Penillanura eterna

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Que los 6.324 votos de la lista de Ripoll en Montevideo son la prueba de que la decisión de llevarla en la fórmula fue equivocada; que nadie vota por un futuro presidente enamorándose de un balance de gestión ni reeligiendo un gobierno; que faltó inteligencia coalicionista para advertir que Lust no debía caminar solo, ya que eso terminaría perjudicando a todo el oficialismo en el reparto de bancas entre bloques; o que nadie gana si deja que el rival instale en la opinión mentiras que, repetidas, terminan tornándose verdades: estos son, sin duda, algunos razonamientos que explican la derrota de la Coalición Republicana (CR).

Sin embargo, no alcanzan. Porque una mirada perfeccionista notará tremendos baches también en la campaña del Frente Amplio (FA): un candidato modesto en su elocuencia y retenido en sus presentaciones; un programa de gobierno con algunas medidas realmente estrambóticas; y una división interna fuerte sobre un plebiscito clave como fue el de la seguridad social. Empero, al final del día, 17 en 31 en el Senado; 48 en 99 en Diputados -con chances sencillas de acordar con un par para alcanzar allí la mayoría-; y una victoria sin ambages de más de 90.000 votos en favor de Orsi (que la CR no debería relativizar caracterizándola como de “solo 3 puntos”).

Si el proceso electoral de corto plazo, ese que se fue armando desde octubre de 2023, no alcanza para explicar la derrota de la CR, ¿cómo analizar entonces lo que muchos mascullan como un resultado injusto? Hay que ir a lo estructural de largo plazo.

El FA es una patria subjetiva potente. Su identidad es vigorosa; su relato explica el mundo y define convincentemente lo bello, lo bueno y lo justo. Y todo esto no es reciente: desde 1999 que no menos del 39% del electorado prefiere al FA. Si su candidato es mal orador, es irrelevante; y si su programa propone medidas descabelladas, no importa. Lo que realmente importa es que desde la izquierda se moldea el universo simbólico de la mayoría del país desde hace al menos 25 años, sea cual fuere el detalle de cada coyuntura. Y que desde allí se autoasigna, sin contradictores convincentes, la superioridad moral.

Ciertamente hay quienes no comulgan con los santos de esa patria. ¿La otra mitad del país? No lo creo: siguen siendo muchos los blancos que todos los días actúan como pidiendo perdón por no ser frenteamplistas. Y por eso mismo, acobardados como pájaros sin luz, evitan confrontar con el FA. Por poner un solo ejemplo: Iturralde, coordinador del programa blanco primero y de la CR después, tituló su análisis sobre el escenario poselecciones, a solo dos días del balotaje, con un contundente: “no pasa nada”.

El FA es hoy el fiel representante de la descripción que Real de Azúa daba del Uruguay del siglo XX en su ensayo de 1973 sobre la sociedad amortiguadora: una sociedad urbana de mediana entidad numérica, de mediano ingreso, de mediano nivel de logros y -puesto que aún no estaba bombardeada por el “efecto de demostración” de origen externo- de medianas aspiraciones, aunque a la vez sobreabundante de las compensaciones simbólicas que idealizaron su estatus, su país, el sistema. El pueblo eligió a Orsi, el Berreta del siglo XXI, para mayor gloria de esa penillanura eterna. La gran mayoría, sin duda, quedó conforme.

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