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Sangre de gauchos

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El 29 de abril el señor Eleuterio Fernández Huidobro se refirió a Domingo Faustino Sarmiento como “un grandísimo hijo de puta” porque instó a “matar gauchos diciendo que eran buen abono para las pampas”. El tema --informó El País-- se convirtió en trending topic (tema del momento) en Twitter, lo que no deja de ser un índice sobre el desconocimiento histórico de los tuiteros. La cita es básicamente correcta.

El 29 de abril el señor Eleuterio Fernández Huidobro se refirió a Domingo Faustino Sarmiento como “un grandísimo hijo de puta” porque instó a “matar gauchos diciendo que eran buen abono para las pampas”. El tema --informó El País-- se convirtió en trending topic (tema del momento) en Twitter, lo que no deja de ser un índice sobre el desconocimiento histórico de los tuiteros. La cita es básicamente correcta.

Domingo Faustino Sarmiento (1811 –1888) tuvo una larga carrera política y militar; fue presidente de Argentina entre 1868 y 1874, pero sobre todo es uno de los pilares del pensamiento unitario con su canónico concepto de Civilización y Barbarie, título original de su obra de 1845, más conocida como el Facundo. No caben dudas de que Sarmiento tuvo un proyecto político civilizador y republicano que impulsó la moderna educación argentina: común, gratuita, obligatoria y laica, en el sentido que la enseñanza de la religión era optativa. Como político y pensador procuró elevar el nivel científico, educacional e industrial y promovió la emigración selectiva.

Su proyecto de República se inspira en los padres fundadores de EE.UU.: una sociedad de pares construida sobre un conjunto de valores tan firmes como excluyentes: “los puritanos no podían admitir en la nueva Sion al salvaje que no podía firmar ni comprender, ni practicar el pacto que celebraron entre sí los peregrinos del Mayflower.” (Conflicto y armonía de razas, 1883). Según Adriana Rodríguez Pérsico “ciertas propiedades simbólicas trazan fronteras entre los elegidos y los excluidos […]: la lengua y la patria. […] Así se cuestiona al indio, al caudillo y al extranjero porque no tienen sentimiento de pertenencia y hablan una lengua imposible. ‘Sin patria’ y de ‘lengua confusa’”. En ese sentido, el emigrante italiano, al que llama “bachicha”, “resulta un bárbaro”.

Estos conceptos y los prejuicios anexos atraviesan su obra. Algunos ejemplos: Al cuestionar severamente el ensayo social de las Misiones jesuíticas dice: “El misionero no enseñaba a amar a la patria porque él no la tiene.” Lo mismo piensa de los judíos: ““El pueblo judío, esparcido por toda la tierra, ejerce la usura y acumula millones, rechazando la patria en que nace y muere por una patria ideal que baña escasamente el Jordán y a la que no piensa volver jamás. […]…pueblo que se cree escogido y carece del sentimiento humano, el amor al prójimo, el apego a la tierra, el culto al heroísmo de la virtud, de los grandes hechos, dondequiera que se producen”. (Condición del extranjero en América, 1884)

Por otro lado sus textos sobre los indios son terribles: “Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”. (”El Progreso”, 27/09/1844). Su otro gran enemigo es el “gaucho”, que es menos una clasificación social que un insulto puesto que no se refiere sólo al nómada mestizo que puebla la región. En ese sentido ni Sarmiento ni Artigas, su bestia negra, confunden gauchos con paisanos.

Con el agravio “gaucho” Sarmiento se refiere tanto al desarrapado lancero de chiripá y bota de potro como al gran señor y caudillo de las provincias y este es el sentido que tiene en la cita que motiva este artículo. Su concepto de gaucho está asociado a una larga serie de epítetos que cuidadosamente recoge Adriana Rodríguez Pérsico: “Bárbaro: anormal, violento, confuso, desobediente, bajo, irracional, inútil, fanático, anárquico, individualista, primitivo y malo.”

Para Sarmiento, el único camino para crear la República es excluirlos. Su proyecto implica una ingeniería de darwinismo social y la “ilusión de una raza homogénea”, a la que se aplicó –a diferencia de la mayoría de los intelectuales-- no sólo con la pluma sino con los hechos.

El 17 de septiembre de 1861, en los campos de Pavón tuvo lugar una batalla clave en la guerra que libraba la provincia de Buenos Aires contra la Confederación Argentina. El triunfo de los porteños, dirigidos por el gobernador Bartolomé Mitre fue decisivo, pero aun era necesario terminar con los caudillos que aun resistían el dominio centralista.
Fechada a solo tres días después de la batalla, el 20 de septiembre, Sarmiento dirige una carta a Mitre. Su objetivo es claro: sumarse a las tropas del general Wenceslao Paunero que se dirigen hacia Cuyo, pidiendo el mando “de uno de los regimientos de línea, que ha quedado vacante”.

Se impone continuar la guerra sin cuartel; el tono es imperioso y exigente: “No deje cicatrizar la herida de Pavón. Urquiza debe desaparecer de la escena, cueste lo que cueste. Southampton o la horca. […] Déme un regimiento, no me desprecie como soldado. Valgo más que todos esos compadres que me prefiere.” Unos párrafos antes había escrito: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos.” Su carta se cierra así: “Un abrazo y resolución de acabar.”

Durante toda la campaña de Cuyo, que le llevaría en 1862 a la gobernación de San Juan, aplicó sin piedad la recomendación. Su instrumento principal fue un militar oriental: Ambrosio Sandes, nacido en Soriano en 1815. Un extraño daguerrotipo lo muestra desnudo de la cintura para arriba con el fin de mostrar sus cuarenta y nueve cicatrices de guerra. Era callado, su silencio inspiraba terror, porque le sucedían explosiones de violencia que se ensañaban tanto con sus adversarios como con sus propios soldados. No respetó ninguna ley de guerra, fusiló, degolló y quemó; su crueldad quedó en la memoria de San Luis, Mendoza y San Juan.

Sus defensores podrán objetar que al fin y al cabo Sarmiento era un hombre de su tiempo, un tiempo bárbaro. Confieso que me cuesta mucho conceder ese atenuante. Por otro lado, a pesar de su odio hacia el prócer argentino y la verdad de su cita no puedo evitar una conclusión: Fernández Huidobro es más sarmientino de lo que quisiera aceptar: ambos predicaron una sociedad reconciliada (La civilización o el Hombre nuevo), cimentada en una ingeniería social que implicaba una impía violencia contra los excluidos del proyecto.

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Luciano Álvarez

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