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Sea usted presidente por un minuto

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El debate presidencial argentino del domingo pasado me hizo acordar a aquel programa de Heber Pinto que se titulaba Sea usted juez por un minuto. La emisora ofrecía al oyente ese plazo máximo para que opinara lo que quisiera sobre distintos temas, ni un segundo más, como forma de darle ritmo y variedad de voces. El “¿Hola Heber?” fue un clásico de la radiofonía uruguaya, tanto que esa misma expresión llegó a ser parodiada en el carnaval y los humorísticos de televisión.

Con su férrea medición de los tiempos de cada candidato y un alambicado mecanismo de réplicas y preguntas entre sí, el formato hiperreglamentado del debate argentino llevó a estos postulantes a la misma ansiedad verborrágica que vociferaban aquellos radioescuchas.

Es la típica tara reguladora que aqueja a las cabezas rioplatenses: en lugar de dar libertad a los políticos para decidir si quieren debatir o no -y asumir luego las consecuencias de hacerlo o negarse- se les ocurrió legislar la obligatoriedad de esa instancia, con penalizaciones para quien desobedeciera, y establecer un control de los tiempos tan riguroso que, en lugar de servir para equilibrar la participación de cada uno, los empujaba a una carrera febril por decir lo más posible en el menor espacio disponible.

La verdad es que como espectadores, terminamos más pendientes del relojito que marcaba la cuenta regresiva (virando al rojo en los segundos finales, cerrando con un campanazo y la impertinente interrupción de los moderadores), que del mensaje que los candidatos trataban de comunicar.

Es la nueva ética comunicacional que nos contagió la ex Twitter: no importa lo que digas, lo único relevante es que lo hagas en una cantidad limitada de caracteres o, en este caso, en dos minutos.

Estoy más que de acuerdo con lo que escribió el admirado teatrista y cineasta Juan José Campanella: “No sé por qué lo llaman debate, si no les permiten debatir ni les dan tiempo para formular una idea. Ni en el ‘Bailando’ les dan un minuto para hablar a los concursantes. ¿Tienen miedo de que la gente se aburra? ¿Es muy problemático si dura dos horas? Al final, hay que elegir a quién le encargamos nuestro futuro y el de nuestros hijos por su poder de síntesis”.

Lo del “derecho a réplica” es aún más absurdo, porque los organizadores asignan solo cinco oportunidades a cada participante, entonces estos dosifican su disenso como si administraran comodines en la baraja. Para colmo, los moderadores conceden ese derecho por orden de pedido, generándose una desincronización ilógica entre la idea formulada y su cuestionamiento. Ni que hablar cuando se hace uso de la “réplica a la réplica”. ¡Cuánto más fácil sería sentar a los candidatos en torno a una mesa para que discutieran libre y respetuosamente, como personas adultas!

Pero no, la tara reguladora parte del prejuicio de que no lo son y de que inevitablemente se van a pisar y tratar de sacar ventaja en el uso de los tiempos. Parecen no haber entendido que el más beneficiado no será quien hable más minutos, sino quien sea más elocuente y persuasivo.

En todo sistema que sobrerregula y legisla hasta el derecho a ir al baño, hay una desconfianza en la manera como los ciudadanos ejercemos nuestra libertad.

La última campaña electoral francesa cerró con un formidable debate entre Emmanuel Macron y Marine Le Pen, donde se dijeron lo que pensaban cara a cara, sin nadie que se entrometiera en ese intercambio. Lo único que complementaba al diálogo, verdadero protagonista de la escena, era un par de líneas de tiempo sobreimpresas que iban creciendo debajo de cada candidato, marcando sutilmente la comparación de minutos que llevaba hablados cada uno.

Se me dirá que al ser un debate entre solo dos oponentes, el equilibrio se da más naturalmente y que a mayor cantidad de personas, fijar un límite máximo resulta inevitable. Puede ser, pero esto no debería forzarlos a encasillar sus ideas en un formato que los encorseta, impidiendo que dialoguen libremente y haciéndolos responderse mirando a cámara, como marionetas.

La sensación que dieron fue la de una mala actuación, donde lo impostado y ensayado se impuso claramente sobre la sincera espontaneidad. Si a esto sumamos la compulsión histérica a meter conceptos complejos en tiempos exiguos, entendemos por qué casi siempre se limitaron a bardearse e insultarse entre sí.

Muy estúpidamente tuitero todo.

Un debate de verdad debería ser otra cosa. Para empezar, tendría que confiar en la capacidad de diálogo de los candidatos, sin dar por descontado que son barrabravas conminados a agredirse.

Y entender que si alguno de ellos sigue ese camino, se expone al juicio condenatorio de una ciudadanía que, por más exasperada que esté, siempre preferirá elegir a un líder antes que a un maltratador.

A escasos meses de nuestra propia campaña electoral, ojalá que los canales uruguayos no imiten este pésimo ejemplo argentino y permitan a los candidatos expresarse con lo más preciado de toda democracia: la libertad.

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