Un ciudadano que prefiere pensar antes que aplaudir | Montevideo
@|¿O internación compulsiva?
Del discurso al cinismo, la izquierda frente a su propio espejo.
No hay mayor traición a la política que la incoherencia descarada. Esa que practican quienes, desde la oposición, denunciaban con indignación determinadas políticas públicas y, al llegar al poder, las replican sin rubor. Peor aún, lo hacen pero cambiando su nombre y negando que son las mismas medidas, como si el cambio de manos convirtiera lo que era “ajuste y abandono” en “gestión y sensibilidad”.
Este doble discurso, aunque transversal en el espectro político, cobra una dimensión especialmente cínica en sectores de la izquierda, donde el relato ha sido elevado a estrategia central. Allí, los hechos importan menos que la narrativa, y la mentira no se considera una falla ética, sino una herramienta táctica. Se construye una verdad emocional, útil, manipuladora. Y lo más triste es que se construye para una audiencia que no se espera que piense, sino que obedezca.
No se necesita un votante crítico: se necesita un militante obediente. Alguien que no cuestione, no compare, no reflexione. Que ayer condenaba ciertas decisiones como inhumanas o propias de la intolerancia y hoy las celebra como responsables. Que marchaba con pancartas contra el “abandono del Estado”, y hoy calla ante hechos mucho más graves, simplemente porque los suyos están en el poder.
Nada refleja con más crudeza esta incoherencia que la actitud del actual MIDES frente a las personas en situación de calle. Durante años, la izquierda denunció como inaceptables las muertes de indigentes por frío, acusando al gobierno de insensibilidad. Hoy, bajo su propia administración, las muertes continúan. Solo en este invierno, siete personas murieron en la calle, sin techo, sin asistencia efectiva y con recursos que llegaron tarde o no llegaron. La excusa es burocrática, pero la responsabilidad es política y moral.
Y lo más grave, la herramienta legal para evitar muchas de estas muertes ya existía. La Ley de Internación Compulsiva fue impulsada por el gobierno anterior, con el objetivo de dar respuesta urgente a personas con adicciones graves, trastornos mentales o situaciones extremas de calle. Fue rechazada por el Frente Amplio, tildada de autoritaria, y demorada incluso cuando ya estaban en el gobierno. Hoy, cuando finalmente aceptan aplicar la disfrazan de nombre, pero ya es demasiado tarde para siete uruguayos que murieron en la intemperie, mientras el Estado discutía cómo no contradecirse.
Este comportamiento no es solo una muestra de doble moral, es un desprecio a la inteligencia del votante. Se parte del supuesto de que sus seguidores no necesitan coherencia, solo lealtad. Que votan por pertenencia, no por principios. Que repetirán el relato aunque contradiga todo lo que ayer defendían. Y que no les importará la realidad, siempre que el discurso suene bien.
La democracia no sobrevive en ese clima. Pero no importa, porque mientras el relato funcione, todo se justifica.
Por eso hoy, más que nunca, hace falta una ciudadanía que piense. Que no se comporte como hinchada, sino como conciencia crítica. Que cuestione, que compare, que no tema señalar la incoherencia aunque venga de los suyos. Porque no hay causa justa si exige renunciar al juicio propio. Y no hay libertad política sin ciudadanos libres de obediencias ciegas.
El mayor acto de rebeldía en tiempos de fanatismo no es gritar más fuerte, es “pensar por cuenta propia”. Y eso, más que cualquier bandera, es lo que este país necesita.