El paraíso ideológico y el infierno social

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El diálogo político se hace en el centro. Nadie puede invitar a los adversarios a dialogar en el extremo que habita. Debe correrse al centro, igual que los convocados. Para situarse en el único punto del arco político en el que dialogar es posible, es necesario deponer los dogmas.

Eso hicieron los marxistas, los liberales y los falangistas que se habían enfrentado en la sangrienta Guerra Civil Española. Por eso pudieron firmar el Pacto de la Moncloa, fundando la democracia que trajo consigo el desarrollo económico.

En su cátedra de Filosofía y en libros como Maestros de la Felicidad, Rafael Narbona sostiene que abrazar con verdadera convicción la libertad implica renunciar a los dogmas ideológicos y señala a Albert Camus como un imponente ejemplo del hombre libre.

Nada más contrapuesto al pensamiento crítico que las convicciones absolutas que generan los dogmatismos ideológicos y religiosos.

En ese punto se contradice Javier Milei, el gobernante más auténtico que ha dado la política argentina, pero también uno de los más aferrados a dogmas ideológicos camuflados de teorías económicas.

En su primer discurso en el Congreso, por primera vez el presidente hizo algo que se parece a convocar un diálogo. Pero para que funcione, él tiene que arrimarse al centro y los adversarios deben dejar de lado la defensa de intereses políticos propios, mezquindad típica de la decadente dirigencia argentina.

Si bien fue una buena señal, el Pacto de Mayo que propuso Milei consta de diez puntos que no parecen abiertos a discusión. Aparentemente, el llamado a los gobernadores es para que suscriban lo que él ya ha decidido.

No les ofrece dialogar sino la oportunidad de apoyarlo para mostrarse como “gente de bien” y no como “casta”.

No se trata de discutir si son o no necesarios cada uno de esos diez puntos. Lo son. La cuestión es si de verdad se trata de un llamado al diálogo.

Al hablar en el Congreso, Milei volvió a mostrarse desafiante, esta vez, con una exposición más prolija que sus alocuciones anteriores. Lo que planteaba parecía más cerca de las razones que de las emociones. No obstante subyacía la imposición de lo que presenta como una misión sagrada, un designio de “las fuerzas del cielo”.

Además de ese merodeo místico, pudo dar una imagen de poder arrollador, siendo un presidente débil por la pequeña representación parlamentaria que tiene el oficialismo.

Si esgrime permanentemente el 56 por ciento de votos que logró en el ballotage, es porque su partido fue ampliamente derrotado en todo el país, sin lograr un solo gobierno provincial y obteniendo apenas puñaditos de votos para los poderes legislativos.

El contraste entre lo que consiguió él en la segunda vuelta y lo que consiguió su partido es una contradicción reveladora. Los votos le dieron la presidencia y también le fijaron límites que no debe atravesar. Pero ni Milei ni su séquito ni quienes lo defienden acríticamente parecen leer correctamente la significación de esos límites.

Lo notable es que Milei logra irradiar un poderío que no tiene. Lo normal en un presidente con minoría en el Congreso, es que busque el mayor respaldo posible siendo amable y dialoguista con la oposición. Milei hace todo lo contrario. Sobre todo a la oposición dialoguista, la maltrata, la humilla y le refriega que le da lo mismo que lo apoyen o no.

Dedica sus ofensas más duras a la oposición moderada que busca ayudarlo, aunque cuestionando y rechazando lo que considera controversial, y respaldando lo que considera útil y razonable.

Cuando gritaba en televisión no se mostraba fuerte sino histérico. En la presidencia se muestra fuerte. Logra intimidar con muy poco porque la oposición centrista sabe que el país debe avanzar sobre una senda liberal que reforme el Estado, desregule la economía, potencie la empresa privada y retorne a los mercados mundiales.

Argentina necesita superar la construcción de poder a partir de dogmatismos y confrontación. Los modelos de acción política planteados por Carl Schmitt al comenzar el siglo XX y reciclado por Ernesto Laclau en las últimas cuatro décadas.

Las reformas en sentido liberal que diseñó Terragno en el gobierno de Alfonsín, así como la Ley Mucci de reforma sindical y tantos otros cambios necesarios, fueron obstruidos por el peronismo y las izquierdas.

En la década del ’80 la sociedad, mayoritariamente, rechazaba el cambio. Hoy es diferente. Tras décadas de exacerbado populismo izquierdoide, la mayoría quiere reformas liberales para alcanzar objetivos que, como el equilibrio fiscal, nunca debieron dejarse de lado. Pero eso no significa un apoyo mayoritario a un ajuste que hunda en la miseria a las clases bajas y empobrezca a las clases medias.

Es como proponer dinamitar un deteriorado edificio con muchos residentes adentro, para construir en el mismo sitio un edificio nuevo, funcional y confortable.

A los dogmatismos de izquierda no les importa los disidentes que mueren en cárceles o por la represión, mientras que a los dogmatismos del extremo opuesto no les importa los que se hunden en el hambre y la desesperación social.

Consideran que son los sacrificios que deben hacerse para alcanzar los paraísos en los que creen absolutamente.

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