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Qué Massa

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El marketing político no suele ser el determinante de un resultado electoral. Se puede contratar a los mejores asesores y hacer la inversión más onerosa en publicidad, sin tener por eso la victoria asegurada. Pero hay veces en que una sólida estrategia hace la diferencia, y eso fue lo que potenció a Sergio Massa en la elección argentina del domingo. El arco opositor y los analistas están sorprendidos: ¿cómo fue posible que el responsable más directo del desastre quedara primero? La respuesta es simple y tiene que ver con una estrategia ingeniosamente contradictoria.

Por un lado, ya se sabe que Massa mal usó su cargo ministerial, regando el terreno con medidas asistencialistas demagógicas. Pero por el otro, tuvo la inteligencia de cortar amarras a nivel comunicacional con toda la hojarasca kirchnerista y camporista que la ciudadanía ya no podía ver ni en fotos. Llenó su discurso de apelaciones a un nuevo tiempo de unidad nacional, aprovechando al máximo cada uno de los agujeros dejados por sus adversarios, quienes, si algo han demostrado en los últimos meses, ha sido un bochornoso amateurismo estratégico.

Es un caso de marketing político digno de análisis: mientras Bullrich se ensañaba contra una Cristina ausente y Milei rebosaba de inquina hacia la casta, Massa se dedicaba a vender una empatía de predicador solitario, apropiándose además del pabellón patrio como símbolo de unidad.

Esto fue particularmente notorio en la trasmisión televisiva de la jornada electoral: cuando votó Milei, las imágenes eran de un tumulto caótico y crispado. En cambio, a Massa le armaron un tingladito con la bandera argentina de fondo, para que respondiera a la prensa con su habitual tono beatífico.

La apelación a la argentinidad que realiza Massa en su discurso de la noche no es un dato menor. Supo conectar con la vocación patriótica característica de ese país, que Milei pasó por alto, embalado con sus lecturas de Hayek y Mises. Es cierto que lo suyo fue meritorio, pero no lo es menos que el milagro Massa obedece en parte a la disparatada campaña del libertario, que hasta el domingo pasado tuvo la torpeza de no ahorrar insultos hacia quienes ahora tiene que pedir el voto.

Los asesores de Milei y Bullrich creyeron erróneamente que la combustión espontánea de los argentinos por la difícil situación debía reflejarse en mensajes agresivos, sin entender que aquello que los ciudadanos reclamaban, en el fondo, era exactamente lo contrario: alguna certeza a la que aferrarse. Como lo hace el FA en Uruguay, se dedicaron a inflamar la rabia de los convencidos, en lugar de tender algún puente al verdadero público objetivo de una elección general, ese que no está fanatizado, que tiene escaso interés en política y solo quiere vivir en paz y sin apremios económicos.

Al bien inspirado liberalismo de Milei todavía le queda la chance de renunciar a algunos de sus peores disparates conceptuales (venta de órganos y de niños, por ejemplo) como para convencer a un electorado de Juntos por el Cambio que, ante tanto dislate, podría terminar atrapado en el canto de sirenas del massismo. Así terminó la noche del domingo: Milei y Bullrich insultando a las mafias y Massa entonando un mantra utópico de abrazos y fraternidad, solito delante de un inmenso pabellón patrio. Parece muy claro quién hace los deberes del marketing y quién improvisa.

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