Un año electoral es necesariamente un período cargado de emociones, estrategias, pasiones y acciones.
Es lógico que así sea.
Pero lo que está en juego es demasiado importante. Los países que son ejemplo de algo en el mundo generalmente destacan por algunas características bien singulares.
Algunas son de origen, como haber sido bendecidos con recursos naturales o buena ubicación geográfica, y otras son adquiridas, como por ejemplo la capacidad de comprender y entender el mundo en cuestiones tan básicas como el funcionamiento geopolítico, económico, y social. Podrán influir la cultura específica, las tradiciones particulares, incluso la fe que se ha profesado en cada territorio, o si se fue imperio o colonia, pero entiendo que existe un elemento fundamental que a esta altura de la historia cruza a todas las civilizaciones por igual. Y este es la capacidad de pensar.
Una sociedad que sabe pensar es capaz de entenderse a sí misma, y por sobre todas las cosas es capaz de proyectar un futuro. Que no es lo mismo que planificar. Porque en una proyección se sabe que hay contingencias que ameritan muchas veces corregir el rumbo, o adaptar el barco a los imprevistos de la derrota.
Por otra parte la planificación es algo rígido, donde normalmente, lo que se intenta es forzar la realidad a cumplir con ella. Y esa realidad generada a la fuerza invariablemente implota por algún lado. Es por esto que la capacidad de pensar, de razonar, debe ser revalorizada por la sociedad. Y esta puesta a punto debe comenzar desde lo más básico, desde el germen mismo de una sociedad funcional: el individuo y la familia.
¿Cómo podemos esperar que una sociedad piense bien cuando un día tras otro distintos actores insisten en la emotividad o la pasión como valores principales? Las emociones y pasiones están muy bien. Son parte de lo que nos hace ser personas. Pero muchas veces están sobrevaluadas.
Sobre todo a la hora de pensar en el bienestar general y las cuestiones públicas.
Los orientales enfrentamos con éxito el drama de la pandemia por nuestra cohesión social, por nuestra solidaridad, pero fundamentalmente porque fuimos capaces de pensar qué era lo más conveniente. Pusimos primero el pensamiento, y en segundo lugar la emoción.
Hoy, cuando encaramos la próxima contienda electoral y sus decisiones conexas, también deberíamos entender que cada cinco años lo que se disputa no es un evento deportivo donde cada uno sacude su camiseta, sino que cada elección es un hito, una perla más de una cadena de eventos que van construyendo nuestra historia, y delineando nuestro futuro.
Es fundamental encarar esto a conciencia, no como un partido de suma cero entre liberales y voluntaristas. No como un duelo de las ya anquilosadas izquierda y derecha que todos sabemos en Uruguay no existen como tales.
Debemos enfrentar el desafío de este año como una sociedad madura, como una justa entre caballeros que solo pretenden el bien común.
Solo así demostraremos nuevamente a la región y al mundo ser una sociedad que merece su reconocimiento. Por pensar, y por no tener nuestro raciocinio averiado.