades nacionales, pero en especial las departamentales, no tomen cartas en el asunto de manera más definida. Más bien que ocurre todo lo contrario, ya que con la permanente y falsa regulación que se hace de estos servicios que nadie desea, generando la falsa aspiración laboral, lo que se provoca es el crecimiento de esta actividad.
Lo que las autoridades no quieren ver, es que detrás de esa falluta muestra de solidaridad social, nos estamos pegando un tiro en el pie como sociedad. Cada comercio que cierra, cada ciudadano que emigra de la zona céntrica, es un contribuyente menos. Y es un poblador que desaparece de una zona establecida y con todos los servicios, que emigra muchas veces a lugares donde hay que proveer transporte, saneamiento, limpieza.
Así no se puede seguir. No podemos mirar para otro lado mientras la ciudad se convierte en el escenario de una película de terror.