Palabrota, según el Diccionario de la Lengua Española, es un dicho ofensivo, indecente, grosero. Utilizar palabrotas frente a los demás es un hábito propio de cierta condición sociocultural no demasiado admirable, porque implica un escaso respeto por el interlocutor, un cierto grado de ignorancia expresiva o una falta de voluntad para seleccionar vocablos decorosos que puedan sustituir a las palabrotas. Claro que si todo eso se contempla con más indulgencia, la soltura coloquial con que se emplean las palabrotas es un rasgo no sólo frecuente sino también festejable, una nota de humor donde los términos indecentes o groseros pueden provocar el disfrute del prójimo y acreditar la desenvoltura de quien los pronuncia. Los sueltos de lengua siempre tuvieron público, no por lo que dicen sino por la forma en que lo dicen.
En el ámbito rioplatense, la utilización de palabrotas es no solamente una tendencia aceptada sino un estilo popularmente consagrado, que confiere a quien incurre en esa modalidad un sello personal gozoso, ante el cual se despierta -casi sin excepción-, el festejo de los oyentes o los lectores. Eso, sin embargo, no le otorga a la palabrota una calidad o un destello que la dignifiquen. La palabrota es lo que es: una degradación del idioma, una vulgarización de los recursos a través de los cuales se aspira a comunicarse con los demás y a expresar una irritación, un desdén o una violencia que cabría manifestar con métodos más aceptables, que no sólo son sencillos sino que están al alcance de la mano para la gente medianamente ilustrada.
La palabra, en cambio, cuando se usa como es debido y cuando ayuda a expresar un sentimiento o desarrollar una idea, es una facultad de notables posibilidades porque establece la comunicación entre la gente, es el mejor puente para tender ese vínculo y se convierte en un instrumento sin igual para transmitir lo bueno y lo malo de toda relación verbal o escrita con el prójimo. La palabra es una herramienta privilegiada, no sólo por su variedad o su belleza sino por la intensidad que puede asumir cuando se pretende otorgar fuerza o vibración a lo que se dice.
La palabrota por el contrario es la alternativa rudimentaria de quienes carecen de ese instrumental, el recurso de quienes prefieren no tomarse el trabajo de buscar opciones expresivas dignas del idioma que se emplea y del oído de quien lo escucha. Cuando en estos tiempos de campaña electoral el candidato de la coalición izquierdista esgrime su pintoresco vocabulario ("decir lo que uno piensa, arma un revuelo de la p... madre que lo p....", por ejemplo), hay que pensar en que más allá de la gracia que tales expresiones provocan a veces en quien las lee o las oye, está la comodidad intelectual de no encontrarles equivalencias más correctas o buscar términos más respetables para decir lo mismo de manera medianamente admisible. Pero sin embargo hay mucha gente que festeja las groserías ("los que laburan, los que andan con un plumero en el c... son los ministros") sin tomar en cuenta que esas expresiones constituyen -siempre según el diccionario- una descortesía, una "falta grande de atención y respeto", una tosquedad y una rusticidad que en todo caso revelan ignorancia o incapacidad para encontrar otras formas expresivas que digan lo mismo con términos más nobles.
Toda vez que ese candidato a la presidencia de la República recurre a las palabrotas, sabe que eso no reduce su popularidad sino que la refuerza. De paso, se permite el lujo de no hacer el esfuerzo por comunicarse de manera menos tosca y hablar con más aprecio por la lengua que a veces podemos, queremos o sabemos manejar. En el fondo, el esmero por utilizar un buen vocabulario, escoger debidamente las palabras y componer debidamente las frases, no es únicamente un empeño formal sino que delata la consideración que nos merece quien escucha o quien lee lo que decimos. Cuando en cambio se recurre a la palabrota, es probable que esa violencia encierre una desestima por los demás que -sin que se note-, tiene contenidos menos gratos que la sonrisa o el festejo derivados de semejante espontaneidad. Por todo ello conviene tener cuidado con las palabrotas y con la popularidad de que gozan, porque no siempre es inofensiva.