Cuando se ve la evolución política de las últimas tres décadas del país se constata una especie de pacto tácito entre los roles de los partidos políticos en el poder y la ciudadanía. Cada uno acepta su lugar y cumple su papel.
¿En qué consiste? Unos son los que hacen las reformas complicadas: blancos y colorados en los años 90; Coalición Republicana (CR) a inicios de los años 20. Los otros, la multiplicidad de izquierdas dentro del Frente Amplio (FA), que mientras esas reformas se diseñan y empiezan a avanzar las critican con volumen variable -siempre menos la socialdemocracia astorista; siempre más el polo filocomunista-, se benefician de ellas una vez alcanzado el poder, hasta que el sistema entero se vuelve a trancar. La ciudadanía vuelve entonces a cambiar el signo de los partidos gobernantes, que nuevamente hacen algunas reformas complicadas. Y el ciclo así se reinicia.
Blancos y colorados avanzaron en reformas que luego beneficiaron a todo el país en los años 90: desde el ciclo productivo de la madera creado de la nada, por ejemplo, hasta el marco energético de UTE, siguiendo con la apertura a competencia de telefonía móvil o pasando por la reforma de la seguridad social de 1996, y terminando con la reforma portuaria.
A todas ellas se opuso el FA con mayor o menor énfasis. Luego, el usufructo largo de todas ellas llegó en tiempos del FA en el poder: desde las instalaciones de grandes empresas industriales de la madera, hasta el ensanchamiento de la matriz energética para generar electricidad, pasando incluso por la posibilidad del afloje de 2008 para poder jubilarse más fácilmente, o la entrada por puerta lateral a un Estado menos gordo a través de S.A. sin control alguno dependientes de distintas empresas públicas, por ejemplo.
Cuando se empezaron a agotar los recursos propios de aquellas reformas, es decir a mediados de los años 2010, y luego de lustros sin emprender ningún cambio sustantivo que pudiera interpretarse como antipopular en el corto plazo, la ciudadanía fijó una alternancia con un nuevo impulso al votar a la CR en 2019.
Con los lentes de esta interpretación, la administración Orsi se beneficiará entonces ahora con la reforma de la seguridad social ya hecha, y con las enormes externalidades positivas de inversiones en infraestructura de estos años, por ejemplo: a la primera se opuso con vigor; a la segunda la criticó bastante -todo el tema del puerto de Montevideo lo ilustra.
Pero para que el pacto funcione se precisa de un apoyo, al menos discreto, de actores relevantes que formen parte del campo que más veces pierde las elecciones nacionales. Aquí el papel clave lo ocupan la mayoría de los intendentes del país que son todos blancos, comparten los frutos de un Estado que se engorda un poco, y que pactan recursos para la descentralización -todos los intentos de reforma para disciplinar gastos de origen nacional de ese nivel de gobierno municipal, han fracasado siempre-. Incluso más, el pacto tácito se profundizó en 2015, al generar el tercer nivel de gobierno, también cooptado por los blancos mayoritariamente, de manera de fortalecer la coparticipación-reparto.
Así se conforma el pacto tácito del agua tibia. Todo el mundo encuentra su ganancia. Y nadie asume la responsabilidad del declive.