El asunto estuvo en segundo plano a lo largo del verano boreal porque París fue centro de atención mundial gracias a los Juegos Olímpicos. Sin embargo, tras las elecciones al parlamento europeo del pasado 9 de junio, en las que el partido de Emmanuel Macron votó muy mal, el presidente de Francia convocó a elecciones legislativas para renovar la Cámara de Diputados con los resultados del 7 de julio.
El escenario que allí se definió fue una división que, a grandes rasgos, dejó fijado el panorama político en tercios equivalentes. Por un lado, un llamado nuevo frente republicano, que agrupó consigo a la inmensa mayoría de las izquierdas francesas y cuya principal figura es Jean-Luc Mélenchon. Por otro lado, otro tercio apoyó al partido de la líder de extrema derecha Marine Le Pen y sus partidos afines, que en la elección de la primera vuelta parlamentaria había obtenido una clara mayoría en las urnas. Y finalmente, el grupo más proclive al presidente, formado por su partido y por aliados centristas tanto de izquierda como de derecha.
El principal problema de toda esa configuración es que nadie resultó con una mayoría clara que asegurara que el Parlamento sostendría la formación de un nuevo gobierno. Macron, con la habilidad política que le es reconocida, dejó pasar las semanas del verano de manera de concentrarse en la vidriera francesa al mundo que significaron los Juegos Olímpicos, y de otorgar un tiempo razonable para que los partidos se pusieran de acuerdo en procurar formar alianzas que dieran espacio a una administración con gobernabilidad.
La interpretación detrás del resultado electoral fue clara en este sentido: la división en tercios obligaba a un acuerdo más amplio, y de ninguna manera podía interpretarse que el pueblo francés quisiera dejar sin peso institucional-político a la figura presidencial hasta el final de su mandato en 2027. Así las cosas, luego de propuestas de un lado y del otro, Macron se decidió por el experimentado Michel Barnier como primer ministro capaz de conducir al nuevo gabinete francés.
La ruptura con su antecesor es enorme. Mientras que Gabriel Attal fue el primer ministro más joven de la V República francesa, Barnier nació en 1951 y cuenta con una vasta trayectoria tanto en el ámbito nacional como en responsabilidades en el ejecutivo de la Unión Europea. La apuesta del presidente es que el perfil de su nuevo primer ministro le permita “apaiser” (apaciguar) la política y la sociedad francesas, que vienen mostrando una crispación creciente.
Reputado por su cordialidad y capacidad de diálogo, el interés de Barnier es sostenerse el mayor tiempo posible sin una confrontación parlamentaria que una a la extrema derecha con la extrema izquierda y que termine por votar una moción de censura a su gobierno. Es que los desafíos que tiene Francia por delante son enormes. No solamente en su política en favor “d’apaiser” el clima social y político, sino por su situación financiera, el control del fuerte flujo inmigratorio que llega desde África, y la guerra de Rusia en Ucrania con sus enormes consecuencias para la estabilidad de toda la Unión Europea.
Todo este panorama francés puede parecer algo lejano para nuestro cotidiano. Sin embargo, la institucionalidad de la V República fue fuente de inspiración tanto de nuestra Constitución de 1967 como de nuestra reforma electoral de 1997. La clave de todo esto está en comprender hasta qué punto el vínculo entre el ejecutivo y la mayoría parlamentaria es fundamental para que el país disponga de un gobierno capaz de enfrentar los desafíos que se le plantean. Ocurre en Francia, con un primer ministro como Barnier que no cuenta con una gran capacidad de maniobra porque no concita un respaldo mayoritario en Diputados. Y puede ocurrir con nuestro país, si de la elección parlamentaria y presidencial que tenemos por delante surge un presidente en balotaje que no pueda reivindicar una mayoría en ambas Cámaras que apoye claramente el rumbo de su gobierno.
El actual caso francés es pues mucho más que una coyuntura de fragilidad política. Se trata de un espejo importante ante el cual debe mirarse Uruguay, con su régimen semi-presidencial tan similar, de manera de votar con responsabilidad política a quien efectivamente pueda ser presidente y liderar un gobierno con mayoría parlamentaria. Desde 1999 las victorias en nuestros balotajes han seguido ese rumbo de mayorías políticas forjadas a partir de los resultados de las elecciones generales de octubre. Importa tenerlo presente.