Nicolás Etcheverry Estrázulas | Montevideo
@|Durante décadas ha sido una costumbre relacionar a Chicago con una personalidad célebre, y en algunos casos, no precisamente por sus buenas obras. Pensar en Chicago y asociarla con Al Capone, líder de la mafia italiana en los años veinte y treinta del siglo pasado era lo que surgía en forma casi espontánea. Esa ciudad estadounidense, la tercera en densidad de población con casi diez millones de personas, fue el espacio vital en donde ocurrieron multiplicidad de actos de corrupción, chantajes, sobornos y asesinatos durante varias décadas, incluso luego del fallecimiento de Capone y de la reducción de parte (no finalización) de las acciones de los mafiosos, o de políticos y policías corruptos. Una variante para asociar esta ciudad con otros hechos lamentables sería hacerlo con la aberrante ejecución de los obreros que murieron un 4 de mayo de 1886, luego de un juicio tan falso como injusto. Se les acusó de un atentado con bombas que no habían cometido y pasaron a ser los “mártires de Chicago”.
En ese marco de deterioro y criminalidad, de negocios muy turbios, de inseguridad, miedo y angustia, de pseudo justicias y malas leyes, a muchos le podrían venir las ganas de expresar algo similar a lo que dijo Natanael en el Evangelio de San Juan: “¿De Chicago puede salir algo bueno...?”.
Pues resulta que parece que sí; vuelven a darse, como infinidad de veces, las irónicas sorpresas que la historia de la humanidad nos da cada tanto: en un suburbio de Chicago fue creciendo un joven que utilizaba la tabla de planchar de su madre para convertirla en un pequeño altar y jugar con sus dos hermanos a ser sacerdote. Con el tiempo, el juego dejó de serlo, y lenta pero firmemente se convirtió en una clara vocación para el sacerdocio, cosa que se fue delineando cuando Robert-Francis Prevost se fue a estudiar a la Escuela Secundaria del Seminario de San Agustín en Holland, Michigan. Cada vez más identificado con la Orden de los Agustinos, a los 27 años fue ordenado sacerdote y a partir de entonces no dejó de trabajar en ese rol, con espíritu misionero, aceptando los múltiples encargos y tareas que le fueron encomendadas, viajando por varios países y radicándose durante años en Chiclayo (no Chicago) en Perú. Rápidamente se ganó el cariño de los peruanos que lo fueron conociendo y poco a poco fue captando el interés de sus superiores eclesiásticos, entre los cuales estaba Jorge Bergoglio. El resto ya es sabido. Hoy ese joven que se crió en Dolton, a las afueras de Chicago, es León XIV, el nuevo Papa para una nueva cristiandad, en lo que se designa con mucha precisión, “no una época de cambios, sino un cambio de época”.
Una vez más, las vueltas de la vida y de la historia nos hacen meditar y sonreír: de Nazaret y de Chicago pueden surgir personajes que cambian el curso de las cosas importantes.
Como suele decirse, esto continúa. Como en las mini-series, Al Capone o las injusticias de 1886 no tuvieron la última palabra…