Nicolás Etcheverry Estrázulas | Montevideo
@|Algo no me cierra en el reciente fallo de los tribunales argentinos que condenaron a Cristina Kirchner. ¿Por qué, a una ex mandataria que tiene todavía varias causas más pendientes de resolución, algunas muy graves en las que pueden incluso estar en discusión y duda la forma en que murieron personas humanas, se le condena a seis años de prisión domiciliaria (supuestamente por tener más de 70 años), y se le inhabilita a ejercer cargos públicos de por vida (supuestamente por el cargo y responsabilidad desempeñado), pero se le permite salir al balcón de su apartamento? ¿Será para saludar a sus seguidores y mantener un periódico show mediático con bailes incluidos, o en caso contrario, para exponerla al escarnio y descalificación pública por parte de sus detractores?
De una u otra forma, los derechos de la condenada quedaron tremendamente desbalanceados en relación a los de sus ocasionales vecinos de apartamento y de barrio, algunos de los cuales ya se han mudado (¿fugado quizás?) con pocas chances de volver mientras dure el circo callejero… ¿No habría sido más lógico y sensato elegirle a la señora un lugar más apartado, incluso más seguro desde el punto de vista de la tranquilidad de todos, para cumplir con su reclusión? ¿No tendrá ella por casualidad alguna otra vivienda en donde pasar sus jornadas? ¿Era realmente necesario elegirle esta residencia, o fue la que la condenada eligió y todos le aceptaron con telescópica puntería? Por supuesto, a esta altura de las inconsistencias y locuras sociales, políticas o jurídicas que suceden en Argentina, nada puede sorprendernos. Pero no deja de ser un nuevo recordatorio de la razón que tenía Hamlet cuando comentaba que algo podrido huele en Dinamarca.
Por este lado del río, un pequeño pero significativo incidente fue el enojo que manifestó públicamente un representante de nuestro cuerpo legislativo cuando le solicitaron que se quitara una gorra para poder entrar en un supermercado. La indignación y la sorna se le subieron en simultáneo, haciéndole pasar un mal rato al guardia de seguridad que le había solicitado tan discriminada, insultante y desproporcionada acción: sacarse la gorra para poder entrar… Parece que no entró y el supermercado se vio privado de poderle vender un televisor al legislador (sí, leyeron bien, legislador); ¡fíjense ustedes, qué destrato, qué injusticia!
Hay una relación entre ambos casos: una sombra muy negra de duda en cuanto qué se debe entender por igualdad ante la ley: en los dos vuelve a aparecer George Orwell cuando le hacía explicar a uno de sus personajes, el cerdito dictador Napoleón, que “todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros”.
La democracia, el estado de derecho, el republicanismo y la justicia son conceptos demasiado importantes para entenderlos y maltratarlos de esas tristes y desfiguradas maneras.