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Reencuentro con Uruguay

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juan martín posadas
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El primer artículo que publiqué sobre este asunto fue allá por enero; después lo he reiterado varias veces porque creo que la fractura entre dos partes de la sociedad uruguaya es el peor problema que hoy tiene nuestro país.

Desde otro ángulo: no hay promesa electoral más valiosa de parte de un candidato que su compromiso de contribuir a sanar esa distancia.

En todos los artículos en los que he tratado este asunto he hecho mención a la Paz de Abril como antecedente fundamental. Como se sabe, la Paz de Abril es el pacto que finaliza el alzamiento del caudillo blanco Timoteo Aparicio en la llamada Revolución de las Lanzas (1870-1872). Allí el jefe blanco y el gobierno colorado firman el acuerdo que reconoce y entrega al Partido Nacional la jefatura política y de policía en determinados Departamentos donde prácticamente todos los habitantes eran blancos (Cerro Largo -que incluía Treinta y Tres-, Canelones, Florida y San José).

Lo que hace tan importante a este pacto es que en él se hace el reconocimiento explícito del adversario político como partícipe natural y legítimo de la gestión gubernamental. Se trata de una medida jurídicamente muy primitiva pero políticamente muy sabia, para establecer y reglamentar la lógica del poder compartido, la legitimidad del discrepante político y la aceptación de un proyecto nacional entre diferentes sin exigencias de abdicación de las diferencias para participar en la tarea común. Esa enseñanza y ese espíritu han sido recogidos por el candidato del Partido Nacional al convocar desde el primer día de campaña a un gobierno de coalición.

La Paz de Abril se apoyó en dos pilares. Uno, más crudo y práctico, fue la convicción recíproca de que ninguno de los dos bandos tenía fuerza como para terminar definitivamente con el otro. El otro pilar -superior- fue el reconocimiento, también recíproco, de que ninguno de los dos bandos enfrentados -blancos y colorados- eran artificios, resultado de ambiciones personales de algún caudillo díscolo o fabricación de grupos económicos buscando protección por sus intereses, sino que, ambos por igual, eran expresiones genuinas de modos de interpretar el Uruguay: es decir, eran plantas políticas nativas, surgidas directamente del humus histórico nacional. Si ese era el caso, no solo no morirían sino que deberían ser cultivadas y respetadas como parte esencial del modus vivendi definitivo de la República Oriental.

Esa condición de planta política nativa la ha adquirido también el Frente Amplio, (con mayor o menor autenticidad según los variados componentes de su polícroma composición: algunos funcionan según la lógica de gobierno a sola firma y el ideal de partido único).

A esta altura el sacrificado lector habrá constatado por sí mismo cuánta relación guarda la Paz de Abril con los tiempos que se viven. El Uruguay tiene un ADN político de integración, de coparticipación, de respeto por el adversario y de poder compartido. Eso es lo que hizo al Uruguay diferente en América Latina y nos dio larga vida democrática. Situaciones contemporáneas han llevado a que actualmente se perciba más su ausencia que su presencia, lo que lo coloca como el principal problema del Uruguay. A la vez, las próximas elecciones están abriendo la posibilidad de su recuperación.

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