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Seguridad y bochorno

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LEONARDO GUZMÁN
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Aumentado el aforo del Estadio Campeón del Siglo, resultan autorizados 2.000 hinchas de Nacional para ir al clásico del domingo.

La proporción con los peñarolenses va a ser 28.000 a 2.000. Sacando los ceros, 28 a 2: un score impropio de la caballerosidad y el fair play que le dio señorío a nuestro fútbol.

Esos 2.000 no van a llegar por su cuenta. Deberán juntarse horas antes en el aeropuerto viejo; y de ahí los llevarán a la cancha en ómnibus especiales, aislados y custodiados. Todo para que bolsilludos y manyas no se crucen.

El método ya se aplicó en 2019. Fue la última estribación del distanciamiento futbolero de la era Bonomi. La primera data de 2011: después de una gresca con heridos y detenidos, zampó en la Olímpica un pulmón cuya fotografía dio la vuelta al mundo.

Por lo que vemos, el distanciamiento sobrevive al cambio de gobierno. Seamos francos. Esto ocurre porque no hemos hecho nada por reeducar a la recua de violentos que, visibles o agazapados, pululan en la selva ciudadana ni se ha efectuado ninguna campaña pública que enaltezca la convivencia y reproche debidamente la barbarie. En consecuencia, este modo de regresar el público a las canchas nos resulta un símbolo penoso, una parábola patética, que indica sin ambages que seguimos ahondando grietas y zanjas incompatibles con el pacto de paz y respeto que es la República; e intolerable para la mucha gente que conserva el seso vivo y despierto.

De sobra sabemos que la violencia en el deporte, igual que en muchas otras áreas, se acepta hoy con mirada distraída. Se la presenta como “un fenómeno de nuestra época”… y en el lenguaje común “un fenómeno” es expresión que induce a resignarse en vez de juzgar, a entregarse en lugar de condenar.

También sabemos que hay un coro de intérpretes que a estas desgracias siempre les encuentra causas económicas, psicológicas o instintivas. Pero los hechos nos gritan que si hay que separar y encorsetar a las hinchadas, algo se nos rompió -o pudrió- en la esencia del deporte, en la médula de lo humano y en el voto que el alma pronuncia.

En realidad, con espectáculos como este lo que haremos será seguir renovando el certificado de aptitud nacional para la vergüenza en picada.

El fútbol es un juego. Y el juego es una expresión de libertad del espíritu, que está y debe estar por encima de que un día gane uno y otro día gane otro. Pero en la atmósfera materialista y crispada que se nos ha enseñoreado, las raíces del deporte ya no fincan en el espíritu alegre del que juega, sino en la voluntad de poder, el ansia de superioridad, el menosprecio ofensivo y, al final, el rencor por un gol y el odio por una camiseta, todo ello salpicado con explotación de la credulidad y la ignorancia.

No es un asunto que puedan resolver los reglamentos del Estado. Es una inspiración que deben recuperar los clubes para moldearse de nuevo, sin dejarse atrapar entre barras bravas y negocios millonarios. Si no, lo que estamos haciendo es degradar la salud anímica del deporte y de nuestro pueblo. A eso hemos llegado, por dejar que la cultura se deslice hacia las especialidades técnicas y la industria del entretenimiento, abandonando el papel formador de almas, ideales y estilos.

¿O acaso dejaremos de caer en picada si no rescatamos a la educación popular en cada rincón de nuestra vida?

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