Otra hora potencialmente oscura

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La hora más oscura (Darkest hour) es una película británica del año 2017, dirigida por Joe Wright, que revive las difíciles decisiones que debió tomar Winston Churchill al gestionar la política de su país frente a la agresión continental de la Alemania nazi. Allí se luce Gary Oldman en el papel del primer ministro, que le valió todos los premios imaginables,.

Se trata de una obra que muestra como pocas la presión a que se somete un ser humano ante un cargo político de relevancia, en un momento crucial de la historia. Churchill asume cuando dimite Chamberlain, mientras el nazismo avanza sobre Europa. La película testimonia la discusión interna del gobierno inglés de la época que, contrario a la posición de Sir Winston, se inclinaba por negociar la paz con Hitler.

La mejor escena se produce cuando el primer ministro sube a un transporte público y pregunta a los pasajeros qué opinan, si se debe firmar un acuerdo de no agresión con el tirano alemán o dar batalla. Es ese grupo de personas comunes y corrientes que le otorga el respaldo que necesitaba: todos lo instan a no negociar. A luchar contra el nazismo y defender la libertad hasta las últimas consecuencias.

La escena es emocionante y movilizadora: muestra la base social de las medidas difíciles a que se enfrentan los políticos y el grado de responsabilidad que asumió el pueblo inglés frente a una guerra que se presentaba devastadora. Son unos escasos minutos en un vagón de metro, pero allí se sintetizan los mejores valores democráticos.

Hoy reconocemos en la compleja y acertada decisión de Winston Churchill, nada menos que el origen de que la libertad en Occidente haya triunfado y que el totalitarismo criminal del nazismo y el fascismo sean solo malos recuerdos.

Hablamos del mismo prohombre cuyos monumentos fueron vandalizados en los últimos años por colectivos woke que lo acusaron de “racista”, ejerciendo una libertad de expresión de la que hubieran carecido, sin el proceder heroico de la misma persona a la que insultaban. Trágicamente, seis décadas después, las sociedades europeas ven tambalear otra vez los valores occidentales, por el doble influjo de la ultraderecha rusa liderada por Putin, con su afán expansionista, y el fundamentalismo islamista que horada la convivencia, aprovechando la libertad que es negada en los países donde gobierna. Es preocupante que las izquierdas europeas manifiesten simpatía por esos extremismos, distrayéndose además en reivindicaciones de colectivos minoritarios mientras la democracia se va socavando desde adentro. Estamos en un mundo distinto al que Churchill consolidó con su visión de estadista, por eso importa tanto evocarlo y, con ello, reclamar liderazgos políticos promotores de la libertad.

Los grandes presidentes no solo deben valorarse por lo que hacen, sino también por lo que evitan. La gestión política circula siempre por dos carriles simultáneos: de un lado la capacidad de concretar promesas de campaña y, del otro, la de enfrentarse a lo imprevisto, tomando decisiones rápidas y seguras que, aunque controversiales en el corto plazo, serán apreciadas en el tiempo venidero.

Las campañas electorales, en tanto, corren el riesgo de frivolizar la realidad, reduciéndola a un puñado de promesas demagógicas sin sustento, puro marketing que detecta oportunidades y las convierte en mensajes huecos. Pero el ejercicio de la presidencia es mucho más que eso: implica estar en condiciones de enfrentarse a lo inesperado y obrar responsablemente. Como Churchill: asumir el costo político de decisiones difíciles, con la confianza de estar sintonizando con los verdaderos reclamos populares.

Por eso, al elegir presidente, resulta tan importante conocer al ser humano detrás del político, cómo piensa y cuál es su capacidad de reacción ante la adversidad.

Con viento a favor es difícil errarle; incluso se tiene margen para desbarrancar y que eso pase lo más desapercibido posible. Pero en las duras, en las complicadas, se necesita un líder con inteligencia, experiencia, capacidad de mando y, por encima de todo, valores claros.

La pereza intelectual muchas veces resta importancia a estas diferencias, dando por buena la amarga ironía de Discépolo: “todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor”.

Pero no es así: alcanza con mirar los momentos cruciales de la historia, como el que referimos líneas antes, para entender que no todo da igual.

Ojalá el pueblo uruguayo así lo entienda, en esta y cualquier otra instancia electoral por venir.

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