No hay como sacar la cabeza del pozo para percibir lo chocante de la realidad de cada día. Una visita a Santiago de Chile, acá nomás, con motivo de la reunión del Grupo de Diarios de América, permitió al regreso comprobar varios aspectos irritantes de la convivencia en Uruguay que, adormecidos por la cotidiana, nos suelen pasar desapercibidos.
No hay como sacar la cabeza del pozo para percibir lo chocante de la realidad de cada día. Una visita a Santiago de Chile, acá nomás, con motivo de la reunión del Grupo de Diarios de América, permitió al regreso comprobar varios aspectos irritantes de la convivencia en Uruguay que, adormecidos por la cotidiana, nos suelen pasar desapercibidos.
Sin dudas que lo más impactante que contrasta al pasar de Santiago a Montevideo es la basura. Está bien, ya se sabe, hay un conflicto crónico, los camiones no llegan, la nueva administración recién consigue presupuesto... Pero más allá de las excusas, la realidad es que hoy Montevideo es un chiquero. Con basurales en cada esquina, bolsas que vuelan al compás de este pampero insidioso, regalitos de perro a cuatro por cuadra, y una población de ratas que cada vez tiene menos inhibiciones de mostrarse en las calles.
A poca distancia de la basura, está el tránsito. En cinco días en la capital chilena, el autor padeció varios atascos (tacos, le dicen allá) como para volar la térmica a un yogui hindú. Algo previsible en una ciudad de siete millones de habitantes. Sin embargo, no se escucha una bocina, no suena una alarma y, por supuesto, ver una moto con escape libre o un auto ruidoso es tan inimaginable como cruzarse con un proveedor de supermercado a las 12 del mediodía.
El breve trayecto del aeropuerto al Centro permite recordar que no sólo todo eso es pan de cada día en nuestra capital, sino que, además, somos testigos involuntarios de dos conatos de pelea, adelantos furiosos por la derecha, carteles de ceda el paso que están de decoración, y algún que otro carrito de hurgador que resiste a las pretensiones de modernidad del nuevo uruguayo.
La gran pregunta es: ¿cómo puede ser que una ciudad de siete millones de habitantes, con los problemas históricos que tiene Chile, un país que hasta no hace tanto muchos uruguayos miraban por arriba del hombro, pueda tener una convivencia diez mil veces más civilizada que nosotros?
Eso por no mencionar temas laterales como el estado impecable de calles, edificios y espacios públicos, comparados a los cuales los nuestros parecen Zambia. Y eso que Chile tiene un terremoto grado 8 cada año y medio.
Es antipático, pero si hubiera que plantear una tesis acerca de dónde puede estar la raíz que nos diferencia, debería ser en la relación con la autoridad. Comentaba un uruguayo afincado en Chile hace poco, lo chocante de la distancia que existe entre el ciudadano y el representante del Estado a cualquier nivel, ya sea un carabinero, un inspector o un empleado de oficina pública. La gran diferencia que se percibe es la total falta de flexibilidad de esas figuras para adaptarse a los requerimientos del individuo. Y tal vez allí sea donde se encuentre la clave.
En Uruguay, tal vez por nuestra escala, siempre parece estar la chance de una negociación, de una justificación ante la irregularidad, de una comprensión ante el desborde, un “estoy laburando” o el clásico “pobrecito”. Cosas que explican que ese cachilo del 52 pase impune frente al móvil de Caminera en una ruta nacional, pese a que no salvaría un test de seguridad ni en Bangladesh.
Eso puede parecer muy humano, muy solidario, muy comprensible. Hasta que el cachilo se queda sin frenos y mata a una familia inocente o a un viandante ocasional, en cuyo caso, por supuesto, nadie se hará cargo del desastre.
Acá hay que hacer una aclaración. Todos conocemos la historia reciente chilena, y buena parte de la razón de ese “peso” que tiene la autoridad estatal ante los ciudadanos, cosa que por suerte aquí no existe. También es importante diferenciar autoridad de autoritarismo, y nadie más que el autor es desconfiado del peso del Estado en la vida de los individuos, en tiempos de fiscales amantes del Guardián, jueces hipersensibles a la “alarma pública”, etc.
Pero parece inevitable que en algún momento la sociedad uruguaya debería asumir que así como vamos, la cosa no marcha. Que un país sin reglas claras y que se respeten en serio, solo es campo fértil para los vivos, los ventajeros, los inescrupulosos. Que hay que tener un nivel mayor de exigencia con los gobernantes que no cumplen su tarea, pero también con nosotros mismos. Y que no puede ser que ante cualquier desborde, siempre la razón la tenga el desbordado y no el que intenta aplicar las reglas.