Hace cuatro años todo era ilusión y romanticismo del otro lado de la cordillera. Muchos -allá, acá y en todo el mundo- creían que se “abrirían las alamedas” con la elección, con más del 55%, de un presidente joven, globalizado y progresista surgido del movimiento estudiantil. Cuatro años después, la derecha obtuvo la mejor elección de su historia y más del 70% del electorado votó por opciones que promueven mucha más dureza en temas migratorios y de seguridad. La política chilena acaba de completar un cambio de época que se caracteriza por la implosión de las coaliciones tradicionales y una creciente radicalidad en los discursos.
Hace unos días Adolfo Garcé escribía en Búsqueda que la radicalización política de los años 70 dio lugar a la moderación virtuosa de los 90. Eso, que también sucedió en Chile, llegó a su fin: se reconfiguró un sistema político que vuelve a ordenar sus tensiones hacia polos más nítidos, más identitarios, más ideológicos.
La elección del domingo parece confirmar que Chile está cerrando definitivamente la era de la política tecnocrática. Ya no hay lugar para el color pastel; lo que funciona es la confrontación clara de desacuerdos.
Lo llamativo es que esta tendencia incluya a Chile; claro que estos políticos no son una exclusividad trasandina. Milei, Bolsonaro, Trump y López Obrador, sin dudas, pertenecen a esta familia, pero del otro lado de la cordillera todavía se miraba con extrañeza estos fenómenos.
Algunos hablan de un corrimiento general hacia la derecha. Otros, del fin de la corrección política. Otros, simplemente, del retorno de liderazgos y discursos sin complejos, con menos miedo a decir lo que piensan y más disposición a interpelar malestares reales. La explicación puede variar, pero el fenómeno es claro y no es exclusivo de Chile: está ocurriendo en buena parte del mundo occidental, tanto en democracias maduras como en economías emergentes. Y cuando una tendencia se vuelve global, es ingenuo pensar que Uruguay vivirá en una burbuja.
“En Uruguay no va a pasar” es una pésima forma de pensar. Lo fue en los 60, cuando se deterioraba la democracia pero algunos creían que éramos invulnerables; lo es para pensar el desafío del crimen organizado; y lo es para analizar este tema. De hecho, en 2019 Uruguay tuvo la aparición de varios outsiders -dos o tres, según cómo se lo mire-. Hace ya seis años un partido de derecha populista llegó al 10%, y un empresario desconocido terminó segundo en la interna del Partido Nacional, la más competitiva y numerosa.
Si eso pasó en 2019, perfectamente podríamos ver en las próximas elecciones la irrupción de nuevos personajes que fragmenten el sistema de partidos y vuelvan mucho más relevantes a jugadores por fuera de las dos coaliciones. Serán muchos los que verán en la imitación de Milei, Bukele o Mamdani una oportunidad para irrumpir en el sistema con soluciones simples y directas.
Pero claro, esto no tiene por qué ser así. Los políticos tradicionales -que no son tontos- tienen la oportunidad de reaccionar ante este cambio de época. De entender que la moderación uruguaya está muy bien, pero no alcanza. De comprender que la política necesita diferencias nítidas y no siempre matices. De demostrar que dentro de las coaliciones existe la lucidez para ofrecer una agenda más ajustada a estos tiempos, y no simplemente una propuesta de retoques del status quo.
El sistema político debe ser capaz de interpretar la nueva época antes de que otros lo hagan por él.
Si los partidos tradicionales, sus dirigentes y sus narrativas permanecen anclados a las coordenadas de los últimos treinta años, dejarán un flanco abierto para que actores antisistema, hiperideológicos o simplemente oportunistas encuentren terreno fértil.
En corto: los partidos necesitan ofrecer algo radicalmente distinto a este insípido gobierno de Yamandú Orsi. El tiempo de los políticos que no se la juegan en nada, que no asumen costos, que no quieren enemigos y que pretenden estar bien con Dios y con el diablo, va llegando a su fin.
Las dos grandes coaliciones deberían atender a este cambio de época y retomar una discusión de ideas más profunda y frontal. A la uruguaya, claro, pero sabiendo que no todo se arregla con diálogo y consenso. Si no, la realidad -siempre terca- pasará por arriba.
La clave será construir una oferta política que combine sensatez con audacia e identidad; capacidad técnica con capacidad de representar. Y comprender, finalmente, que estamos en un tiempo en que la gente quiere que le hablen claro.