Entre las iniciativas que presentó el senador Lacalle en su reciente exposición sobre Reforma del Estado en la Cámara Alta, vamos a detenernos en la referente a la abogacía del Estado. Es un tema recurrente, del que se habla de tanto en tanto y desafortunadamente cuando el Estado pierde juicios por cantidades abultadas, en ocasiones con costas y costos; es decir, con los hechos consumados. Esta última situación ocurre, de acuerdo con las normas legales, cuando se litiga con "malicia que merezca la nota de temeridad", y esa malicia temeraria no sólo se configura por una conducta procesalmente objetable -es el caso de dilatorias denominadas "chicanas" en la jerga forense habitual, o de actitudes más graves aún- sino también por la mera pasividad del abogado patrocinante, que deja vencer plazos u oportunidades para abordar lo sustancial de un juicio como puede ser contestar una demanda, o no interponer los recursos correspondientes. Y ello pudiendo y debiendo hacerlo, como ha sucedido en casos en que debiendo respetar un criterio de otros colegas de jerarquía superior, procede en contrario.
En general el problema se torna crítico en la órbita del Estado entendido como persona pública mayor, y en la Administración Central, en donde los abogados trabajan a sueldo fijo, y cuando les toca intervenir como actor, en juicios susceptibles de apreciación económica en los cuales no se logra una recuperación aún obteniendo una sentencia favorable. También cuando aún recuperando, el demandado no es condenado en costos, porque en general, cuando hay condena, suele reglamentarse la percepción de un honorario a los curiales. No se da en todos los casos, pero es habitual que existan esas previsiones.
Pero mucho más crítica es la situación cuando el Estado es demandado -o sea que no hay recuperación posible- y en este caso puede abarcar también a los abogados de empresas públicas.
Debemos partir de un principio de orden sacramental, que el abogado es un servidor público, de acuerdo a la nominación que al parecer apunta a extenderse a todo la plantel de funcionarios, y que es correcta. O sea, que cualquiera sea la forma de su remuneración -a sueldo u honorarios profesionales, o mixta- está obligado a emplear toda su diligencia en la defensa de su ocasional cliente, que aunque sea la comunidad, no pierde esa condición. Pero no deja de ser cierto el valor que tiene un estímulo, por un lado, y la necesidad de actuar coordinadamente por otro.
El estímulo lo tienen hasta los inspectores de tránsito u otros funcionarios que perciben estipendios por multas en caso de infracciones. Sin que ello signifique quebrantar ese principio sacramental al cual nos referimos, es humano que la perspectiva de un premio razonable, pero premio al fin, por el resultado exitoso de una tarea, signifique un aliciente para extremarse en el esfuerzo en beneficio propio y de dineros públicos.
Pero además es necesaria la coordinación de las defensas. Si bien es verdad que difícilmente se encuentren dos casos idénticos -ese es el escape que encuentran los litigantes en los países sajones en donde la jurisprudencia es fuente de derecho, para escapar de antecedentes que puedan no convenir a sus intereses- hay principios generales a respetar. Se nos ocurre que uno de ellos -sobre aplicación de los artículos 24 y 25 de la Constitución, que regulan la responsabilidad extracontractual del Estado por daño a los administrados- podría ser que de acuerdo a las modernas concepciones la responsabilidad civil es una, y no hay razones para distinguir en este aspecto entre el derecho público y el derecho privado. Pues bien, para eso es necesario la coordinación, que podría estar a cargo de profesionales de rango superior, que supervisen la actuación de los abogados en las contiendas.
Insistimos, la idea no es nueva, pero nada impide analizarla y ponerla en práctica, porque en este aspecto como en tantos otros, al Estado, que es la sociedad jurídicamente organizada, también lo barato le sale caro.