La pasión por la investigación que sentía Roberto Caldeyro Barcia lo llevó a ser el científico más notable que tuvo el Uruguay en el siglo XX.
Desde muy joven sintió esa curiosidad insaciable por descubrir lo que encierra la naturaleza y ello lo llevó a dar en un verano los exámenes libres para entrar un año antes a la Facultad de Medicina. Lo hizo en secreto para darles una sorpresa a sus padres.
Su campo de investigación fue la fisiología del embarazo. Esto llevó a la creación de una nueva especialidad: la perinatología, que convocaba a obstetras y pediatras, que hasta entonces habían trabajado separados.
Durante la posguerra, la Facultad de Medicina decidió elevar el nivel de la Fisiología contratando como profesores visitantes a dos belgas y a un norteamericano. El joven Caldeyro no se separó de ellos y además de la actividad en el laboratorio, solía invitarlos a su casa donde las conversaciones sobre ciencia se prolongaban hasta la hora en que los extranjeros se agotaban, porque él era incansable. Con esos tres maestros, a los que más tarde se sumaría el premio Nobel argentino Bernardo Houssay, adquirió los conocimientos de diseño de protocolos experimentales, bioestadística y metodología científica.
Siendo todavía estudiante en la clínica del profesor de obstetricia Hermógenes Álvarez, Caldeyro descubrió como medir la presión del líquido amniótico. Ello reveló datos imperceptibles para la embarazada y para el médico que la examinaba.
Resulta difícil imaginar ahora que a mediados del siglo XX lo único que tenían los médicos era el examen físico. Los rayos X no se podían utilizar porque dañaban al feto y no había ecografías ni los modernos diagnósticos por imágenes de hoy en día.
Esta investigación condujo a la utilización mundial de las “Unidades Montevideo” para cuantificar la actividad uterina. Caldeyro y Álvarez también desarrollaron el monitoreo fetal de la frecuencia cardíaca, para prevenir los daños neurológicos causados por la falta de oxígeno. El resultado de estas investigaciones fue el descenso de la mortalidad infantil en el Uruguay y, a través de las enseñanzas y las publicaciones, en todo el mundo.
Trabajando juntos, Álvarez planteaba el problema que lo preocupaba y Caldeyro el conocimiento básico para dilucidar la cuestión. Esta asociación logró prefigurar lo que ahora es común: “From bench to bedside”, desde el laboratorio a la cabecera del enfermo. En los últimos años de su vida, cuando la computación había adquirido un desarrollo protagónico, y cuando los viejos manómetros por él diseñados habían sido sustituidos con ventaja por instrumentos electrónicos, Caldeyro sostuvo que “Sin matemáticas y sin computación no es posible la medicina”
Además de su sólida formación teórica, Caldeyro tenía un ingenio natural y una predisposición a resolver los problemas en forma sencilla. En un congreso español que tuvo lugar en la Iglesia Románica de San Pedro de Galligans, una tarde se estaba discutiendo la novedad farmacológica de aquel tiempo: los anticonceptivos orales. Una avería los dejó sin electricidad, pero la luz de junio que se filtraba por los rosetones permitía que el acto continuase. De pronto, con gran estrépito, se abrió la puerta pesada del templo y un macero episcopal, tras dar los golpes de rigor, anunció con voz potente: “El Señor Obispo de Gerona”.
Tras esta advertencia apareció el obispo, rodeado de toda la pompa preconciliar, y avanzó decidido hacia el estrado. Desconcierto mayúsculo, cuchicheos entre los organizadores, que no sabían muy bien dónde colocar al ilustre purpurado, y de pronto… la luz volvió. En un ángulo de la capilla todos vieron entonces al Profesor Caldeyro, en mangas de camisa, con un destornillador en la mano. Acababa de arreglar la avería eléctrica y, entre admirado y perplejo, asistía al sorprendente espectáculo. Todo un contraste entre la España de entonces, todo boato y oropel, y la sencillez y eficiencia de la ciencia.
Luego de su colaboración con Hermógenes Álvarez, Caldeyro creó un laboratorio propio, el de Fisiología Obstétrica, donde se le unieron una pléyade de jóvenes entusiastas.
El Ala Oeste del Piso 16 del Hospital de Clínicas se convirtió en un sitio de peregrinación donde acudían becarios de Europa, América y Asia que luego difundirían por el mundo la metodología y los resultados de la escuela de Montevideo.
Tenía una gran habilidad para desarrollar vínculos internacionales y conseguir ayudas que mediante “grants” le permitían solventar sus investigaciones. La industria, por su parte, le enviaba siempre los últimos modelos de los equipos médicos.
Ese protagonismo lo llevó a sufrir las consecuencias de la “Invidia Medicorum Pessima”. Un profesor llegó a decir en plena clase que Caldeyro podía hacer esos experimentos en Uruguay porque las mujeres norteamericanas nunca se dejarían puncionar el útero durante su embarazo.
Al fin de la década del 60 y principio de los 70, época por cierto de gran tensión ideológica, varios colegas y dirigentes de la Asociación de Estudiantes de Medicina sostenían que sus investigaciones servían a los fines militares de los Estados Unidos.
Cualquier ayuda extranjera era porque “estaba vendido al oro yanqui”. Recibía colaboraciones de fundaciones como la Rockefeller, la Josiah Macy Jr., entre otras muchas. Gracias a ellas pudo hacer sus estudios en un cuadro de excelencia. Visitar su servicio era entrar en otro mundo.
Durante la dictadura fue molestado varias veces, le allanaron su casa y le quitaron el pasaporte. Aunque tuvo innumerables ofertas para trabajar en el exterior, nunca quiso aceptarlas. Soportó las presiones con independencia o más bien con indiferencia, porque lo único que le interesaba era seguir investigando. Cuenta su esposa que le decía: “Cuando yo trabajo en investigación, no tengo hambre, ni frío, ni calor, ni sueño.”