LA intolerancia manchó buena parte del siglo XX con rasgos siniestros de cualquier signo, desde el estalinismo al nazismo, pero por debajo de esos casos mayores hubo otros ejemplos al respecto, algunos de los cuales se dan últimamente en países musulmanes de gobierno despótico, donde no sólo la mujer es víctima de un tratamiento inaceptable sino que las culpas por delitos y crímenes se castigan con penas bestiales, sin que nadie pueda abrir la boca para oponerse a la situación.
Versiones extremas de la religiosidad y de la mentalidad autoritaria enquistadas en los centros del poder, permiten la sobrevivencia de tales excesos.
MAS formas de la intolerancia, empero, pueden encontrarse enmascaradas en sistemas democráticos donde algunos brotes de racismo o de segregación contra minorías tienen expresiones detestables aunque menos clamorosas. Y así la intolerancia también impera, aunque de manera reservada, en otras latitudes y bajo otros regímenes que no parecían aptos para su desarrollo.
En la democracia norteamericana, por ejemplo, se dieron a través del siglo XX algunas notas de intolerancia que abarcaron por cierto la discriminación racial, el terrorismo organizado y el maccarthysmo, como ejemplos de que ningún sistema es irreprochable. Con respecto al racismo contra los negros (que habían sido formalmente liberados de la esclavitud luego de la guerra civil de 1865) se prolongó una segregación que durante los cien años siguientes impidió a la población negra ejercer su derecho al voto, ingresar en institutos de enseñanza para blancos o compartir locales públicos en que resultaban indeseables y donde la entrada les estaba vedada. Recién en 1964 el presidente Johnson hizo aprobar las leyes de Derechos Civiles que pondrían a esa minoría en pie de igualdad con el resto de los ciudadanos.
EL terrorismo organizado tuvo en ese período algunas formas temibles como el Ku Klux Klan, sociedad secreta del Sur de Estados Unidos, formada para combatir salvajemente a los negros (aunque también a otras minorías, como los judíos o los homosexuales) que funcionó desde la Guerra de Secesión para impedir la integración social de los ex esclavos de origen africano y que en las primeras décadas del siglo XX tuvo un apogeo de afiliaciones y de operativos criminales, incluyendo una marcha de miles de sus afiliados hasta el Capitolio de Washington. Bajo sus mantos y capuchas blancas, los hombres del Klan ahorcaron, fusilaron o quemaron vivos a miles de negros cuando percibían el menor rasgo de atrevimiento o de desobediencia de parte de esas víctimas, y a veces sin necesidad de tales pretextos.
El recuerdo de esa etapa ha vuelto a tener actualidad porque en el verano de 1964, gente de la organización golpeó y luego asesinó en Mississippi a tres muchachos (dos judíos de Nueva York y un negro) que militaban en defensa de los derechos civiles y estaban en ese Estado para ayudar a los negros a inscribirse para votar.
Los cuerpos de las tres víctimas fueron arrojados a un pantano y de allí se los retiró 44 días después, al cabo de la afanosa búsqueda cumplida por el FBI acompañada del asombro de casi todo el país. Ese asombro no impedía en la época tales extremos de conducta homicida, aunque luego del hallazgo de los cuerpos se procesó a unos veinte miembros del Klan, condenados por un jurado enteramente blanco a penas que en 1967 fueron de tres a diez años de prisión. Uno de ellos resultó en cambio liberado: se trataba de Edgar Ray Killen, que era pastor bautista, figura dudosa que en 1998 volvió a ser implicado por denuncias de terceros y justificó una reapertura —sin consecuencias— del expediente. A esa altura el caso ya era célebre y sobre él se había hecho una película de intenso corte testimonial, titulada Mississippi en llamas (1988, dir. Alan Parker, con Gene Hackman, Willem Dafoe).
PERO ahora el asunto fue revisado y Killen (de 80 años cumplidos y parcialmente paralítico) fue detenido y enjuiciado como responsable intelectual del triple crimen de 1964 —por haber "orquestado los homicidios" dice la causa— mientras los demás culpables ya han muerto por causas naturales. Increíblemente, debieron pasar cuarenta años para que el episodio recibiera un juicio definitivo, pero esa demora escandalosa demuestra quizá dos cosas. Por un lado, que una porción considerable de la opinión pública norteamericana (en particular la de los Estados del Sur) fue visiblemente indulgente con las canalladas del Ku Klux Klan, y por otro lado que los peores rasgos de la intolerancia necesitan el curso de largo tiempo para borrarse del escenario social y que los responsables sean finalmente condenados como corresponde.
EN toda evidencia, los actuales brotes de fascismo en Italia, de nazismo en Alemania y de estalinismo en Rusia, demuestran —al amparo de la nostalgia, que es una tramposa palanca emocional— lo tardía que resulta la revisión histórica de los pueblos, demorando la toma de una verdadera conciencia sobre los horrores del pasado, el reconocimiento de la culpa de ciertos grupos, partidos o personajes y la liberación de la moral colectiva del peso de aquellos mitos que costaron tanta violencia, tanta muerte y tanto dolor.
Pero quizá lo peor sea el doblez de esa moral, que en 1964 permitió que un pastor bautista integrara una banda de asesinos en nombre de la superioridad racial, esa manía que en Alemania tuvo su apogeo y en otros países ha tenido también su hueste de defensores a sangre y fuego.